– No hay tiempo -dijo Clark.
– Es verdad -se apresuró a responder Fenelli-. No queda tiempo.
Entonces el médico de Cleveland miró por encima del comandante e hizo un pequeño ademán a uno de los hombres que manipulaban el cubo de tierra, situado en la entrada del retrete.
– ¡Eh! -dijo Fenelli en voz alta-. ¿Has oído el mensaje de la parte delantera del túnel?
El hombre negó con la cabeza.
– Scott es inocente -dijo Fenelli sonriendo de satisfacción-. Es la verdad pura y dura y proviene de la cabeza del túnel. Corre la voz para que se enteren todos los hombres que hay en este barracón. ¡Scott es inocente! Y diles a todos que la fila no tardará en moverse, para que se preparen.
El hombre vaciló, miró a Scott y luego sonrió. Se volvió y susurró el mensaje al hombre que le seguía en el pasillo, que asintió con la cabeza. El mensaje fue transmitido a lo largo del centro del barracón, a todos los hombres que esperaban fugarse, a todos los hombres que constituían la tropa de apoyo y a todos los aviadores congregados en la entrada de cada dormitorio del barracón, creando un ambiente de excitación que reverberó en aquellos espacios cerrados y reducidos.
Scott se alejó de la entrada del túnel y se colocó en un rincón del pequeño retrete. Comprendía el peso de aquella frase, que había sido transmitida a través de los hombres del barracón 107. Sabía que en cuanto amaneciera se propagaría más allá. A las pocas horas se habría extendido por todo el campo de prisioneros y, posiblemente, si los hombres que iban a fugarse tenían suerte, ellos mismos llevarían consigo esas palabras para transmitirlas cuando alcanzaran la libertad. Era un peso que el comandante Clark, el coronel MacNamara, el capitán Walker Townsend y todos los hombres que trataban de acorralarlo y colocarlo frente a un pelotón de fusilamiento no serían capaces de levantar. El peso de la inocencia.
Scott respiró hondo y contempló el agujero en el suelo. Ahora que la verdad había salido a la superficie, pensó Lincoln Scott, no tardaría en aparecer Tommy Hart.
Pero en lugar de la larguirucha figura del estudiante de derecho de Vermont, por el túnel se deslizó otro mensaje en respuesta al primero. Nicholas Fenelli, con los ojos brillantes y la voz ronca de la emoción, miró a Scott y murmuró:
– ¡Han terminado! ¡Vamos a salir!
Tommy Hart se sostenía precariamente sobre el peldaño superior de la escalera, con el rostro vuelto hacia el orificio de quince centímetros de diámetro excavado en el techo de tierra, aspirando el vino embriagador del aire nocturno que penetraba en el túnel. En la mano derecha sostenía el pico. A sus pies, Murphy y el director de la banda de jazz se limpiaban febrilmente la tierra de la cara con un pequeño trapo, al tiempo que se apresuraban a vestirse con la ropa de fuga.
El director de la banda -músico, asesino y rey del túnel- no pudo resistirse a formular en voz alta una pregunta:
– ¿A qué huele, Hart?
Tras vacilar unos segundos, Tommy respondió en un susurro:
– A gloria.
Él también estaba cubierto de tierra y sudor después de haber excavado. Durante los últimos diez minutos había sustituido a los otros dos, que habían hecho una pausa, extenuados por el esfuerzo. Pero Tommy sentía renovadas fuerzas. Había excavado con furiosa energía, desprendiendo la tierra con el pico hasta arrancar un pedazo cubierto de hierba.
Siguió respirando profundamente. El aire era tan puro que creyó que iba a perder el sentido.
– ¡Baja de una vez, Hart! -dijo el director de la banda.
Tommy aspiró una larga bocanada de aire nocturno y volvió a bajar a regañadientes. Miró a los otros. A la luz de la única vela que ardía, vio que tenían el rostro arrebolado por la emoción. Parecía como si en aquel momento, el ansia de alcanzar la libertad fuera tan poderosa que superara todas las dudas y los temores sobre lo que las próximas horas les tenían reservado.
