John Verdon - No abras los ojos

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David Gurney se sentía casi invencible… hasta que se topó con el asesino más inteligente con el que jamás había tenido que enfrentarse.
Dave Gurney, el protagonista de la primera novela de John Verdon, Se lo que estás pensando, vuelve para afrontar el caso más difícil de su carrera, una batalla con un adversario implacable que no solo es un inteligente y frío asesino, sino que no tiene reparos en atacar directamente al punto débil de Gurney: su esposa.
Ha pasado un año desde que el exdetective de la Policía de Nueva York consiguió atrapar al asesino de los números y, aunque es su intención retirarse definitivamente junto a su esposa Madeleine, un nuevo caso se le presenta de forma imprevista. Una novia es asesinada de manera brutal durante el banquete de bodas, con cientos de invitados en el jardín, y ese es un reto al que es imposible resistirse.
Todas las pistas apuntan a un misterioso y perturbado jardinero pero nada encaja: ni el móvil, ni la situación del arma homicida y sobre todo, el cruel modus operandi. Dejando de lado lo obvio, Gurney empieza a unir los puntos que le descubrirán una compleja red de negocios siniestros y tramas ocultas.

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– ¿Supongo que no te esforzaste mucho en recordárselo?

– No permiten que me acerque a la investigación. Me avisó de ello nada menos que nuestro estimado capitán.

– ¿Y te sacaron del caso porque…?

– Ya te lo he dicho. Hablé de manera inapropiada con mi superior. Le informé de lo limitado de su enfoque. También es posible que aludiera a lo limitado de su inteligencia y su falta de diligencia para el mando en general.

Pasaron diez largos segundos sin que ninguno de los hombres hablara.

– Lo dices como si lo odiaras, Jack.

– ¿Odiarlo? No. No lo odio. No odio a nadie. Amo a todo el puto mundo.

14

El mapa del terreno

D espués de despejar justo el espacio suficiente para su portátil, entre un par de pilas de documentos en la mesa larga, Gurney introdujo en Google Earth la dirección de Ashton en Tambury. Centró la imagen en la cabaña y en el bosquecillo que se hallaba detrás, y aumentó la resolución al máximo disponible. Con la ayuda de los datos de escala anexos a la imagen y la información de dirección y distancia desde la parte de atrás de la cabaña que constaba en el expediente del caso, logró reducir la localización del hallazgo del arma del crimen a una zona bastante pequeña de la arboleda, a unos treinta metros de Badger Lane. Así que después de salir de la cabaña por la ventana, Flores caminó o corrió hacia allí, cubrió parcialmente la hoja del arma todavía ensangrentada con algo de tierra y hojas, y luego… ¿qué? ¿Logró llegar a la carretera sin dejar ningún otro olor que pudieran seguir los perros? ¿Se dirigió colina abajo a la casa de Kiki Muller? ¿O ella estaba en su coche, esperando en la carretera para ayudarlo a escapar, esperando para huir a una nueva vida que habían estado planeando juntos?

¿O simplemente Flores volvió caminando a la cabaña? ¿Era ese el motivo de que el rastro de olor no fuera más allá del machete? ¿Era concebible que se escondiera en la cabaña o en sus alrededores? ¿Se ocultó de una forma tan eficaz que un enjambre de agentes de patrulla, detectives y técnicos de la escena del crimen no lograron descubrirlo? Parecía poco probable.

Cuando Gurney levantó la mirada de su portátil, le sobresaltó ver a Madeleine sentada al extremo de la mesa, observándolo; le sorprendió tanto que saltó en su silla.

– ¡Dios! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Ella se encogió de hombros y no hizo ningún esfuerzo por responder.

– ¿Qué hora es?-preguntó Dave, y de inmediato reparó en lo absurdo de la pregunta.

Tenía a la vista el reloj colgado sobre la encimera, pero ella no. La hora, 22.55, también aparecía en la pantalla del ordenador que tenía delante.

– ¿Qué estás haciendo?-preguntó Madeleine. Sonó más a desafío que a pregunta.

Él vaciló.

– Solo estaba tratando de dar sentido a este material.

– Hum. -Fue como una risa sin humor, monosilábica.

Dave trató de devolverle la mirada fija, pero le costó.

– ¿Qué estás pensando tú?-preguntó.

– Estoy pensando que la vida es corta-dijo ella por fin, del modo en que lo haría alguien que se ha encontrado cara a cara con una verdad triste.

– Y por lo tanto…-le instó él, tratando de atravesar el extraño humor de su mujer.

Ella parecía estar sopesando su tono, sus palabras.

