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Matthew Pearl: El Último Dickens

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Matthew Pearl El Último Dickens

El Último Dickens: краткое содержание, описание и аннотация

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Un apasionante y vertiginoso thriller que reabre uno de los más grandes enigmas literarios de la historia. ¿Qué ocurrió con la novela inconclusa de Charles Dickens? ¿Hubo alguna relación entre la repentina muerte del escritor más admirado en vida, y esta misteriosa obra cuya sola mención deja un rastro de cadáveres en tres continentes? Una brillante y adictiva trama que mezcla el tráfico del opio y la literatura, el efervescente Boston de fines del siglo XIX, el Londres victoriano y la India colonial. Dejará sin aliento a la cada vez mayor legión de seguidores del maestro de la novela histórica de intriga, y atrapará desde la primera página a los nuevos lectores. «Matthew Pearl es la nueva estrella deslumbrante de la ficción literaria. Un autor superdotado.» DAN BROWN «Brillante y erudito.» The New York Times «Irresistible… Admirable.» The Observer

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– Espero compartir con nuestros lectores las últimas noticias sobre su empresa y la del señor Fields, señor Osgood -dijo Leypoldt.

– Últimamente la empresa está recibiendo unas críticas de primera por parte de todos -declaró Osgood con un aire más de humilde agradecimiento que de orgullo.

El visitante le interrogó.

– ¿Sus futuras publicaciones? Muy bien, muy buenas. ¿Número de libros publicados este año hasta la fecha? Ya, ya, muy bien. ¿Número de empleados en la actualidad? Muy bien. Veo que tiene muchas asistentes de sexo femenino.

– Las cosas han cambiado muy rápidamente -dijo Osgood.

– Tiene usted toda la razón, ¡cómo están cambiando las cosas en nuestro sector, señor Osgood! Yo he llegado incluso a considerar un cambio de título en nuestra revista. Con el fin de que refleje más la concentración del gremio.

La revista del visitante se llamaba en aquel momento Hoja gremial y boletín de editores: un medio especial de intercomunicación para editores, productores, importadores y comerciantes de libros, papelería, música, imprenta y material diverso de venta en tiendas de libros, papelería, música e imprenta .

– En una palabra, queremos algo que resulte fácil de recordar a los lectores de todo el país. Esto es lo que estoy pensando -Leypoldt escribió-: Semanario gremial de editores .

Osgood dijo diplomáticamente:

– Nuestra empresa mantendrá la suscripción con cualquier título que usted decida.

– Muchas gracias, señor Osgood -una pausa indicó que Leypoldt pasaba ya al verdadero tema de su interrogatorio-. Muchos de los profesionales que leen nuestros artículos se preguntan, señor Osgood, cómo va a rivalizar usted con tantos grandes editores de Nueva York. Y con tantas reediciones baratas de libros en inglés que amenazan las que su empresa publica.

– Vamos a elegir los autores de mayor calidad, a imprimir los libros mejores y a no reducir nuestro nivel por debajo del que le ha traído a usted aquí, señor Leypoldt -dijo Osgood con seriedad-. Confío plenamente en que tendremos éxito si nos atenemos a estos principios.

El reportero visitante dudó un momento.

– Señor Osgood, me gustaría que nuestra revista no sólo informara de la publicación de libros, sino, en una palabra, de la propia historia de la edición, de su flujo sanguíneo, de su alma si lo prefiere. Fomentar la cooperación dentro de la profesión y esclarecer por qué los de nuestro oficio deciden seguir esta vocación. ¿Por qué no somos herreros o políticos, por ejemplo? Si usted hubiera tenido esta experiencia, estaría encantado de contarla en mi columna.

– Fue leyendo Walden cuando supe que quería ser editor -dijo Osgood-. ¡No es que quisiera vivir como un ermitaño en el bosque, cuidado! Pero me di cuenta de que, más allá de las insólitas visiones de ese extraño espíritu, Thoreau, existía otra persona, lejos de sus bosques, que se tomaba la molestia de asegurarse de que todas las personas de América tuvieran la oportunidad de leer su obra si así lo deseaban. Alguien que no lo hacía por ganar una notoriedad inmediata, sino porque era importante. Escribí una carta al señor Fields y le pedí una oportunidad para aprender de él trabajando como aprendiz.

– Y ahora, ya hecho un hombre, ¿qué es lo que espera encontrar?

