John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Tommy regresó a la prisión, solo, extenuado, ciego y profundamente herido, seguido por el lejano sonido del silbato de Fritz Número Uno resonando en el ordenado mundo en la superficie.

20

Una cura provisional

En el barracón 107 reinaba el caos.

Los hombres que no habían conseguido fugarse, congregados en el pasillo central, se quitaban a todo correr sus trajes de paisano para volver a vestir sus raídos y gastados uniformes. Muchos de ellos habían cogido unas raciones adicionales de comida con que alimentarse hasta llegar a lugar seguro, y se estaban metiendo chocolate y carne enlatada en la boca, temiendo que los alemanes se presentaran y confiscaran todos los alimentos que habían ido almacenando con diligencia durante las últimas semanas. Los miembros de la tropa de apoyo guardaban la ropa, los documentos falsos, billetes, pasaportes, permisos de trabajo y demás objetos confeccionados por los kriegies para dar una falsa legitimidad a su ansiada existencia fuera de la alambrada, en libros vaciados o escondrijos situados detrás de los tabiques. Los integrantes de la brigada de los cubos de tierra se dejaron caer del agujero en el techo, limpiándose el sudor y la tierra de la cara, mientras un aviador aseguraba de nuevo el panel de acceso en su lugar confiando en que los alemanes no lo descubrieran. Un oficial permanecía junto a la puerta del barracón, espiando a través de una hendija en la madera, para ayudar a los hombres a salir solos o en pareja cuando no hubiera moros en la costa.

Había veintinueve hombres distribuidos a lo largo del túnel cuando Tommy había dado la voz de alarma al Número Diecinueve. La señal se había movido con mayor rapidez que los hombres, transmitida a través de una serie de gritos, tal como había sido difundido el mensaje de la inocencia de Scott. Pero a medida que se propagaba a través del túnel, los hombres que se hallaban en él se las veían y deseaban para emprender la retirada, que era mucho más difícil en aquel oscuro y reducido espacio. Los hombres se habían movido frenéticamente, desesperados, algunos retrocediendo a gatas, otros tratando de dar la vuelta. Pese a lo crítico de la situación, les había llevado bastante tiempo retroceder sobre sus pasos, decepcionados, temerosos, angustiados y furiosos ante la mala pasada que les había jugado la vida al arrebatarles aquella oportunidad. Las blasfemias resonaban en el estrecho túnel, las obscenidades reverberaban entre los muros.

Cuando habían empezado a salir los primeros hombres, Lincoln Scott se hallaba junto al borde de la entrada, contigua al retrete. El comandante Clark, situado a pocos pasos, impartía enérgicas órdenes con el fin de imponer cierta disciplina entre los presos. Scott se había vuelto, asimilando la desintegración de la escena que le rodeaba. Se había agachado para ayudar al Número Cuarenta y siete a trepar por el orificio de entrada.

– ¿Dónde está Hart? -había preguntado Scott-. ¿Has visto a Tommy Hart?

El aviador meneó la cabeza.

– Debe de estar todavía en la parte delantera del túnel -respondió el hombre.

Scott ayudó al kriegie a desfilar hacia el pasillo, donde el hombre empezó a quitarse su atuendo de fuga. Scott se asomó al pozo del túnel. El resplandor de las velas parecía dibujar unas cicatrices sobre los rostros de los consternados hombres mientras trataban de trepar por la entrada del túnel. Se agachó, asió la mano del Número Cuarenta y seis y con un tremendo tirón le ayudó a ascender a la superficie, formulándole la misma pregunta:

– ¿Has visto a Hart? ¿Le has oído? ¿Está bien?

Pero el Número Cuarenta y seis movió la cabeza en señal de negación.

– Aquello es un caos. No se ve nada, Scott. No sé dónde está Hart.

Scott asintió con la cabeza. Después de ayudar al aviador a salir por el retrete y dirigirse hacia el pasillo, se agachó para asir el cable negro que descendía por el agujero.