– De acuerdo, Hart, esto es lo que haremos. Sujetaré una cuerda en la parte superior de la escalera y la ataré a un árbol cercano. Tú montarás guardia junto al árbol. Cada kriegie aguardará en la cima de la escalera una señal, dos rápidos tirones de la cuerda, que le indicará que no hay moros en la costa. Procura que salga un hombre cada dos o tres minutos. Ni más rápido ni más despacio. Así evitaremos llamar la atención y con suerte nos ajustaremos al horario previsto. Cuando salgan, ellos ya saben lo que tienen que hacer. Una vez que hayan salido todos, tú puedes bajar de nuevo por el túnel y regresar al recinto.
– ¿Por qué no puedo esperar aquí?
– No hay tiempo, Hart. Esos hombres deben conseguir la libertad y tú serías literalmente un escollo.
Tommy asintió con la cabeza, comprendiendo que lo que decía el director de la banda era sensato. El músico le tendió la mano.
– Si quieres puedes localizarme en el French Quarter, Hart.
Tommy bajó la vista y contempló la cabeza del hombre. Lo imaginó asiendo a Trader Vic por el cuello. También pensó que hacía sólo unos minutos, esa misma mano había tratado de matarlo. Entre el calor, la suciedad y el temor que envolvía a todos los que aguardaban dentro del túnel, todo había cambiado de repente. Tommy estrechó la mano del director de la banda. Este sonrió, mostrando su blanca dentadura en la oscuridad.
– También acertaste en otra cosa, Hart. Soy zurdo.
– Eres un asesino -dijo Tommy impávido.
– Todos somos asesinos -replicó el hombre.
Tommy negó con la cabeza, pero el músico rió.
– Lo somos, sí, pese a lo que digas. Quizá no volvamos a serlo, cuando esto haya acabado y nos sentemos junto al hogar, haciéndonos viejos y contando anécdotas de esta guerra. Pero ahora mismo, aquí, todos somos asesinos. Tú, yo, Murphy, también Scott, MacNamara, Clark, todos, incluso Trader Vic. Puede que él fuera el peor de todos, porque acabó asesinando, aunque por error, con el único fin de hacer que su miserable vida fuera más cómoda.
El músico meneó la cabeza.
– No es un buen lugar para morir, ¿no crees? -Luego miró a Tommy, que seguía sosteniendo el pico-. ¿Crees, amigo Tommy, que la verdad sobre este asunto saldrá alguna vez a la luz del día? -Antes de que Tommy pudiera responder, el músico movió la cabeza en sentido negativo-. No lo creo, Tommy Hart. No creo que al ejército le apetezca la idea de contar al mundo que algunos de sus mejores héroes eran también unos excelentes asesinos. No señor. No creo que estén ansiosos por contar esta historia.
Tommy tragó saliva.
– Suerte -dijo-. Nueva Orleans. Iré a verte algún día.
– Te invitaré a una copa -respondió el director de la banda-. Si logramos regresar a casa sanos y salvos, te invitaré a una docena de copas. Brindaremos por la verdad y por el hecho de que no sirve de nada.
– No estoy de acuerdo -replicó Tommy.
El músico emitió una última carcajada, se encogió de hombros y subió la escalera. En la mano sostenía una cuerda larga y delgada. Tommy le vio asegurarla al peldaño superior. Después arrancó otros pedazos de tierra, que cayeron sobre Tommy, quien pestañeó y apartó la cabeza. El músico se detuvo y apagó la última vela de un soplo. Acto seguido se escurrió por el agujero en la tierra, súbitamente bañado en el tenue resplandor de la luna, y desapareció.
Murphy soltó un gruñido. No tenía ganas de cambiar frases amables con Tommy. Se levantó y siguió al director de orquesta escalera arriba. A su espalda, Tommy oyó a Número Tres avanzando por el túnel como un exaltado cangrejo moviéndose a través de la arena. Tommy observó que Murphy agitaba las piernas unos instantes, tratando de hallar un punto de apoyo en la tierra que se desmoronaba junto a la salida del túnel. Luego Tommy subió por la escalera.
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