»En cuanto a la policía francesa, no creo que se vayan a mostrar muy interesados por la suerte de un holandés criminal y deportado; y me parece que no les interesará demasiado saber que en algún lugar de Francia vive un griego que usa un nombre falso y que en 1922 mató a un hombre en Esmirna.
»Ya ve, mister Latimer: no puede hacer nada sin mí. Por supuesto que, si Dimitrios se mostrara poco accesible, será prudente poner todo esto en conocimiento de la policía. Pero no creo, por ahora, que Dimitrios crea ningún problema. Es un hombre de elevada inteligencia. Además, mister Latimer, ¿por qué desdeñar tres mil libras?
Latimer observó a Peters durante unos segundos. Después preguntó:
– ¿Se le ha ocurrido pensar, mister Peters, que yo podría rechazar esas tres mil libras? Al parecer, amigo mío, su larga relación con criminales le impide seguir ciertas formas de razonamiento…
– Esa rectitud moral… -comenzó a decir Peters con una cierta preocupación, pero se interrumpió y, en apariencia, cambió de idea; tras un seco carraspeo, prosiguió-: Si usted lo prefiere, podríamos informar a la policía después de habernos asegurado el dinero -sugirió con aquella deliberada benevolencia que uno pone en su voz cuando ha de hablar con un amigo que se encuentra borracho-. Aun cuando Dimitrios pudiera probar que nos ha pagado el dinero, no podría decir a la policía nuestros nombres ni podría revelar nuestras señas, por muy desagradable que quisiera mostrarse.
»Vera usted, mister Latimer: creo que ésa sería una salida magistral por parte nuestra. Porque estaríamos segurísimos de que Dimitrios dejaría de representar un peligro. Quizá sería conveniente enviar un dossier a las autoridades policiales, en forma anónima; tal como lo hizo Dimitrios en 1931. Sería un justo desquite -al instante sus facciones se ensombrecieron-. Ah, no. Me temo que es imposible. Me temo que las sospechas de sus amigos de la policía podrían recaer sobre usted, mister Latimer. ¡No podemos correr ese riesgo, por supuesto!
Pero Latimer no le escuchaba. Comprendía que todo lo que había dicho era una tontería y, sin embargo, buscaba empeñosamente alguna justificación. Peters estaba en lo cierto: no podía hacer nada para llevar a Dimitrios ante la justicia. Sólo le restaba elegir entre dos posibilidades. Por un lado, regresar a Atenas y dejar que Peters hiciera el mejor trato posible con Dimitrios; por otro, permanecer en París y ver el último acto de esa grotesca comedia en la que, de pronto, se había visto representando un papel. En vista de que la primera opción se presentaba como imposible, estaba obligado a adoptar la segunda decisión. En realidad, no podía elegir. Para ganar tiempo había cogido y encendido un cigarrillo. Al cabo de unos instantes, alzó la cabeza.
– Pues bien -dijo con lentitud-, haré lo que usted quiera. Pero bajo ciertas condiciones.
– ¿Condiciones?-los labios de Peters dibujaron un fino trazo en su obesa cara-. Creo que compartir la ganancia a medias es más que una generosidad de mi parte, mister Latimer. ¡Vaya, si sólo con mis molestias y los gastos…!
– Espere un momento, mister Peters. Le he dicho que pondré ciertas condiciones. La primera podrá aceptarla y cumplirla con toda facilidad. Simplemente tendrá que quedarse con todo el dinero que sea capaz de sacarle a los bolsillos de Dimitrios. La segunda… -comenzó a decir, pero se detuvo: gozaba del efímero placer de ver desconcertado a su interlocutor. De inmediato advirtió que sus ojos acuosos también se habían convertido en un trazo brillante.
