John Katzenbach - La Guerra De Hart

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El coronel William McNamara, que pertenece a la cuarta generación de una familia de héroes de guerra, es apresado por los alemanes y recluido en un brutal campo de prisioneros durante la II Guerra Mundial. Como es el oficial estadounidense de mayor rango, toma el mando de sus compañeros internos y consigue mantener vivo el sentido del honor, pese a encontrarse permanentemente vigilado por el avieso mayor de las SS Wilhelm Visser. Sin renunciar nunca a la lucha para ganar la guerra, McNamara planea silenciosamente una estrategia ofensiva para devolver el golpe al enemigo en el momento oportuno. Un asesinato le dará la ocasión de poner en marcha un arriesgado plan, con la ayuda del joven teniente Tommy Hart.

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Al llegar arriba, asió la cuerda. Sintió dos breves tirones y sin pensárselo dos veces salió del agujero lo más rápidamente posible. Apenas reparó en que, de pronto, se hallaba fuera del túnel y corría a través del suelo tapizado de musgo y agujas de pino del bosque. Sintió que lo envolvía una ráfaga de aire frío, que cayó sobre él como una ducha en un día caluroso. Siguió adelante, sosteniendo la cuerda en las manos, hasta alcanzar el tronco de un gigantesco abeto. Habían asegurado la cuerda a él, a unos diez metros del agujero en el suelo. Tommy se apoyó en el árbol. Oyó unos crujidos entre los matorrales y dedujo que era el ruido que hacían Murphy y el director de la banda al avanzar a través de la frondosa vegetación, dirigiéndose hacia la carretera que conducía a la ciudad. Durante unos segundos el sonido se le antojó un ruido inmenso, estrepitoso, destinado a atraer todos los reflectores, todos los guardias y todos los fusiles hacia ellos. Tommy se apretó contra el árbol, aguzando el oído, dejando que el silencio cayera sobre el mundo.

Luego cobró aliento y dio media vuelta.

El túnel desembocaba dentro del oscuro límite del bosque. Los muros de alambre de espino relucían a unos cincuenta metros de distancia. La torre de vigilancia equipada con una ametralladora más próxima se hallaba unos treinta metros más allá, hacia el centro del campo y orientada hacia el interior de éste. Los gorilas estarían de espalda al trayecto de fuga. Asimismo, cualquier Hundführer que patrullara por el perímetro miraría en la dirección opuesta. Los ingenieros del túnel habían calculado minuciosamente las distancias y habían hecho un excelente trabajo.

Durante unos momentos, Tommy se sintió aturdido al percatarse de dónde se hallaba. Más allá de la alambrada. Más allá de los reflectores. Detrás del punto de mira de la ametralladora. Alzó la vista y a través de las hojas que cubrían las ramas del árbol contempló las últimas estrellas nocturnas pestañeando en el vasto firmamento. Durante un segundo, tuvo la sensación de formar parte de esa distancia, de esos millones de kilómetros sumidos en la oscuridad.

«Soy libre», pensó.

Estuvo a punto de romper a reír. Se restregó contra el tronco del árbol, abrazándose el torso, como para contener la excitación que estaba a punto de estallar en su pecho.

Luego se concentró en la tarea que le aguardaba. Un rápido vistazo al reloj que Lydia había colocado en su muñeca hacía muchos años le indicó que comenzaría a clarear dentro de poco; no habría tiempo para que los setenta y cinco hombres salieran del túnel. No podrían salir al ritmo de uno cada tres minutos. Tommy miró rápidamente a su alrededor, escudriñando la oscuridad, y comprobó que estaba solo. Dio dos rápidos tirones a la cuerda. Al cabo de unos segundos vio la vaga silueta de Número Tres salir a toda prisa del túnel.

Los dos guardias que habían acompañado a Hugh desde el campo de revista hasta el barracón del alto mando estaban sentados en los escalones de madera, fumando la amarga ración de cigarrillos alemanes y quejándose de que debieron haber registrado al canadiense y arrebatarle sus Players antes de conducirlo a las oficinas. Ambos se levantaron a toda prisa cuando Fritz Número Uno salió por la puerta, colocándose en posición de firmes y arrojando sus cigarrillos encendidos en la oscuridad.

Fritz miró hacia atrás, para cerciorarse de que el Hauptmann Visser no le había seguido hasta el recinto. Luego habló con tono apresurado y seco a los dos soldados rasos.