Justo cuando concluyó que Madeleine no iba a responderle, lo hizo.

– Por lo tanto nos estamos quedando sin tiempo. -Ladeó la cabeza, o quizá fue un pequeño espasmo involuntario, y lo miró con curiosidad.

«¿Tiempo para qué?», estuvo tentado de preguntar Gurney, sintiendo el impulso de convertir esa conversación deslavazada en una discusión más manejable, pero algo en los ojos de su mujer lo detuvo. En cambio, preguntó:

– ¿Quieres que hablemos de eso?

Ella negó con la cabeza.

– La vida es corta. Nada más. Es algo que se ha de considerar.

15

Blanco y negro

V arias veces durante la hora que siguió a la visita de Madeleine a la cocina, Gurney estuvo a punto de entrar en el dormitorio para averiguar qué había querido decir. Sin embargo, su atención regresó cada vez, como un reflejo, a los informes de interrogatorios que tenía delante.

De vez en cuando, durante breves periodos, Madeleine parecía ver las cosas a través de una lente oscura. Era como si el foco de su visión se desplazara a un lugar yermo y viera en ello un paradigma del paisaje completo. Pero al cabo de poco, su foco se ampliaba de nuevo, su alegría y su pragmatismo regresaban. Había ocurrido de la misma manera antes, así que sin duda volvería a suceder. Pero, por el momento, su actitud lo desconcertaba, lo cual le creaba un agujero en el estómago, una sensación de ansiedad de la que quería escapar. Fue a la despensa, se puso una chaqueta ligera y salió a través de la puerta lateral a la noche sin estrellas.

En algún lugar por encima del día nublado, un atisbo de luna impedía que la oscuridad fuera total. En cuanto logró discernir la silueta del sendero a través de las hierbas crecidas, lo siguió por una suave pendiente hasta el banco erosionado situado frente al estanque. Se sentó, observando y escuchando, y sus ojos distinguieron poco a poco unas siluetas oscuras, bordes de objetos, quizá partes de árboles, pero nada lo bastante claro para identificarlo con seguridad. Entonces, al otro lado del estanque, quizá veinte grados fuera de su campo de visión, notó un ligero movimiento. Cuando miró directamente a ese lugar, las formas oscuras, como mucho indistintas-grandes arbustos pinchudos, ramas que se combaban, aneas que crecían en terrones enredados al borde del agua y lo que pudiera haber allí-se mezclaron de manera informe. Sin embargo, cuando apartó la mirada, justo al lado de donde pensaba que se había producido el movimiento, lo vio otra vez: casi con certeza un animal de alguna clase, quizá del tamaño de un ciervo pequeño o de un perro grande. Volvió a mirar y desapareció una vez más.

Comprendía qué significa aquello. Era la razón de que uno pudiera ver una estrella tenue sin mirarla directamente, sino justo al lado. Y el animal, si era eso lo que había visto, si es que había visto algo, era, casi seguro, inofensivo. Aunque fuera un oso pequeño: los osos en los Catskills no representaban peligro para nadie, menos para alguien sentado en silencio a un centenar de metros. Y sin embargo, en un nivel de percepción primario, había algo siniestro en un movimiento no identificable en la oscuridad.

Era una noche sin viento, silente, con una calma absoluta, pero para Gurney distaba mucho de ser pacífica. Se daba cuenta de que era probable que este déficit residiese en su propia mente más que en la atmósfera que lo rodeaba, era más atribuible a la tensión que había en su matrimonio que a las sombras en el bosque.

La tensión en su matrimonio. No era perfecto. Habían estado dos veces a punto de separarse. Dieciséis años antes, cuando mataron a su hijo de cuatro años en un accidente del que él mismo se sentía responsable, Gurney se había convertido en un cubo de hielo emocional con quien resultaba casi imposible convivir. Y justo diez meses antes, su inmersión obsesiva en el caso Mellery no solo estuvo a punto de terminar con su matrimonio, sino también con su vida.

No obstante, le gustaba pensar que los problemas que Madeleine y él tenían eran simples, o al menos que la comprendía. Para empezar, ocupaban espacios radicalmente diferentes en el gráfico de personalidad de Myers-Briggs. Para comprender algo, él echaba mano de la reflexión; ella, de los sentimientos. Él estaba fascinado por conectar los puntos; ella, por los puntos en sí. A él le daba energía la soledad, le agotaba el compromiso social; y a ella le ocurría lo contrario. Para él, observar solo era una herramienta que permitía obtener un juicio más claro; para ella, juzgar era solo una herramienta para lograr una observación más precisa.

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