John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Tommy seguía ayudando a pasar a los kriegies que iban a fugarse a través del túnel de forma pausada y sistemática, adhiriéndose al pie de la letra a las instrucciones que el director de la banda le había dado, tirando de la cuerda cada dos o tres minutos. Los aviadores salían uno tras otro por el tosco orificio practicado en el suelo y se arrastraban hasta la base del árbol tras el cual Tommy se escondía. Un par de hombres se asombraron al comprobar que estaba vivo, otros se limitaron a emitir un ruido gutural antes de desaparecer en el bosque que se extendía detrás. Pero la mayoría de los kriegies le dedicaron unas breves palabras de aliento. Una palmadita en la espalda al tiempo que susurraban: «Buena suerte», o «¡Nos veremos en Times Square!» El hombre de Princeton añadió: «Buen trabajo, Harvard. Debiste de recibir una magnífica formación en esa institución de tercer orden…», antes de correr también para ocultarse entre árboles y matorrales.

Tommy sintió miedo. Más de una vez se vio obligado a contener el aliento al detectar la figura de un Hundführer y su perro moviéndose por el perímetro de la alambrada. En cierta ocasión se había encendido el reflector en la torre de vigilancia más próxima a la ruta de escape, pero su haz escudriñador se había orientado en la dirección opuesta. Tommy permaneció agazapado junto al árbol, atento a percibir el menor ruido a su alrededor, pensando que cualquier sonido podía ser el sonido de la traición y, por tanto, la muerte, la suya o la de uno de los hombres que se dirigían hacia la ciudad, la estación y los trenes matutinos que les conducirían lejos del Stalag Luft 13.

Cada pocos segundos, miraba el dial de su reloj pensando que la operación de fuga avanzaba con excesiva lentitud. Las primeras luces del alba obligarían a suspender la operación tan rápidamente como si les hubieran descubierto. Pero sabía que las prisas también acabarían con el intento de fuga. Así pues, apretó los dientes y siguió con el plan previsto.

Unos diecisiete hombres distribuidos a lo largo del túnel habían conseguido salir cuando Tommy divisó la débil luz de una linterna moviéndose erráticamente hacia él, a no más de treinta metros. La luz avanzaba por el límite del bosque, no por el perímetro de la alambrada, en manos de un Hundführer , describiendo una trayectoria que se cruzaba con la salida del túnel.

Tommy se quedó petrificado; no podía apartar la vista de la luz.

Ésta exploraba y penetraba entre la vegetación, oscilando hacia un lado, luego hacia otro, como un perro que ha percibido un olor extraño arrastrado por el viento. Dedujo que la persona que había detrás de esa luz buscaba algo, pero no de forma sistemática y deliberada, sino curiosa, inquisitiva, con cierto elemento de incertidumbre en cada movimiento. Tommy retrocedió, tratando de confundirse con el árbol, situándose con cautela detrás del tronco para que le ocultara por completo. Entonces comprendió que era inútil ocultarse.

La luz avanzó, reduciendo la distancia que los separaba.

Sintió que su corazón latía cada vez más rápido.

Hay un punto más allá del temor que los soldados conocen, donde todas las criaturas del terror y la muerte les acechan. Es un punto terrible y mortal, en el que algunos hombres se sienten paralizados y otros quedan atrapados en un miasma de perdición y agonía. Tommy se hallaba peligrosamente cerca de ese punto, sintiendo que sus músculos se tensaban y respirando trabajosamente, observando cómo la luz avanzaba lenta y de modo inexorable hacia el túnel de fuga. Comprendió que era imposible que el alemán que sostenía la linterna no reparara en la salida del túnel, y menos aún que no viera la cuerda extendida en el suelo. Asimismo, comprendió que no podía echarse a correr y deslizarse por el túnel sin ser sorprendido de inmediato. En aquel segundo, lo comprendió: estaba a punto de ser atrapado. O de morir de un tiro.

Contuvo el aliento.

