John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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– No sé cómo te llamas -dijo Tommy.

Durante unos momentos el director de orquesta empuñó el pico como si fuera a golpear a Tommy.

– No quiero que lo sepas -repuso. Luego sonrió-. Tienes mucha fe, Hart, hay que reconocerlo. No una fe religiosa, pero fe al fin y al cabo. Ahora bien, en cuanto a la pequeña conversación que hemos mantenido esta noche aquí…

Tommy se encogió de hombros.

– Puede clasificarse de confidencial entre abogado y cliente. No sé exactamente cómo, pero si alguien me lo pregunta, eso es lo que responderé.

El director de la banda asintió.

– Deberías ser músico, Tommy. Afinas muy bien.

Tommy lo interpretó como un cumplido. Luego señaló el techo y dijo:

– Ésta es tu oportunidad.

– A partir de ahora las cosas no van a ser tan sencillas para ti, Tommy -respondió el director de la banda sonriendo de nuevo-. Este pequeño malentendido nos ha causado un importante retraso. En primer lugar, yo te he hecho un favor, Tommy, he corrido ese riesgo. Ahora tú tienes que hacerme un favor a mí. Arriesgarte no sólo por mí, sino por todos los kriegies que aguardan en este maldito túnel y sueñan con regresar a sus casas. Tienes que ayudarnos a salir de aquí.

19

La fuga

Visser indicó a Hugh que se sentara en una silla con respaldo situada junto a su escritorio del despacho administrativo. El alemán observó con atención al canadiense mientras se dirigía hacia la silla, calibrando la dificultad que tenía para poner un pie delante del otro. Hugh se dejó caer en la rígida silla, acalorado por el esfuerzo, con la frente y el torso empapados de sudor. Mantuvo la boca cerrada mientras el oficial alemán encendía sin prisas su cigarrillo y se repantigaba en el asiento, dejando que el humo gris dibujara espirales en torno a ellos.

– Qué descortés soy -dijo Visser suavemente-. Por favor, señor Renaday, tome uno si lo desea -añadió señalando con su única mano la pitillera que reposaba sobre la mesa entre los dos hombres.

– Gracias -respondió Hugh-, pero prefiero los míos. -Metió la mano en el bolsillo de la pechera y sacó un arrugado paquete de Players. El alemán guardó silencio mientras Hugh extraía con cuidado un cigarrillo y lo encendía. Tras dar una calada, se reclinó ligeramente en la silla. Visser sonrió.

– Celebro que nos comportemos como hombres civilizados -dijo-, pese a lo intempestivo de la hora.

Hugh no respondió.

– Así pues -continuó el alemán con tono sosegado, casi jovial-, espero que, como hombre civilizado que es, me explique qué hacía fuera de su barracón, señor Renaday. Arrastrándose por el límite del campo de revista. En una postura muy poco digna. ¿Qué motivo le llevó a hacerlo, teniente?

Hugh dio otra larga calada a su cigarrillo.

– Bien -contestó midiendo con cuidado sus palabras-, tal como le dije al guardia que me arrestó, salí para tomar un poco de este grato aire nocturno alemán.

Visser sonrió, como si apreciara la ironía. Sin embargo, no era el tipo de sonrisa que indicaba que la broma le había hecho gracia. Hugh experimentó entonces la primera punzada de temor.

– Ah, señor Renaday, como muchos de sus compatriotas, y los hombres junto a los que combaten, pretende tomarse a broma una situación que le aseguro que es muy peligrosa. Vuelvo a preguntárselo: ¿qué hacía fuera del barracón después de que se apagaran las luces?

– El motivo no le incumbe -respondió el otro con frialdad.

Visser no dejaba de sonreír, aunque parecía como si ese gesto le exigiera un mayor esfuerzo del que él consideraba necesario.

– Sin embargo, teniente, todo lo que ocurre en nuestro campo me incumbe. Usted lo sabe, pero sigue negándose a responder a mi sencilla pregunta.

Esta vez, Visser subrayó cada palabra de la pregunta con un golpecito de su dedo índice sobre la mesa.

