Matthew Pearl - El Club Dante

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Boston, 1865. Importantes personalidades están siendo brutalmente asesinadas por un criminal inspirado en los tormentos del Infierno de Dante. Sólo los miembros del club Dante -poetas y profesores de Harvard dirigidos por Henry Wadsworth Longfellow- pueden anticiparse al asesino e identificarle. Mientras preparan la primera traducción americana de La divina comedia enfrentándose a la oposición de la puritana vieja guardia de Harvard, los intelectuales deberán convertirse en detectives y pasar a la acción. Nicholas Ray, el primer policía negro del departamento de Boston, dirigirá la investigación oficial mientras los miembros del club llevan a cabo sus insólitas pesquisas. Un dantesco infierno medieval se cierne sobre las calles de la ciudad, en una época que toca a su fin, convulsa por la recién terminada guerra civil, el asesinato del presidente Lincoln y los disturbios raciales. Comparada insistentemente con El nombre de la rosa, de Umberto Eco, aclamada por la crítica con una unanimidad asombrosa y refrendada por el público con su presencia en las listas de los libros más vendidos de New York Times, Boston Globe, Washington Post, Los Angeles Times, The Guardian, entre otros, El club Dante está a punto de ser publicada en veintiún países antes de ser llevada al cine. Matthew Pearl ha logrado un equilibrio perfecto entre realidad y ficción, una novela histórica de suspense que sorprende de principio a fin.

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Un grito de dolor llegó hasta el estudio procedente de la biblioteca contigua. Dos niñas chillaban aterrorizadas. Fanny Longfellow estaba sentada con la pequeña Edith, a la sazón de ocho años, y con Alice, de once, sellando paquetitos con sus rizos recién cortados para guardarlos como recuerdo. La pequeña Annie Allegra dormía profundamente arriba. Fanny había abierto una ventana con la vana esperanza de un soplo de aire. La conjetura más probable en los días que siguieron -pues nadie vio con exactitud qué sucedió; en realidad, nadie hubiera podido ver algo tan breve y arbitrario-era que una gota de cera caliente para sellar cayó sobre su ligero vestido veraniego. En un instante estaba ardiendo.

Longfellow se hallaba de pie junto a su escritorio, en el estudio, vertiendo arena negra sobre un poema recién escrito, a fin de secar la tinta. Fanny corrió gritando, procedente de la habitación contigua. Su vestido era ahora todo llamas, amoldándose a su cuerpo como seda oriental. Longfellow la envolvió en una alfombra y la tendió en el suelo.

Una vez apagado el fuego, transportó el cuerpo tembloroso al dormitorio. Más tarde, aquella noche, los médicos la hicieron descansar administrándole éter. Por la mañana, asegurando a Longfellow en un susurro aventurado que experimentaría muy poco dolor, la enferma tomó un poco de café y se sumergió en el coma. El servicio fúnebre, celebrado en la biblioteca de la casa Craigie, coincidió con el decimoctavo aniversario de boda. La cabeza fue la única parte del cuerpo que el fuego respetó, y en su hermoso cabello se colocó una guirnalda de flores de azahar.

El poeta estuvo confinado en su cama aquel día, sufriendo sus propias quemaduras, pero pudo oír llorar sin restricciones a sus amigos, mujeres y hombres, abajo, en la sala. Lloraban por él, le constaba, lo mismo que por Fanny. En su estado mental, abatido pero alerta, resultó que podía identificar a las personas por su llanto. Sus quemaduras faciales requerirían que se dejara una barba abundante, no sólo para ocultar las cicatrices, sino también porque ya no podría afeitarse. La decoloración de las palmas de sus flojas manos, ahora anaranjadas, duraría mucho, recordándole su desgracia antes de adquirir de nuevo su tono blanco.

Longfellow, recuperándose en su alcoba, levantó sus manos vendadas. Durante casi una semana, sus hijos pudieron oír palabras delirantes flotando en el vestíbulo, siempre que pasaban por él. La pequeña Annie, afortunadamente, era demasiado pequeña para comprender.

– ¿Por qué no pude salvarla? ¿Por qué no pude salvarla?

Una vez la muerte de Fanny se hubo convertido en algo real para él, después de que pudo mirar a sus niñas de nuevo sin derrumbarse, Longfellow abrió su cajón de notas, cerrado con llave, donde en otro tiempo depositó fragmentos de traducciones de Dante. La mayor parte de lo que había hecho como ejercicios de clase en tiempos más llevaderos, no servía. Era alimento para el fuego. Aquello no era la poesía de Dante Alighieri, sino la de Henry Longfellow -el lenguaje, el estilo, el ritmo-, la poesía de alguien satisfecho de su vida. Cuando reemprendió la tarea, empezando por el Paradiso, esta vez no perseguía un estilo adecuado para trasladar las palabras de Dante. Era a este último a quien perseguía. Longfellow se apartaba del escritorio y vigilaba a sus tres hijas pequeñas, al aya, a sus pacientes hijos -ahora hombres inquietos-, al servicio que había contratado y a Dante. Longfellow comprendió que apenas podría escribir una sola palabra de su propia poesía, pero que era incapaz de dejar de trabajar sobre Dante. Sentía la pluma en su mano como un mazo. Difícil de manejar con agilidad, pero ¡qué fuerza explosiva!