Sabía que el Número Dieciocho aguardaba sobre el peldaño superior de la escalera los dos tirones de la cuerda que indicarían que había llegado su turno. En aquel momento Tommy trató de recordar quién era Dieciocho. Había pasado junto a él, en el estrecho túnel, hacía unas horas, había estado lo bastante cerca de él para percibir su olor a sudor, a angustia, para sentir su aliento, pero no lograba poner un rostro a ese número. El Número Dieciocho era un aviador, al igual que él, y Tommy sabía que aguardaba a escasos centímetros debajo de la superficie del suelo, ansioso, nervioso, excitado, ilusionado, quizás algo impaciente, sujetando la cuerda con fuerza, rezando para que llegara al fin su oportunidad y quizá para lo que rezan todos los hombres que saben que la muerte, con su carácter caprichoso, les acecha.

La luz se aproximó unos metros.

En aquel segundo, Tommy comprendió que todo dependía de él.

Con cada metro que traía la luz más cerca, la elección se revelaba más clara, más definida. El problema no era que Tommy tuviera que ponerlo todo en juego, sino que todos los demás habían arriesgado mucho y él era el único hombre capaz de proteger las oportunidades y esperanzas que habían asumido esa noche. Tommy había pensado con ingenuidad que la única prueba que tendría que superar esa noche consistiría en descender por el túnel y luchar por averiguar la verdad con respecto a Lincoln Scott y Trader Vic. Pero se equivocaba, pues la auténtica batalla se hallaba frente a él, avanzando lenta pero sistemáticamente hacia la salida del túnel. Tommy era joven cuando se había alistado en el cuerpo de la aviación, lleno de fervor patriótico cuando había participado en su primer combate, y no había tardado en comprender que la guerra tiene mucho de valor, pero poco de nobleza. Sólo la lejana conclusión que debaten los historiadores contiene a ésta en cierta medida. La verdad cruda y descarnada son las elecciones más elementales, terribles y sucias que uno debe tomar, y todo cuanto Tommy había sido y confiaba en llegar a ser palidecía en comparación con las perentorias necesidades de los hombres aquella noche.

El intelectual Tommy Hart, estudiante de derecho y soldado a pesar suyo, que lo único que deseaba era regresar a su casa para reunirse con la chica que amaba y reanudar la vida que había vivido, la vida que se había prometido con su trabajo duro y sus estudios, tragó saliva, crispó los puños y comenzó a moverse lentamente, dirigiéndose hacia la luz que se aproximaba. Se movía de forma resuelta, como un comando, los ojos fijos en la amenaza, la garganta seca. El corazón le latía violentamente, pero vio su misión terriblemente diáfana.

Recordó lo que el director de la banda le había dicho en el túnel: «Todos somos asesinos.»

Confiaba en que el músico estuviera en lo cierto.

Se aproximó al objetivo, sin atreverse casi a respirar.

El agujero en el suelo que él trataba de proteger se hallaba tras él, en sentido oblicuo. La luz de la linterna seguía moviéndose de forma aleatoria. Tommy no lograba ver quién la sostenía, pero sintió una sensación de alivio cuando aguzó el oído y no detectó el sonido de un perro.

La luz se aproximó un par de metros y Tommy notó que se tensaban todos sus músculos, dispuesto para una emboscada.

Unos pocos metros a su espalda, oculto bajo la superficie del suelo, el Número Dieciocho ya no soportaba la tensión de esperar la señal. Había barajado todos los posibles motivos de esa demora, calibrando todos los riesgos frente a la imperiosa necesidad de moverse. Sabía que el tiempo apremiaba, y también que los únicos hombres que tenían alguna probabilidad de escapar eran los que consiguieran llegar a la estación del ferrocarril antes de que sonara la alarma. El Número Dieciocho había pasado muchas horas cavando el túnel, y en más de una ocasión le habían sacado asfixiándose cuando algún tramo de éste se había desplomado, y en un arrebato fruto de la juventud, había llegado a la temeraria decisión de tratar de alcanzar la libertad por su cuenta y riesgo. Su impaciencia había superado todos los límites de la razón que le quedaba después de pasar tantas horas tumbado boca abajo en el túnel, y en aquel segundo decidió salir de él, con señal o sin ella.

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