James Patterson - Virgen

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Estamos en 1987. Simultáneamente y en dos lugares distintos -Irlanda y Estados Unidos- se produce un acontecimiento similar: sendas muchachas quedan embarazadas sin dejar por ello de ser vírgenes. Aunque insólito, el hecho no parece ir más allá de lo meramente curioso, sin embargo, es posible que constituya parte de un plan sobrenatural de dimensiones cósmicas, algo ya anunciado setenta años antes, en Fátima. Se trata de la famosa y desconocida tercera profecía que la Virgen María hizo a los tres pastorcillos portugueses: el Segundo Advenimiento. El hecho conmociona a la Iglesia, empezando por su cúpula, el Papa. Los interrogantes se suceden: ¿Es un fraude?, ¿de las dos muchachas, o sólo de una de ellas? ¿Cómo debe interpretarse el supuesto fenómeno? Y, sobre todo, ¿por qué dos vírgenes?… Sobre la base de esta trama, audaz y original, James Patterson ha escrito una novela sobria, tensa, inquietante, en la que, en medio de un clima de pesadilla, el terror alterna con el prodigio y el desconcierto con la esperanza. Una novela cuya lectura es imposible abandonar, una vez empezada. Una novela, también, imposible de olvidar. Porque la amenaza de caos, de catástrofe para la humanidad, que representa su tema es un escalofrío implantado en el ánimo del lector, un pánico de efecto seguro y duradero.

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En verdad, la presencia de Kathleen dejó sin aliento a Jaime Jordán.

Llevaba un vistoso traje blanco en lugar de esos pomposos vestidos que daban un aspecto ridículo a las chicas en los bailes nocturnos de gala. Su larga melena rubia estaba peinada con hermosa sencillez. Una tiara argentada le sujetaba los bucles. Verdaderamente, semejaba una reina o algo parecido. Así lo pensó Jaime.

El baile en Salve Regine fue casi tan malo como se lo había imaginado. La orquesta, un cuarteto de profesores ya maduros y rígidos, interpretó todo el repertorio del «Newport Club» y los tes de debutantes. Para mayor escarnio había una anticuada galería de madera rodeando el gimnasio a un piso de altura sobre la pista. Allá arriba, corrillos de monjas carmelitas presenciaron el baile desde principio a fin. Se mostraron propensas a la risa y a marcar el compás con los pies en los momentos más inoportunos.

Según se suponía, habría un fantástico guateque después del baile, pues en las invitaciones impresas se leía: «Venid a una fantástica velada en el local de Elaine Scaparella.» Sin embargo, cuando los dos estaban fuera, en el aparcamiento, Jaime insistió sobre un paseo hasta Second Beach y Sachuest Point hasta convencerla.

Sachuest Point.

Allí fue donde comenzarían las complicaciones. Todo parecía demencial, incomprensible…, la historia del nacimiento virginal.

Cuando una vez pasada Second Beach, Jaime Jordán prosiguió marchando en la noche del 6 de octubre, las luces delanteras de su «MG» semejaron espadas destellantes acuchillando la densa e inquietante niebla.

Por último Jaime regresó a Sachuest Point… el lugar adonde llevara a Kathleen Beavier hacía casi nueve meses.

Lo extraño fue… que Jaime no supo explicarse el porqué de ese regreso.

Cuando hacía girar el coche deportivo por una ligera curva «S», el apuesto joven rubio notó que le llegaba una de sus habituales jaquecas. ¡ Ah, Jesucristo, no ahora !, exclamó para sí. No se sintió dispuesto a dar por terminada la noche. Ni mucho menos.

Jaime echó un vistazo al salpicadero de madera pulimentada. El reloj fosforescente del «MG» marcaba las nueve y cincuenta y cuatro minutos. Jaime miró fijamente el segundero, le vio dar un latido, después otro. Su cabeza pareció a punto de estallar. El ataque neurálgico semejó un resonarniento y violento derechazo en la coronilla; le ensordeció y dolió simultáneamente.

El Memorial Boulevard se fue estrechando hasta ser una línea negra y rectilínea de dos carriles conforme se acercaba a Sachuest Point. Allí había un pequeño refugio para la fauna. Bandadas de gaviotas y algunos robustos alcatraces. En primavera y otoño acudían numerosos pescadores para echar sus anzuelos a los azulejos y caballas. Y los estudiantes locales de bachillerato celebraban allí sus citas o simplemente aparcaban para ver cómo zarpaban los submarinos de Portsmouth.

En el espejo retrovisor, Jaime vio alejarse las luces del sector sudeste de Newport. Todas las relucientes mansiones junto a la costa…, semejando casi un gran ejército acampando en la falda del cerro.

«¡Yo quiero ser como todo el mundo!» -cantó a toda voz Billy Joel en la radio-. ¡Ah! ¿Por qué no puedo ser como todo el mundo?