Osgood estaba meditando la respuesta muy seriamente cuando le interrumpió la entrada de su asistente. La joven mujer, cuyo precioso rostro estaba enmarcado por un pelo negro azabache, saludó a ambos hombres con una inclinación de la cabeza, como si admitiera que su interrupción era inoportuna. Se acercó al escritorio con paso confiado y susurró unas palabras.

Osgood escuchó atentamente antes de dirigirse a su visitante con expresión de disculpa.

– Señor Leypoldt, ¿sería usted tan amable de perdonarme? Me temo que ha surgido algo y tendremos que continuar esta entrevista en otra ocasión -una vez que el reportero hubo abandonado la estancia, Osgood, dando vueltas a su pluma entre los dedos pulgar e índice, se dijo para sí-: ¿Ha venido un policía?

Su asistente, Rebecca Sand, habló en voz baja, como si pudieran escucharla:

– Sí, señor Osgood. El agente quiere hablar en privado con uno de los socios y el señor Fields sigue fuera. No ha querido decirme de qué se trata.

Osgood asintió.

– Pues hágale pasar, señorita Sand.

– Señor Osgood, no he sido clara -dijo Rebecca-. El agente ha dicho que esperaría fuera.

Osgood se frotó la nuca con una mano y pensó que era extraño. También apreció una sombra de duda en el rostro habitualmente estoico de Rebecca, pero no podía detenerse a pensarlo en ese momento. James Osgood siempre estaba dispuesto a pasar al siguiente problema.

El policía le esperaba en la puerta de la calle junto al vendedor de cacahuetes, que aprovechaba la ocasión para quejarse de la banda de músicos callejeros que le espantaban los clientes pidiéndoles dinero. Osgood se presentó.

– ¿Es usted ése? -dijo el policía.

– ¿Perdón, agente? -respondió Osgood.

– ¿El Osgood de ahí arriba? -preguntó el agente echando una mirada fugaz a la placa que se veía en la entrada del edificio de tres pisos del 124 de Tremont Street: FIELDS, OSGOOD & CO.

– Sí, señor -dijo Osgood-. James Ripley Osgood.

– Todo eso no importa -el policía sacudió la cabeza inflexible-. Ripley lo-que-sea. Supongo que esperaba que un socio de su empresa fuera, a ver… un caballero algo… -era evidente que estaba buscando la palabra más delicada sin dejar de ser acertada-. ¡Algo mayor, quizá!

James Osgood, un hombre con buen tipo que aún no había cumplido los treinta y cinco años y que no aparentaba treinta, incluso con su bien perfilado bigote, estaba acostumbrado a que le pasara esto. Sonrió abiertamente y le entregó un libro al policía.

– Por favor, agente Carlton, acepte este regalo. Uno de los mejores que han salido de nuestra imprenta el año pasado.

El socio principal de la empresa, J. T. Fields, había enseñado a Osgood que, fueran cuales fueran las circunstancias, regalar un libro (un gesto bastante poco gravoso para un editor) mejoraba el humor del más triste de los sujetos. Independientemente de qué volumen se tratara, el ejemplar era sopesado, la portada analizada con agradable sorpresa y finalmente apreciado por el receptor como muy provechoso para sus intereses. Como tenía que ser, el agente sopesó el libro que le había dado Osgood y estudió el título. Un viaje a Brasil , por el profesor Agassiz y señora.

– ¡Le he comentado muchas veces a mi mujer lo que me gustaría ir a Brasil! -exclamó el agente. Luego, con expresión de asombro, levantó la mirada y dijo-: Señor, ¿cómo es que conoce mi nombre?

– Hace algunos años vino usted a nuestra empresa por un incidente sin importancia.

– Sí, sí. Pero ¿dice usted que entonces nos conocimos?

– Así es, agente Carlton.

– Bueno -dijo el policía con rotundidad-, entonces debe de haberse cambiado la forma del bigote.

En realidad Osgood no había cambiado ni un pelo desde los veinte años, pero le dio la razón incondicionalmente con su apreciación antes de preguntarle qué le había llevado hasta su empresa.

– No es mi intención sobresaltar a nadie, señor Osgood -explicó el policía adoptando una actitud sombría-. Le he pedido que bajara porque no quería asustar a esa chica… Me refiero a la jovencita que trabaja junto a la puerta de su despacho.

– Creo que descubrirá que la señorita Rebecca Sand no se asusta fácilmente -dijo Osgood.

– ¿Es eso cierto? ¡Bendita sea! Aprecio ese tipo de fortaleza de carácter, incluso en una mujer. Sólo espero que usted demuestre ser igual de fuerte.

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