– Tú -dijo señalando al hombre de la derecha-, entra inmediatamente y vigila al prisionero. El Hauptmann Visser ha ordenado su ejecución, y debéis evitar que se escape.

El guardia dio un taconazo y saludó.

– Jawohl! -respondió con tono enérgico. El guardia asió su arma y se dirigió a la entrada de las oficinas.

– En cuanto a ti -dijo Fritz, hablando suavemente y con cautela-, quiero que obedezcas estas órdenes al pie de la letra.

El segundo guardia asintió con la cabeza, dispuesto a prestar atención.

– El Hauptmann Visser ha ordenado la ejecución del oficial canadiense. Debes dirigirte de inmediato al barracón de los guardias en busca del Feldwebel Voeller. Esta noche está de servicio. Comunícale las órdenes del Hauptmann y pídele que reúna en seguida a un pelotón de fusilamiento y lo traiga aquí en el acto.

El hombre volvió a asentir. Fritz respiró hondo. Tenía la garganta pastosa y seca; comprendió que pisaba un terreno tan peligroso como el que había pisado anoche Hugh Renaday.

– En el barracón de los guardias hay un teléfono de campo. Di a Voeller que es indispensable que reciba cuanto antes confirmación de esta orden del comandante Von Reiter. Así, llegará aquí con el pelotón de fusilamiento antes de que los prisioneros se hayan despertado. Todo esto debe llevarse a cabo con extrema rapidez, ¿entendido?

El soldado se cuadró.

– Confirmación del comandante…

– Aunque haya que despertarlo en su casa… -le interrumpió Fritz.

– Y regresar con el pelotón de fusilamiento. ¡A la orden, cabo!

Fritz Número Uno asintió lentamente e indicó con un gesto al guardia que podía retirarse. El hombre dio media vuelta y se alejó a la carrera por el polvoriento camino del campo hacia el barracón de los guardias. Fritz confiaba en que el teléfono del barracón funcionara. Tenía la mala costumbre de averiarse cada dos por tres. Tragó saliva no sin cierto esfuerzo. No estaba seguro de que Von Reiter confirmara la orden de Visser. Sólo sabía que alguien iba a morir esa noche.

Fritz Número Uno oyó a su espalda una puerta que se abría y las pisadas de unas botas sobre las tablas. Al volverse vio al Hauptmann Visser salir de las oficinas. El hurón se cuadró.

– ¡He transmitido sus órdenes, Herr Hauptmann ! Un soldado ha ido en busca del Feldwebel Voeller y un pelotón de fusilamiento.

Visser emitió un gruñido a modo de respuesta y devolvió el saludo. Bajó los escalones, alzó la vista al cielo y sonrió.

– El oficial canadiense tenía razón. Hace una noche espléndida, ¿no cree, cabo?

– Sí señor -respondió Fritz Número Uno.

– Lo sería para muchas cosas. -Visser se detuvo-. ¿Tiene usted una linterna, cabo?

– Sí señor.

– Démela.

Fritz Número Uno le entregó la linterna.

– Creo -comentó Visser con los ojos fijos en el oscuro cielo, antes de bajarlos y recorrer con ellos toda la explanada del campo y la alambrada que relucía bajo las luces distantes-, que daré un pequeño paseo. Para gozar de esta hermosa noche, como ha sugerido tan oportunamente el teniente de aviación. -Visser encendió la linterna. Su haz de luz iluminó el polvoriento suelo a unos pocos pasos frente a él-. Encárguese de que mis órdenes se cumplen sin dilación alguna -dijo.

Luego, sin volverse, echó a andar con paso rápido y decidido hacia la línea de árboles que se divisaba al otro lado del campo de prisioneros.

Fritz Número Uno le observó durante unos minutos, a solas en la oscuridad frente al edificio de administración. Estaba en un compromiso, entre obedecer órdenes o cumplir con su deber. Sabía que al comandante, que era su gran benefactor, no le gustaba que Visser hiciera cosas bajo mano. Fritz pensó que no dejaba de ser irónico que su obligación en el campo le exigiera espiar a dos clases de enemigos.

Dejó que el Hauptmann se adelantara un par de minutos. Hasta alcanzar un punto donde la débil luz de la linterna que el oficial sostenía con su única mano casi desapareció en la lejana oscuridad. Entonces Fritz Número Uno se alejó de la fachada del edificio, caminando rápidamente a través de las sombras, y le siguió.

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