James Patterson - Bikini
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Barbara entendió por qué Gruber había traído a su gente a verles. A Barbara le habían enseñado a ser amable, pero ahora que había dejado de negar lo obvio, tuvo que decirlo:
– ¿Ustedes no son responsables? ¿Por eso están todos aquí? ¿Para decirnos que no son responsables de Kim?
Nadie la miró a los ojos.
– Hemos dicho a la policía todo lo que sabemos -dijo Gruber.
Levon se levantó y apoyó la mano en el hombro de Barbara.
– Por favor, llámennos si se enteran de algo -le dijo a la gente de la revista-. Ahora quisiéramos estar solos. Gracias.
Gruber se levantó y cogió su bolso.
– Kim regresará -dijo-. No se preocupe.
– Más les vale que así sea. Ruegue por ello cada vez que respire -espetó Barbara.
19
Entre los reporteros reunidos frente a la entrada principal del Wailea Princess, un hombre esperaba el inicio de la rueda de prensa.
Se confundía con la muchedumbre, parecía un tío que vivía con lo puesto, que quizá dormía en la playa. Llevaba gafas de sol panorámicas que le cubrían la cara como un parabrisas, aunque el sol estaba cayendo, una gorra de los Dodgers sobre el pelo castaño, zapatillas Adidas, pantalones abolsados y arrugados, y en el frente de su barata camisa hawaiana colgaba una réplica perfecta de un pase de prensa que lo identificaba como Charles Rollins, fotógrafo de Talk Weekly, una revista que no existía.
Su cámara de vídeo era cara, una flamante Panasonic HD con micrófono estéreo y lente Leica, cuyo precio superaba los seis mil dólares.
Apuntó la lente a la suntuosa entrada del Wailea Princess, donde los McDaniels se estaban instalando detrás de un atril.
Mientras Levon ajustaba el micrófono, el supuesto Rollins silbó unas notas entre dientes. Disfrutaba del momento, pensando que ni siquiera Kim lo reconocería si hubiera estado con vida. Alzó la cámara sobre la cabeza y grabó a Levon saludando a los periodistas, pensando que los McDaniels le caerían simpáticos si llegaba a conocerlos. Qué diantre, ya le resultaban simpáticos. Era imposible que los McDaniels no ejercieran ese efecto.
«Míralos. La dulce y temperamental Barbara. Levon, con el corazón de un general con cinco estrellas. Ambos, la sal de la puta tierra.»
Estaban afligidos y aterrados, pero aun así se comportaban con dignidad, respondiendo preguntas insensibles, incluida la infaltable «¿Qué le diría a Kim si ella los estuviera escuchando?».
– Le diría: «Te queremos, tesoro. Por favor, sé fuerte» -respondió Barbara con voz trémula-. Y a quien nos escuche, por favor, ofrecemos veinticinco mil dólares por cualquier información que conduzca al regreso de nuestra hija. Si tuviéramos un millón, lo ofreceríamos…
Barbara se quedó sin aliento, y Rollins vio que respiraba con un inhalador. Las preguntas seguían lloviendo sobre los padres de la supermodelo.
– ¡Levon, Levon! ¿Le han pedido rescate? ¿Qué fue lo último que le dijo Kim?
Él se inclinó hacia los micrófonos y respondió con paciencia.
– La gerencia del hotel ha puesto un número de emergencia -dijo al fin, y lo leyó en voz alta.
Rollins miró a los periodistas que brincaban como peces voladores, barbotando más preguntas mientras los McDaniels bajaban y se dirigían al vestíbulo.
Rollins miró por la lente, hizo un acercamiento a la nuca de los McDaniels y vio a alguien que se abría paso en la muchedumbre, una celebridad de segunda que él había visto en C-Span, publicitando sus libros. Era un tío apuesto de casi, cuarenta años, periodista y autor de populares novelas de misterio, vestido con pantalones holgados y una camisa rosa arremangada. Le recordaba a Brian Williams enviando sus notas desde Bagdad. Quizás un poco más recio y enérgico.
Mientras Rollins observaba, el escritor estiró la mano para tocar el brazo de Barbara McDaniels y ella se volvió para hablar con él.
