La noble profesión del periodismo ha pasado por baches importantes estos últimos años, debido sobre todo a escándalos de plagio que sin embargo no han logrado desacreditar a todo el oficio, a los profesionales honestos y esforzados que se ganan la vida con la conciencia limpia y que han conseguido capear el temporal del pasado reciente.
Pero, al mismo tiempo, los medios glorifican a esos presuntos villanos abriéndoles el camino hacia la fama y el dinero que tanto ansían, pese a trabajar en un oficio en el que los más nobles redactores no ambicionan ninguna de esas cosas. Varios de esos forajidos literarios han vendido sus libros por cientos de miles de dólares a las pocas semanas de producirse el escándalo, y hasta se han hecho películas sobre sus desmanes, que han hecho correr más tinta que muchas barbaridades cometidas en tiempos de guerra.
Cabría decir que no sabemos cuáles son nuestras prioridades. Que fomentamos esta cultura.
Con un poco de suerte, una vez desenterrado este sórdido asunto, podremos volver a curar esa fisura.
Los que conocíamos a Henry Parker apenas podemos creer que esto haya pasado. Sin embargo, no debería sorprendernos que el salto evolutivo del delito periodístico haya alcanzado por fin un precedente fatal. Sólo podemos confiar en que esta tragedia, que tiene en vilo a toda una ciudad (no, a todo un país), se resuelva rápidamente. Sólo podemos culpar a Henry Parker hasta cierto punto.
Mientras los medios de comunicación y su público entregado sigan deificando a los periodistas, coronándolos con la misma aureola de fama que rodea a quienes se dedican a otras formas de entretenimiento, no debería extrañarnos que los delitos de esos otros ámbitos contaminen este mundo.
Así pues, me veo obligada a hacerme una pregunta, una pregunta que asalta el corazón mismo y el alma de esta nación, y las noticias que conforman su espíritu: ¿estaba ese gen violento imbricado en el ADN de Henry Parker en el momento de su nacimiento, o ha sido este mundo el que ha vuelto malo a un hombre bueno?
Solté el periódico. De pronto estaba frío, mareado. Amanda tomó el periódico y leyó la columna de Paulina. Luego lo arrugó y lo tiró al pasillo. Me dolía la cabeza. Tuve que hacer un esfuerzo por contener la tristeza que llenaba mi pecho como una bola de plomo.
– No hagas caso -dijo ella-. Tú sabes la verdad. Y yo también. Y pronto la sabrá todo el mundo.
– No es eso -dije con voz débil-. Estas cosas no se van así como así. Yo trabajaba con Paulina. No me trago ese rollo de «yo contra todos». Está intentando labrarse un nombre con este embrollo y finge estar haciendo algo noble.
– Y ahora mismo no puedes hacer nada al respecto. Así que no malgastes energías.
– Lo sé -dije-. Es sólo que… Se trata de mi vida. ¿Cómo voy a volver allí después de esto?
– Encontraremos un modo -dijo Amanda-. Ahora mismo, la gente necesita héroes. No se dan cuenta de que, cuando todo esto acabe, el héroe serás tú, no Paulina.
No pude menos que sonreírle.
– No tienes ni idea de lo graciosa que estás -susurré.
– Mira quién habla. Tú sabes que el punk pasó de moda cuando nosotros estábamos en el instituto -dijo.
– Me sentiría ofendido si no supiera que estas cosas las elegiste tú -miré el cuaderno de espiral que sobresalía de la riñonera-. Oye, ¿puedo hacerte una pregunta personal?
– Claro -contestó. Pero tenía una mirada indecisa.
– ¿Por qué escribes lo que haces en esos cuadernos?
Amanda me miró un momento, nuestros ojos se encontraron. Luego apartó la mirada.
– ¿Por qué quieres saberlo?
Me quedé callado un momento mientras pasaba una pareja mayor, mirándonos como si nuestra sola existencia perturbara su mundo apacible.
– Cuando estuvimos en tu casa -dije-, entré en tu cuarto pensando que estabas en la ducha. Vi el baúl que había debajo de la cama y… no sé. No pude remediarlo. Los leí. Leí sobre esas personas con las que te cruzas, todo lo que escribes sobre ellas.
