– Sólo tiene una posibilidad, señor Hart. Traiga el cadáver y sígame, ahora mismo. No haga preguntas. ¡Apresúrese!
Tommy meneó la cabeza.
– Mi mano -dijo-. No creo tener las fuerzas necesarias.
– Entonces morirá aquí -repuso secamente Fritz Número Uno-. De usted depende, señor Hart. Pero debe decidirse ahora. Yo no puedo tocar el cuerpo del Hauptmann. O lo mueve ahora mismo, o morirá junto a él. Pero creo que sería injusto dejar que un hombre como él le mate, señor Hart.
Tommy cobró aliento. Las imágenes de su casa, de su escuela, de Lydia inundaron su imaginación. Recordó a su capitán de Tejas con su risa seca y nasal: «Muéstranos el camino a casa, Tommy.» Y a Phillip Pryce, con su peculiar forma de gozar de las cosas más nimias. En aquel momento pensó que sólo un cobarde redomado le da la espalda a la oportunidad de vivir, por dura y remota que fuera. Así, aun a sabiendas de que sus reservas de energía estaban prácticamente agotadas, de que sólo le quedaba la fuerza del deseo, Tommy se agachó y, lanzando un sonoro quejido, consiguió echarse el cadáver del oficial alemán al hombro. El cadáver emitió un crujido atroz, y Tommy sintió ganas de vomitar. Luego, levantándose como pudo, se esforzó por conservar el equilibrio.
– Ahora, rápido -le conminó Fritz Número Uno-. ¡Debe adelantarse a las luces del alba o todo estará perdido!
Tommy sonrió ante la anticuada expresión que había utilizado el alemán, pero observó que las franjas grises del amanecer comenzaban a consolidarse, haciéndose más intensas a cada segundo. Avanzó un paso, tropezó, recobró el equilibrio y respondió con un hilo de voz:
– Adelante, estoy preparado.
Fritz Número Uno asintió con la cabeza. Luego comenzó a adentrarse en el bosque.
Tommy siguió al alemán con paso vacilante. El cuerpo de Visser pesaba mucho, como si incluso después de muerto tratara de matarlo.
Las ramas le arañaban el rostro. Las raíces de los árboles le hicieron tropezar en más de una ocasión. El bosque entorpecía su progreso, obligándole a detenerse, tratando de derribarlo. Tommy continuó avanzando, arrastrándose bajo el peso que portaba, esforzándose con cada paso que daba conservar el equilibrio, buscando cada vez que apoyaba un pie en el suelo hallar las fuerzas para seguir adelante.
Respiraba de forma entrecortada y trabajosa. El sudor le empañaba las pestañas. El dolor que sentía en la mano herida era insoportable. Las lesiones latían sin cesar, produciéndole terribles escalofríos. Cuando pensaba que ya no le quedaban más fuerzas, en seguida se negaba a reconocerlo y lograba sacar fuerzas de flaqueza, las suficientes para avanzar torpemente unos metros más.
Tommy no tenía remota idea de cuánto trecho habían recorrido. Fritz Número Uno se volvió para instarle a proseguir.
– ¡Rápido, señor Hart! Apresúrese. ¡No falta mucho!
Justo cuando pensó que no podía dar un paso más, Fritz Número Uno se detuvo de pronto y se arrodilló. El alemán indicó a Tommy que se acercara. Tommy recorrió los últimos metros trastabillando y se dejó caer junto a él.
– ¿Dónde…? -atinó a decir, pero Fritz le hizo callar.
– Silencio. Hay guardias por los alrededores. ¿No huele el aroma de este lugar?
Tommy se limpió la cara con la mano indemne y aspiró un poco de aire por la nariz. Entonces se percató de la mezcla de olores humanos, desechos y muerte que impregnaba el bosque a su alrededor. Miró a Fritz Número Uno perplejo.
– ¡El campo de trabajo de los rusos! -murmuró Fritz.
El alemán señaló con el dedo.
– Lleve el cadáver lo más cerca que pueda y déjelo. No haga ruido, señor Hart. Los guardias no dudarán en disparar si oyen el menor sonido sospechoso. Y ponga esto en la mano del Hauptmann.
