»Era, por supuesto, un recurso desesperado. Pero dio sus frutos. No puede hacerse usted una idea del número de revistas de esa clase que se publican. Me llevó algo más de una semana leerlas con gran cuidado, mister Latimer, y le aseguro que al poco casi me había convertido en un socialdemócrata. De todos modos, a finales de semana había recuperado ya mi sentido del humor. Si la repetición convierte las palabras en tonterías, convierte en tonterías mucho mayores las sonrisas, por muy ricos que sean quienes sonrían.
»Además, había encontrado por fin lo que buscaba. En una de las revistas alemanas del mes de febrero, leí una breve reseña que decía que madame la Comtesse había ido a St. Anton para practicar deportes invernales. En una revista francesa había una foto suya, en el apartado de modas, vestida con ropas de esquiar. Fui, pues, a St. Anton. No hay muchos hoteles en ese lugar, o sea que no me llevó mucho tiempo averiguar que monsieur C.K. había estado en St. Anton junto con madame la Comtesse y que había dejado una dirección de Cannes.
»En Cannes me enteré de que monsieur C.K. tenía una villa en Estoril pero que, en esos momentos, él estaba en viaje de negocios. Esto no me desilusionó. Tarde o temprano, Dimitrios regresaría a su villa. Mientras tanto, me dedicaría a averiguar algo más acerca de monsieur C.K.
»Siempre he sostenido, mister Latimer, que el modo de lograr el éxito en esta vida de hoy consiste en conocer a la gente que pueda resultarnos útil. En mis tiempos conocí a mucha gente importante e hice negocios con ellos: ese tipo de persona, ya me entiende usted, que siempre está bien informada de lo que ocurre y de por qué ocurren las cosas que ocurren. Siempre me he preocupado por ser condescendiente con esas personas. Y eso me ha reportado buenos dividendos.
»Mientras Visser debió de merodear y acechar en la oscuridad para obtener la información que necesitaba, yo conseguí la mía preguntándole a un amigo. Todo resultó mucho más sencillo de lo que yo había supuesto, porque, según me enteré entonces, Dimitrios se había convertido en una persona importante en ciertos círculos, bajo el nombre de C.K.
»Por cierto que al enterarme de lo importante que era, me llevé una agradable sorpresa. Y comencé a creer que Visser debía de estar viviendo del dinero que le sacaba a Dimitrios. Ahora bien: ¿qué sabía Visser? Sólo que Dimitrios había traficado con drogas ilegalmente y era muy difícil que pudiese probarlo. Manus Visser no sabía nada del tráfico de mujeres. Yo sí. Por lo tanto, pensé, debían existir otras cosas que Dimitrios prefería mantener ocultas. Si antes de acercarme a Dimitrios yo lograba averiguar algunas de esas cosas, mi presión financiera podría llegar a ser muy fuerte. Decidí visitar a algunos amigos más.
»De entre todos ellos, dos me fueron de gran ayuda. Grodek era uno. Un amigo rumano el otro. Ya sabe usted que Grodek se había relacionado con Dimitrios cuando empleaba el apellido Talat. Mi amigo rumano me dijo que en 1925 Dimitrios había mantenido sospechosos tratos financieros con Codreanu, el lamentado jefe de la Guardia de Hierro rumana.
»En ninguno de esos asuntos había nada criminal. Y por cierto que las informaciones que me proporcionó Grodek llegaron a deprimirme un tanto. No era probable que las autoridades yugoslavas pidieran la extradición después de tantos años; en cuanto al gobierno francés, sin duda estaría dispuesto a ser tolerante con el tráfico de drogas y de mujeres, dado que Dimitrios había prestado algún servicio a la república en 1926.