– Los leíste -dijo en tono de afirmación, más que de pregunta.
Asentí con la cabeza. La mala conciencia me quemaba como un ascua. Dije:
– Me moría de curiosidad. Lo siento mucho. Pero necesito saberlo.
No dijo nada, estaba pensando en otra cosa. Me quedé callado, intentando encontrar qué decir.
– He conocido a todo tipo de periodistas, desde gente que lleva archivos detallados a gente que asegura tener un dictáfono en la cabeza. Pero nunca había visto nada parecido. ¿Por qué escribes sobre todas las personas con las que te encuentras?
Amanda cambió de postura, se puso a mirar por la ventanilla. Las carreteras pasaban a toda velocidad. Tantos kilómetros recorridos, sin observar ninguno. Una sola lágrima escapó de sus ojos. Se apresuró a limpiarla.
– Mis padres murieron en un accidente de tráfico cuando yo tenía cinco años. Lo tienes todo en esta vida y un segundo después el mundo tal y como lo conoces deja de existir. Los servicios sociales me llevaron de orfanato en orfanato. Yo estaba todavía traumatizada. A los cinco años no te explicas la muerte, así que durante años estuve pensando que mis padres se habían tomado unas largas vacaciones. No sé por cuántos orfanatos pasé, perdí la cuenta después de los primeros cuatro o cinco. Luego, cuando acababa de cumplir once años, me adoptaron Larry y Harriet Stein.
Me quedé boquiabierto, pero no dije nada. Amanda seguía mirando por la ventanilla.
– La mayoría de los huérfanos se sienten felices cuando por fin encuentran un hogar. Pero a mí, cuando me adoptaron, se me vino todo encima por fin. Fue como si alguien me diera una bofetada y dijera: «Eh, que tus padres no van a volver».
– Lo siento.
No pareció oírme.
– Mientras estuve en esos sitios horribles, veía a las parejas llevarse a los niños uno tras otro a sus casas. Mis amigos desaparecían como si nunca los hubiera conocido. Mis padres habían muerto y nadie me quería. Era como una niña que alguien deja en la parada del autobús y a la que nadie se molesta en buscar. No podía hacer amigos porque al final todos me dejaban.
– No entiendo -dije suavemente-. ¿Por qué los cuadernos?
Amanda se recostó, apoyó la cabeza contra el asiento. Cerró los ojos y casi pude ver cómo la atravesaba el dolor mientras evocaba aquellos penosos recuerdos.
– Nadie me quería, nadie se quedaba conmigo -una gruesa lágrima resbaló por su mejilla. Fue a limpiársela, pero la agarré suavemente de la mano y dejé que la lágrima cayera.
Ella tenía los ojos tan grandes, tan abiertos, que me dieron ganas de saltar a ellos, de verlo todo desde allí dentro.
– Llegué a la conclusión de que, si todo el mundo acababa dejándome, tenía que hacer algo para que se quedaran conmigo. Y como no podía hacer que se quedaran físicamente, quería recordarlos. Así que allá donde iba llevaba un cuaderno. Cuando conocía a alguien, aunque sólo fuera unos segundos, escribía sobre esa persona. Cuando mis amigos me dejaban, abría un cuaderno y leía mis recuerdos de ellos. Pero lo peor fue que, con el tiempo, empecé a juzgar a la gente por esos pequeños detalles. Por cómo se daba la mano una pareja. Por cómo hablaba un padre a su hijo. Por cómo sostenía alguien la cuchara de la sopa. Cada detalle simbolizaba una vida entera. Y eso era mucho más fácil de entender para mí.
Se volvió en el asiento para mirarme de frente.
– Somos muy parecidos, tú y yo -dijo-. Los dos intentamos ver lo que hay bajo la superficie basándonos en lo poco que podemos discernir de ella. Sólo que tú profundizas más. Yo lo dejo correr. Para mí siempre ha sido más fácil así. Pero tú traspasas la epidermis.
El tren se sacudió y me agarré al reposabrazos. Amanda se volvió hacia la ventanilla. No tenía nada más que decir.
Читать дальше