– ¿Qué hace, Scott? -inquirió el comandante Clark.

– Ayudar -repuso Scott.

Acto seguido dio media vuelta, como un montañista que se dispone a descender por un precipicio, y sin decir otra palabra al comandante, descendió hacia la antesala. Notó una tremenda tensión en la enrarecida atmósfera del túnel, casi como quien entra en una habitación de hospital presidida por el olor a enfermedad y nadie abre una ventana para que se ventile. En su precipitada retirada, los hombres habían dejado abandonado el fuelle, que uno de los primeros kriegies que había salido del túnel había apartado a un lado de una patada. Al ver al Número Cuarenta y cinco avanzar cargado con una maleta, Scott extendió la mano en la grisácea semioscuridad y se apresuró a tomarla de manos del agradecido kriegie.

– ¡Joder! -murmuró éste-. Esta condenada maleta casi ha conseguido que el techo se derrumbara encima de mí. Gracias. -El hombre se apoyó en el muro de la antesala-. Ahí arriba te falta el aire -se quejó-. No puedes respirar. Espero que ninguno pierda el conocimiento.

Scott ayudó al hombre, que no dejaba de resollar, a instalarse cómodamente junto al pozo hasta haber recobrado el aliento, y depositó en sus manos el cable de acceso. El kriegie le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y empezó a incorporarse, sujetando el cable con ambas manos. Cuando se hubo puesto en pie, el aviador negro se volvió y recogió el fuelle.

Lo colocó derecho y luego se situó sobre él, con un pie plantado a cada lado del artilugio, como había hecho momentos antes el capitán neoyorquino. Sacando fuerzas de flaqueza, Scott empezó a accionarlo con furia, lanzando unas ráfagas de aire a través del túnel.

Transcurrió casi un minuto antes de que el próximo kriegie apareciera por la entrada del túnel. El aviador estaba agotado por la tensión del fracasado intento de fuga. Tosió gesticulando en la sofocante atmósfera de la antesala, dando gracias por poder respirar siquiera aquel aire enrarecido y señaló el fuelle.

– Menos mal -murmuró-. Ahí arriba no se puede respirar. Te asfixias.

– ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott entre resoplidos. Su rostro relucía cubierto de sudor.

– No lo sé -repuso el kriegie meneando la cabeza-. Quizás esté de camino hacia aquí. No lo sé. No se ve nada. Apenas podía respirar. Todo está lleno de arena y tierra y lo único que oyes es a los otros tíos gritar que retrocedas, que salgas a toda prisa. Eso y las malditas tablas del techo crujiendo y chirriando. Espero que no se nos caiga encima. ¿Ya han aparecido los alemanes?

Scott apretó los dientes y negó con la cabeza.

– Todavía no. Tienes la oportunidad de salir, apresúrate.

El Número Cuarenta y cinco asintió. Suspiró para hacer acopio de fuerzas. Luego trepó por el cable y alzó las manos para que le ayudaran a salir por la entrada del retrete.

En la antesala, Scott continuó accionando el fuelle con increíble velocidad. El fuelle crujía y rechinaba al tiempo que el aviador negro emitía ruidos guturales debido al esfuerzo.

Lentamente, los hombres fueron saliendo del túnel uno tras otro. Todos estaban sucios y atemorizados; todos experimentaron una sensación de alivio al contemplar la superficie. «Tienes la sensación de que te mueres», comentó un hombre. Otro opinó que le parecía haber estado en un ataúd. Cada kriegie se apresuraba a llenar sus pulmones, y más de uno, al ver a Scott dándole al fuelle, murmuró una frase de gratitud.

El tiempo transcurría peligrosamente, tirando de cada hombre como un remolino en el mar, amenazando con arrastrarlos hacia aguas más procelosas aún.

– ¿Has visto a Hart? ¿Dónde está Hart? -preguntó Scott.

Nadie podía responder.

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