Longfellow no tardó en encontrar refuerzos en torno a su mesa: en primer lugar a Lowell, y luego a Holmes, Fields y Greene. Longfellow decía a menudo que habían formado el club Dante para entretenerse durante los crudos inviernos de Nueva Inglaterra. Ésta era la manera modesta con que expresaba la importancia que para él tenía aquel trabajo. La atención a los defectos y deficiencias no era en ocasiones para Longfellow el principal motivo de acuerdo, pero cuando las críticas eran ásperas, la subsiguiente cena actuaba como desagravio.

Reanudando su revisión de aquellos últimos cantos del Inferno, Longfellow oyó un golpe hueco procedente de fuera de la casa Craigie. Trap dejó escapar un agudo ladrido.

– ¿Trae? ¿Qué ocurre, viejo amigo?

Pero Trap, no hallando razón para inquietarse, bostezó y volvió a escarbar en el cálido forro de paja de su cesto de color champán. Longfellow miró en el comedor sin iluminar pero no vio nada. Luego, un par de ojos surgieron de la negrura, seguidos por lo que parecía un relámpago cegador. El corazón de Longfellow dio un vuelco, no tanto por la aparición de un rostro sino por el rostro mismo, si es que era tal, y que se desvaneció de pronto, después de que los ojos se fijaran en él. El cristal se empañó por causa del suspiro de

Longfellow, el cual retrocedió, golpeándose con una vitrina y derribando al suelo toda una colección de platos de la familia Appleton (un regalo de boda, como lo fue la propia casa Craigie, del padre de Fanny). El acumulativo estrépito que siguió resonó tumultuosamente, provocando que Longfellow emitiera un irracional grito de angustia.

Trap dio un brinco y ladró con lo que daban de sí sus escasas fuerzas. Longfellow huyó del comedor en dirección a la sala, y luego junto al perezoso fuego de leña de la biblioteca, donde examinó las ventanas en busca de otra señal de aquellos ojos. Esperaba que Jamey Lowell o Wendell Holmes aparecieran en la puerta y le pidieran excusas por el involuntario susto y por la hora tardía. Pero mientras le temblaba la mano que utilizaba para escribir, todo cuanto Longfellow podía distinguir más allá de la ventana era negrura.

Mientras el grito de Longfellow sonaba en la calle Brattle, las orejas de James Russell Lowell estaban medio sumergidas en la bañera. Escuchaba el hueco gotear del agua y dejaba que se le cerraran los párpados, preguntándose adónde había ido a parar su vida. El tragaluz de lo alto estaba abierto y sujeto con un puntal, y la noche era fría. Si Fanny entrara, sin duda lo mandaría en seguida a la cama caliente. Lowell se había alzado a la fama cuando la mayor parte de los poetas célebres eran considerablemente mayores que él, incluidos Longfellow y Holmes, que lo aventajaban en unos diez años. Se había mostrado tan satisfecho con su título de Joven Poeta, que a los cuarenta y ocho le parecía haber cometido algún error para perderlo. Fumó indiferente su cuarto cigarro del día, sin cuidar de que la ceniza ensuciara el agua. Podía recordar ocasiones, tan sólo unos pocos años antes, cuando la bañera le parecía demasiado espaciosa para su cuerpo. Se preguntaba por las hojas de navaja que años atrás guardó, escondiéndolas, en la repisa superior y ahora desaparecidas. ¿Acaso Fanny o Mab, más perspicaces de lo que él se permitía creer, sospecharon de los negros pensamientos que a menudo le rondaban mientras se bañaba? En su juventud, antes de conocer a su primera esposa, Lowell llevaba estricnina en el bolsillo del chaleco. Decía haber heredado aquella gota de sangre negra de su pobre madre. Hacia la misma época, Lowell se apoyó una pistola amartillada en la frente, pero estaba demasiado asustado para apretar el gatillo, circunstancia de la que seguía avergonzándose de corazón. Tan sólo había estado presumiendo ante sí mismo de que era capaz de una acción tan definitiva.

Cuando murió Maria White Lowell, su marido, con el que llevaba casada nueve años, se sintió viejo por vez primera, como si de repente tuviera un pasado; algo ajeno a su vida actual, de la que ahora se veía desterrado. Lowell consultó al doctor Holmes para que le diera un diagnóstico profesional sobre sus oscuras emociones. Holmes le recomendó acostarse puntualmente a las diez y media de la noche, y tomar agua fresca en lugar de café por la mañana. Le fue bien, pensaba Lowell ahora, que Wendell cambiara el estetoscopio por el atril profesoral; no hubiera tenido paciencia para presenciar el sufrimiento hasta el final.

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