»De modo que decidí ver qué podía averiguar en Grecia. Una semana más tarde llegaba a Atenas y cuando, sin obtener resultados positivos, aún trataba de localizar en los registros oficiales algo referente a Dimitrios, leí en un periódico ateniense una noticia sobre el descubrimiento de un cadáver de un griego oriundo de Esmirna, llamado Dimitrios Makropoulos; el cuerpo había sido hallado por la policía de Estambul. -Peters levantó los ojos y miró fijamente a Latimer-. ¿Comienza ya a comprender, mister Latimer, por qué me resultaba muy difícil de comprender su interés por Dimitrios?-Y luego agregó, en respuesta al gesto afirmativo de su interlocutor-: También yo, por supuesto, consulté los archivos de la Comisión de Socorro, pero le seguí a usted a Sofía, en lugar de ir a Esmirna. Me pregunto si usted querrá decirme ahora qué pudo averiguar allí en los archivos de la policía.
– Dimitrios era sospechoso de haber asesinado a un prestamista llamado Sholem, en Esmirna, en 1922. Después escapó a Grecia. Dos años más tarde, intervino en un atentado que se proponía asesinar al Kemal. Volvió a escapar, pero los turcos, con el pretexto del asesinato cursaron una orden de detención.
– ¡Un asesinato en Esmirna! Eso lo aclara todo -dijo Peters sonriendo-. Nuestro Dimitrios es un hombre maravilloso, ¿no le parece? Tan pragmático.
– ¿Qué quiere decir?
– Déjeme terminar el relato y lo comprenderá. Tan pronto como leí aquella nota en el periódico, envié un telegrama a un amigo mío, que estaba en París, preguntándole si sabía dónde estaba en ese momento monsieur C.K. Dos días más tarde recibía la respuesta, por la que supe que monsieur C.K. acababa de regresar a Cannes después de realizar un crucero por el mar Egeo, en compañía de unos amigos había navegado en un yate griego que dos meses antes él mismo había alquilado.
»¿Comprende ahora lo ocurrido, mister Latimer? Usted me ha dicho que aquel carnet de identidad, encontrado en el cadáver, ya tenía un año. Esto significa que había sido obtenido pocas semanas antes de que Visser me enviara los tres mil francos. Ya lo ve usted: desde el momento mismo en que encontró a Dimitrios, Visser estuvo sentenciado. Sin duda alguna, Dimitrios pensó rápidamente en asesinarlo. El motivo salta a la vista. Visser era un hombre peligroso, era una persona demasiado fatua, era capaz de irse de la lengua, de ser indiscreto en cualquier momento, con beber tan sólo unas copas y con la única intención de fanfarronear. Tenía que ser asesinado.
»¡Ya ve usted lo inteligente que ha sido Dimitrios! Pudo haber asesinado a Visser inmediatamente, por cierto. Pero no lo hizo. Su taimada mente elaboró un plan mejor. En vista de que se veía ante la necesidad de asesinar a Visser, ¿no sería posible utilizar provechosamente su cadáver? ¿Por qué no utilizarlo para salvaguardarse a sí mismo contra las posibles consecuencias de aquel anterior asesinato, en Esmirna? No era muy probable que aquel hecho tuviera nuevas consecuencias, pero allí se le presentaba una oportunidad para asegurarse de ello. El cuerpo de Dimitrios Makropoulos, el asesino, sería depositado en las manos de la policía turca. Dimitrios, el bandido, habría muerto y monsieur C.K. seguiría con vida, cultivando su jardín.
»Por supuesto que sería necesaria la propia cooperación de Visser. Había que conseguir que se sintiera seguro. De modo que Dimitrios sonrió y pagó, en tanto llevaba a cabo las diligencias necesarias para obtener un carnet de identidad que acompañara al cadáver de Visser. Nueve meses después, en junio, invitó a su buen amigo Visser: juntos harían un crucero por el Egeo.
– Sí, ¿pero cómo pudo haberle asesinado durante el viaje? ¿Se olvida de la tripulación?¿Qué explicaciones pudo haber dado a los otros pasajeros del yate?
Peters adoptó el aire de un experto conocedor de esas situaciones.
– Permítame decirle, mister Latimer, lo que yo hubiera hecho en el caso de Dimitrios. Para empezar, habría alquilado un yate griego. Por un motivo muy sencillo: fondearía así en el puerto del Pireo.
»A mis amigos, incluido Visser, les diría que debían reunirse conmigo en Nápoles. Luego, después de un mes de navegación, volvería con ellos a Nápoles, puerto que, según he dicho hace un momento, sería el final del viaje.
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