– ¡Haga el favor de responder a mi pregunta sin más dilación, teniente! -estalló.

Hugh negó con la cabeza.

Visser titubeó, sin apartar la vista de Renaday.

– ¿Le parece ilógico que se lo pregunte? No creo que se dé cuenta de lo comprometida que es su situación, teniente.

Hugh guardó silencio.

La sonrisa del alemán se disipó. Su rostro presentaba un aspecto extraño, chato y colérico motivado por la crispación de su mandíbula, la dureza de su mirada y el descenso de las comisuras. Las cicatrices de sus mejillas parecían asimismo más pálidas. Meneó la cabeza adelante y atrás una vez; luego, lentamente, sin moverse de la silla, se llevó la mano a la cintura y, con terrorífica lentitud, desabrochó el estuche que llevaba y extrajo de él un voluminoso revólver de acero negro. Lo sostuvo en alto durante un momento, tras lo cual lo depositó en la mesa frente a Renaday.

– ¿Conoce usted esta arma, teniente?

Hugh negó con la cabeza.

– Es un revólver Mauser del calibre treinta y ocho. Es un arma muy potente, señor Renaday. Tan potente como los revólveres Smith and Wesson que llevan los policías de Estados Unidos. Es notablemente más potente que los revólveres Webbly-Vickers que portan los pilotos británicos al lanzarse en paracaídas. No es un arma de uso habitual entre los oficiales del Reich, teniente. Por lo general los hombres como yo portamos una Luger semiautomática. Se trata de un arma muy eficaz, pero requiere dos manos para amartillarla y dispararla, y yo, desgraciadamente, sólo tengo una. De modo que tengo que usar el Mauser, que es más pesado y engorroso. ¿Sabe usted, teniente, que un solo disparo de esta arma le vuela a uno buena parte de la cara, gran parte de la cabeza y la mayor parte de los sesos?

Hugh observó detenidamente el cañón negro. El revólver permaneció sobre la mesa, pero Visser lo giró de forma que apuntara al canadiense. Hugh asintió con la cabeza.

– Bien -dijo Visser-. Espero que eso le induzca a responder a mi pregunta. Se lo pregunto una vez más: ¿qué hacía fuera de su barracón?

– Turismo -repuso Hugh fríamente.

El alemán emitió una seca carcajada. Visser miró a Fritz Número Uno, que se hallaba en un rincón de la habitación, en las sombras.

– El señor Renaday se hace el idiota, cabo. Pero ya veremos quién ríe último. No parece comprender que tengo todo el derecho de matarlo de un tiro aquí mismo. O si prefiriera no ensuciar mi despacho, ordenaría que se lo llevaran de aquí y lo mataría fuera. Ha violado una clara norma del campo, y el castigo es la muerte. La vida de este señor pende de un hilo, cabo, y sin embargo pretende jugar con nosotros.

Fritz Número Uno no respondió, aparte de asentir con la cabeza y cuadrarse. Visser se volvió de nuevo hacia Hugh.

– Si envío a un pelotón a despertar a todo el contingente de prisioneros del barracón 101, ¿encontraría yo entre ellos a su amigo el señor Hart? ¿O al teniente Scott? ¿Su salida esta noche del barracón está relacionada con el juicio por asesinato?

Visser alzó la mano.

– No tiene que responder a eso, teniente -agregó-, porque ya conozco la respuesta. Sí, lo está. ¿Pero en qué sentido?

Hugh volvió a menear la cabeza.

– Me llamo Hugh Renaday. Soy teniente de aviación. Mi número de identificación es el 472 guión 6712. Profeso la religión protestante. Creo que es toda la información que estoy obligado a facilitar en esta u otra circunstancia, Herr Hauptmann.

Visser se reclinó en su silla, fulminándole con la mirada. Pero las palabras que pronunció lentamente en respuesta eran gélidas y traslucían una paciente y siniestra amenaza.

– He notado que al entrar cojeaba, teniente. ¿Se ha lastimado?

Hugh negó con la cabeza.

– No me pasa nada.

– ¿Entonces por qué le cuesta caminar?

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