El día después del baile de Salve Regina -rememoró Jaime-él había contado a Peter, Chris y otros cuantos amigos que había hecho el amor a Kathleen.

– He roto un himen del Salve Regina -había dicho jactancioso.

Poco después, Chris Grimwood se lo había transmitido a su amiga, quien por cierto iba también con Kathleen al Salve Regina…

Por último, Jaime había visto a Kathleen tres o cuatro días después del baile. Según pudo recordar, ella tenía un aspecto increíblemente melancólico. Cuando él se le acercó, Kathleen había dicho que no le hablaría nunca más… ¡nunca… hasta el día de su muerte!

Pero él necesitaba hablar con Kathleen. Así se lo había propuesto. Y cuanto antes. Esta misma noche. Jaime alzó una mano y se apretó la cabeza. El dolor fue tan intenso que le provocó náuseas. Notó como si unos dedos glaciales aferraran su espina dorsal. Y eso empeoró por momentos.

Por fin, Jaime Jordán levantó la otra mano y se la llevó al cráneo, intentando detener aquel dolor increíblemente penetrante.

– Os lo ruego, Señor, me arrepiento de haber obrado así -murmuró el adolescente-. ¡Os lo ruego, Señor, os lo ruego, Señor!

Ei «MG» rojo se desvió ligeramente hacia la izquierda cruzando apenas la doble línea blanca.

Las manos de Jaime descendieron veloces al volante. El coche deportivo pasó rozando a una rubia , en cuyo techo se agitaba una caña de pescar.

Las luces delanteras de un amarillo cromo cegaron momentáneamente a Jaime.

El sonido de un claxon colérico dejó su eco en la bruma cada vez más densa.

– ¡Diablo! Demasiado cerca -exclamó Jaime con voz algo pastosa por las cervezas trasegadas en «Neely's».

Sin embargo, el «MG» siguió patinando por la resbaladiza calzada negra.

Luego, las ruedas delanteras del pequeño coche perdieron todo contacto con el suelo. El «MG» salió disparado con el impulso de la fuerza centrífuga.

Los faros captaron bordes ásperos de roca musgosa, olas oscuras estrellándose contra ellas, partículas de polvo e insectos en el aire.

Jaime Jordán, dieciocho años, lanzó un alarido superando con mucho a la estruendosa música de la radio.

Verdaderamente, él no sintió ya la colisión frontal con aquella muralla marina.

Ni la violenta explosión cuando el «MG» ardió en llamas iluminando la tenebrosa noche de Sachuest Point.

KATHLEEN

El reloj digital de Kathleen Beavier sobre la mesilla de noche anunció silencioso que eran las 11:24:05h., las 11:24:06…, las 11:24:07… La marcha inexorable del tiempo registrada fielmente en las cifras rojas de aspecto más importante.

La mano de Kathleen surgió con lentitud de las cálidas sábanas que se habían deslizado hasta la boca del estómago. Se estiró hacia el chillón teléfono.

– ¿Uuuuh…, dígame?

Kathleen oyó la inconfundible aunque distante voz de su amiga Jeanette Stewart.

– ¡Ah, Kathleen, cuánto siento llamarte tan tarde! Insistí para que me comunicaran contigo.

– Jeanette… ¿Qué ocurre, Jeanette?

– ¡Ah, Kathy…, Jaime Jordán se ha estrellado con su coche! Lo acabo de oír por la WPRO. -Inopinadamente Jeanette Stewart rompió en sollozos -. ¡Ah, Kathy… está muertol

Medio aturdida, llorando, Kathleen se puso a trompicones una camisa de franela, jeans y sólidas botas. La joven sintió mareos, náuseas.

Se tocó la mejilla y su mano le pareció una piedra fría, inánime.

– Por favor, Madre dulcísima, ayúdame ahora…, por favor.

Un cáliz de luz dorada resplandeció en el extremo final de la escalera conducente al vestíbulo. Kathleen descendió hacia la invitadora luz; la casa crujió cual una vieja nave bajo sus pies. Kathleen se sorprendió al ver todavía en pie a Mrs. Walsh.

Atravesó una pequeña antesala débilmente iluminada que conducía al dormitorio de su padre.

Charles Beavier estaba sentado en un sillón de cuero rojo y respaldo alto; tenía un montón de documentos sobre las rodillas.

Estaba dormitando, vistiendo todavía la camisa blanca y los pantalones que había llevado aquella mañana a Boston. Pobre papá , pensó Kathleen, no descansa nunca de sus negocios.

Cuando Kathleen entraba en el aposento, Charles Beavier abrió los ojos. Una expresión de inquietud alteró su rostro al verla.

– Papá -dijo Kathleen-, ha habido un accidente. -Sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas -. El chico que me llevó a bailar la primavera pasada. Jaime Jordán. Sufrió un accidente de automóvil. Necesito ir allí, tengo la horrible sensación de que me corresponde cierta responsabilidad. ¿Querrás llevarme allá, papá?

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