Las palabras de Peters, al resonar en el silencio de la habitación, parecían cargadas de sospecha:
– Creo que no le entiendo bien, mister Latimer. Si esto no es otra cosa que una torpe trampa…
– Oh, no. No hay ninguna trampa, ni torpe ni de ninguna otra clase, mister Peters. «Rectitud moral», ha dicho usted, ¿no es cierto? Pues sí, está bien. Estoy dispuesto como ha visto usted, a colaborar en el chantaje contra una persona, siempre y cuando esa persona sea Dimitrios. Pero no quiero recibir ni un céntimo por ello. O sea que será mejor para usted, desde luego.
Peters asintió, pensativo.
– Sí, ya lo entiendo. Es bastante lógico que usted se comporte de esa manera. O sea que será mejor para mí, como usted ha dicho. ¿Pero cuál es la otra condición?
– Es igualmente inofensiva. Usted ha hecho algunas misteriosas alusiones al hecho de que Dimitrios se ha convertido en una persona importante. Para que yo le ayude a obtener ese millón de francos, le exijo que me diga con exactitud en qué se ha convertido. Peters pareció reflexionar durante unos segundos; después se encogió de hombros.
– Pues bien. No hay ninguna razón para que no se lo pueda decir. Por más que lo piense no veo cómo le ayudaría ese dato a descubrir la actual identidad de Dimitrios. El Banco de Crédito Eurasiático está registrado en Mónaco y los detalles de su constitución no pueden ser conocidos ni inspeccionados. Dimitrios es miembro de la Junta de Directores.
Eran ya las dos de la madrugada cuando Latimer abandonó la impasse des Huit Anges y comenzó a caminar, a paso lento, hacia el quai Voltaire.
En la esquina del boulevard St. Germain vio un café abierto. Se metió dentro; un camarero mudo y aburrido le sirvió una cerveza desde detrás de un mostrador de zinc. Latimer bebió unos sorbos de cerveza y dirigió una mirada vacía en torno suyo, como la persona que se ha extraviado y entra en un museo para protegerse de la lluvia.
Al cabo de unos instantes sintió que sólo quería estar en la cama. Pagó la cerveza y cogió un taxi para regresar a su hotel. Estaba fatigado, por supuesto: era la causa de todo.
Una vez en su habitación, Latimer se sentó junto a la ventana y contempló las luces que se reflejaban sobre la superficie negra del río y aquel débil resplandor que empalidecía el cielo, al otro lado del Louvre. Su mente padecía el acoso del pasado: la confesión de Dhris, el negro, y los recuerdos de Irana Preveza; la tragedia de Bulic y el relato de aquellos blancos cristales que viajaban hacia el oeste, hacia París, para rendir beneficios al antiguo empacador de higos de Izmir.
Tres seres humanos habían muerto de una manera horrible y otros, muchísimos otros, habían vivido de una manera horrible para que Dimitrios consiguiera una situación de holgura. Si existía algo que pudiera recibir la denominación de Mal, pues entonces, ese hombre…
Pero no tenía sentido el intento de explicar a ese individuo en términos de Mal y Bien. Esos conceptos no eran más que complicadas abstracciones. Buenos Negocios y Malos Negocios eran el fundamento de la nueva teología.
Dimitrios no era el mismo diablo. Sólo lógico y consistente; tan lógico y consistente, dentro de la jungla europea, como el gas venenoso llamado lewisite y los cuerpos destrozados de miles de criaturas muertas durante los bombardeos de una ciudad indefensa.
La lógica del David de Miguel Ángel, de los cuartetos de Beethoven y de la física de Einstein había sido reemplazada por la del Anuario Comercial y del Mein Kampf , la obra de Hitler.
Sin embargo, reflexionaba Latimer, aunque no puedas impedir que la gente venda y compre lewisite , aunque no puedas hacer otra cosa que no sea «deplorar» la matanza de un gran número de niños, existían por lo menos medios para evitar que un aspecto particular de esta expeditiva actitud llegara a ocasionar daños irreparables. La mayoría de criminales internacionales escapan al alcance de las leyes dictadas por el hombre, pero Dimitrios, precisamente, se hallaba dentro del alcance de la Ley. Había cometido dos asesinatos como mínimo, y por lo tanto, había transgredido la ley como el pobrecito que está famélico y roba un trozo de pan.
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