Charlie vio una entrevista con un auténtico periodista en acción. «Sensacional -pensó-. Los Mirones quedarán encantados. Kim McDaniels alcanzará el estrellato.» Aquello se estaba transformando en gran noticia.
20
Un periodista con pantalones holgados y camisa rosa.
Sí, ése era yo.
Vi una oportunidad cuando los McDaniels se alejaron del atril y la muchedumbre estrechó filas, rodeándolos como un tornado.
Me abalancé y toqué el brazo de Barbara McDaniels, llamándole la atención antes de que desapareciera en el vestíbulo.
Yo quería esa entrevista, pero aunque hayas visto a muchos padres de gente perdida o secuestrada rogando por el regreso de sus hijos, es imposible no conmoverse. Los McDaniels me conmovieron en cuanto les vi la cara. Me mortificaba verlos tan doloridos.
Toqué el brazo de Barbara McDaniels. Ella se volvió, y yo me presenté y le entregué mi tarjeta. Por suerte para mí, conocía mi nombre.
– ¿Es usted el Ben Hawkins que escribió Rojo?
– Todo en trazos rojos. Sí, ese libro es mío.
Dijo que le había gustado el libro, y su boca sonreía aunque su cara estaba rígida de angustia. En ese momento el personal de seguridad hizo un cordón con los brazos, un sendero a través de la muchedumbre, y entré en el vestíbulo con Barbara, que me presentó a Levon.
– Ben es un autor conocido, Levon. Recordarás que lo leímos para nuestro club del libro el otoño pasado.
– Estoy cubriendo la noticia de Kim para el L.A. Times -le dije a McDaniels.
– Si busca una entrevista, lo lamento -dijo Levon-. Estamos agotados y quizá sea mejor que no hablemos hasta habernos reunido con la policía.
– ¿Aún no han hablado con ellos?
Levon suspiró y sacudió la cabeza.
– ¿Alguna vez ha hablado con un contestador automático?
– Quizá pueda ayudarle -dije-. El L.A. Times tiene influencia aquí. Y yo fui policía.
– ¿De veras? -McDaniels tenía los párpados caídos, la voz ronca y áspera. Caminaba como un hombre que acabara de correr una maratón, pero de pronto se interesó en mí. Se detuvo y me pidió que le dijera más.
– Estuve en el Departamento de Policía de Portland. Era detective. Ahora investigo crímenes para las crónicas policiales del Times.
La palabra «crímenes» no le gustó.
– De acuerdo, Ben. ¿Cree que puede echarnos una mano con la policía? Nos están volviendo locos.
Caminé con los McDaniels por el fresco vestíbulo de mármol con sus techos altos y sus vistas al mar hasta un lugar apartado que daba a la piscina. Las palmeras susurraban en la brisa isleña. Chicos mojados en traje de baño pasaron corriendo, riendo despreocupadamente.
– Llamé a la policía varias veces -dijo Levon-. Obtuve un menú: «Billetes de aparcamiento, pulse uno. Juzgado de guardia, pulse dos.» Tuve que dejar un mensaje. ¿Puede creerlo? Barbara y yo fuimos a la comisaría de este distrito. El horario estaba pegado en la puerta. «Lunes a viernes de nueve a dieciocho. Sábados de diez a dieciséis.» No sabía que las comisarías cerraban. ¿Usted lo sabía?
La expresión de Levon era desgarradora. Su hija había desaparecido y la comisaría estaba cerrada. ¿Cómo podía este lugar tener ese aspecto paradisíaco cuando ellos vadeaban un pantano infernal?
– Aquí la policía se dedica principalmente a supervisar el tráfico, arrestar a conductores ebrios, esas cosas -dije-. Violencia doméstica, hurtos.
Y recordé que años atrás una turista de veinticinco años fue atacada en la isla grande por tres matones lugareños que la violaron y mataron. Era alta, rubia y dulce, muy parecida a Kim. Había otro caso, más famoso, una animadora de la Universidad de Illinois que se había caído del balcón de la habitación del hotel y había muerto en el acto. Estaba de parranda con un par de muchachos a quienes no hallaron culpables de nada. Y había otra chica, una adolescente lugareña, que visitó a sus amigos después de un concierto en la isla, y no fue vista nunca más.
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