Fritz Número Uno extrajo del bolsillo de su guerrera la hebilla del cinturón del ruso que había tratado de venderle a Tommy hacía unos días. Tommy asintió con la cabeza. Tomó la hebilla, se volvió y se echó de nuevo el cuerpo de Visser al hombro. Cuando se disponía a alejarse, Fritz Número Uno le detuvo. El hurón miró los ojos vidriosos de Visser.
– ¡Gestapo! -masculló. Luego escupió en la cara del difunto-. ¡Váyase, rápido!
Tommy avanzó pesadamente a través de los árboles. El hedor era insoportable. Divisó un pequeño claro a un par de docenas de metros de la rudimentaria alambrada de espino y las afiladas estacas que rodeaban el campo de trabajo de los rusos. No había nada permanente en la zona rusa, pues los hombres que la ocupaban no estaban destinados a sobrevivir a la guerra y al parecer la Cruz Roja no controlaba sus condiciones de vida.
Tommy oyó ladrar a un perro a su derecha. Un par de voces rasgaron el aire a su alrededor. «No me atrevo a avanzar más», pensó.
Con un gran esfuerzo, arrojó el cadáver de Visser al suelo. Tommy se inclinó sobre él y depositó la hebilla del cinturón entre los dedos del alemán. Luego retrocedió y durante un momento se preguntó si había odiado a Visser lo suficiente como para matarlo, pero en seguida comprendió que eso no era lo que contaba. Lo que contaba era que Visser estaba muerto y que él se aferraba precariamente a la vida. Acto seguido, sin volver a mirar el rostro del alemán, dio media vuelta y, avanzando sigiloso pero con rapidez, regresó al lugar donde le aguardaba Fritz Número Uno.
Cuando llegó, el alemán hizo un gesto afirmativo.
– Quizá tenga una posibilidad, señor Hart -dijo-. Debemos apresurarnos.
El regreso a través del bosque fue más rápido, pero Tommy creyó que deliraba. La brisa que se deslizaba a través de las copas de los árboles le susurraba al oído, casi burlándose de su agotamiento. Las sombras se alargaban a su alrededor, cual docenas de reflectores tratando de captar su rostro para ponerlo al descubierto. Era como si su mano herida le gritase obscenidades, tratando de cegarlo de dolor.
Era el amanecer. El negro deja paso al gris y las primeras franjas de azul surcan el cielo, persiguiendo a las estrellas que le habían reconfortado antes con su presencia. A pocos metros de distancia, Tommy distinguió el agujero negro de la salida del túnel.
Fritz Número Uno se detuvo, ocultándose detrás de un árbol. Señaló el túnel.
– Señor Hart -murmuró asiendo a Tommy del brazo-. El Hauptmann Visser habría ordenado que me fusilaran al averiguar que fui yo quien negoció con el arma que mató a Trader Vic. La que usted me devolvió. Estaba en deuda con usted, esta noche, he pagado mi deuda.
Tommy asintió con la cabeza.
– Ahora estamos… ¿cómo se dice? -preguntó el hurón.
– En paz -respondió Tommy.
El alemán lo miró sorprendido.
– ¿En paz?
– Es otra expresión, Fritz. Cuando uno ha saldado su deuda, se dice que está «en paz»… -Tommy sonrió, pensando que el agotamiento debía de haberle hecho perder el juicio, pues no se le había ocurrido nada mejor que ponerse a dar clases de inglés.
El hurón sonrió.
– En paz. Lo recordaré. Tengo mucho que recordar.
Luego señaló el agujero.
– Ahora, señor Hart, contaré hasta sesenta y luego tocaré el silbato.
Tommy asintió. Se puso en pie y echó a correr hacia el agujero. Sin volverse siquiera una vez, se lanzó de nuevo a la oscuridad y bajó apresuradamente los peldaños de la tosca escalera. Al aterrizar en el suelo del pozo, el dolor que le atenazaba la mano le cubrió de insultos. Sin pensar en los terrores que recordaba de su infancia, ni en los terrores que había experimentado esa noche, Tommy avanzó por el túnel. No había luz, ni una vela que los hombres hubieran olvidado, para guiarlo. Todo estaba sumido en una inmensa oscuridad, como burlándose del amanecer que iluminaba el mundo exterior.
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