Seguía anonadado cuando el Recio me invitó a ir al baño, mostrándome el sobre que le entregó el taxista. El sabía que yo no iría, y por eso no insistió, pero el Otro Muchacho sí fue con él… No es que yo fuera un puritano. Al contrario, debo de haber sido bastante atrevido en mi vida, lo he probado todo, pero siempre me ha resultado más útil mi lucidez natural, que aquel día, por cierto, estaba como de fiesta, advertida, expectante, queriendo deglutir cuanto llegaba a mis ojos. Y gracias a esa lucidez comprendí que había penetrado en un gigantesco happening de trasmutación, transformismo y máscaras, menos famoso pero más intenso y real que un carnaval veneciano. Haber pensado en crisálidas y haber sentido el roce de un insecto gigantesco me dio la clave de lo que estaba viviendo, viendo: una fiesta de insectos. Recuerdo que pensé, entre aquellos travestís adelantados, pioneros esforzados del movimiento, que el hombre puede crear, pintar, inventar o recrear colores y formas de los que dispone desde su exterior, y llevarlos a la tela, que está más allá de su cuerpo, pero que es incapaz e impotente para modificar su propio organismo. Sólo el travestí llega a transformarlo radicalmente y, como la mariposa, puede pintarse a sí mismo, hacer de su cuerpo el soporte de su obra máxima, convertir sus emanaciones sexuales en color, a través de los aturdidores arabescos y los tintes incandescentes de un ornamento físico. Es una autoplástica esencial, aunque esas obras, infinitamente repetidas -siete Doris Day, cuatro Marilyn Monroe, tres Ana Magnani en veinte metros cuadrados- no puedan evitar, en el mejor de los casos, una fría y nostálgica perfección. Lo más inquietante fue comprender que todo eso era la consumación del teatro consciente que se ha soñado desde los días de Pericles: la máscara hecha personaje, el personaje tallado sobre el físico y el alma del actor, la vida como representación visceral de lo soñado… Aquello era como una iluminación que hubiera estado esperándome desde siempre, agazapada en ese sucio rincón de París, y en unos minutos ya tuve planeada y montada en mi mente la solución que andaba buscando para mi versión de Electra Garrigó … Lo que jamás pude imaginar fue que aquella idea genial iba a ser el principio de mi último acto como director teatral. El fin como principio sin medios…
Entonces, cuando fui a contarle al Recio aquella revelación, descubrí que él y el Otro Muchacho habían desaparecido, no sé con cuál de aquellos insectos pervertidos. Lo más simpático fue que al día siguiente me acusaron a mí de haberme evaporado del brazo de una Sara Montiel. De todas formas le conté al Recio lo que había sentido allí, y el muy ingrato ni siquiera me dio crédito en su libro sobre los travestís, y todavía creo que soy capaz de poner entre comillas los párrafos que le dicté en aquella conversación… Y por cierto, como no tenía dinero suficiente, tuve que regresar a la casa caminando, pues jamás me hubiera ido con una Sara Montiel, porque la verdad, nunca he soportado a la Santísima.
– Esto es de Salvador K, ¿verdad?
– Sí, él firma así, SK. Qué mal gusto… Parece una medicina, ¿no?
– Una cerveza.
El Marqués lo había conducido a la habitación de Alexis Arayán, que resultó ser el antiguo cuarto de criados de la residencia. Tenía un pequeño baño independiente, y se podía acceder a la habitación sin entrar en la casa principal. Allí todo parecía conservar un orden preciso, como si su dueño lo hubiera dispuesto con especial esmero antes de salir, dos días antes: los estantes organizados, los cuadros desempolvados, la ropa limpia y colgada en el pequeño armario, dos calzoncillos lavados y ya secos, en la ventana del baño, los ceniceros sin colillas. El Conde se dedicó a observar los libros, dejando correr un dedo envidioso por los lomos de diversas dimensiones y texturas, entre los que descubrió algunos títulos apetecibles.
– ¿Alexis fumaba?
– No, si le tenía asco al cigarro. Sobre todo al tabaco.
– ¿Qué le parece este dibujo de Salvador K?
El dibujo, enmarcado y acristalado, representaba algo así como una cabeza de mujer bajo una sombrilla. Los ángulos eran cortantes y los colores agresivos.
– El emplea una viejísima técnica de calar el papel y armar así las figuras. Sería como un grabado en papel, más o menos, o una especie de collage , aunque él se jactaba de haber descubierto el agua tibia. Y ese dibujo es una mierda, cubanamente hablando, como diría el Recio. Esa figuración ya la agotaron los expresionistas y los cubistas, hace sesenta años, y antes significó algo, pero ahora…
– ¿Y usted está seguro de que ellos tenían relaciones?
Ahora el Conde sí vio que el Marqués sonreía.
– Las paredes de este cuarto casi son de papel. Si quiere salga, que yo voy a dar un gritico, y me dirá…
– No hace falta, no hace falta… -el Conde trató de espantar la imagen de lo que le proponía el Marqués-. Alexis tenía esto muy limpio…
– Era un escrupuloso, yo se lo decía. Y lo peor es que quería convertirme a mí, pero siempre fracasó. Además, una vez a la semana venía por aquí María Antonia, una señora que trabaja como criada en la casa de sus padres, y lo ayudaba a lavar y a limpiar, y a veces nos dejaba comida preparada para varios días. ¿Sabe una cosa? Ella también se robaba algunas cositas ricas de la casa de Alexis y nos traía: unos choricitos españoles, salmón ahumado, un par de colas de langosta, de esas cosas que nada más quedan en la imaginación y en las diplotiendas, ¿me entiende?
– ¿Qué más sabe usted de María Antonia? Esa mujer tiene algo así…
El Marqués trató en vano de peinar con los dedos los restos de su cabellera.
– Me va a tener que perdonar, pero ayer le dije una mentira… Quien me llamó para decirme lo de Alexis fue María Antonia. ¿Me disculpa? Es que ella me advirtió que usted vendría a verme.
El Conde prefirió obviar cualquier reproche.
– ¿Qué le contaba Alexis de María Antonia y de su familia?
El Marqués se sentó en el borde de la cama, perfectamente tendida, y acomodó entre sus piernas los pliegues del batón chino.
– Desde que se murió su abuela él pensaba irse de allí. Alexis la quería mucho, porque entre ella y María Antonia lo habían criado a él… Y esto que le voy a decir le parecerá increíble, pero es totalmente cierto: ya usted sabe que Alexis era un erudito en pintura italiana del Prerrenacimiento. Pues María Antonia sabe de ese tema tanto como él. Sí, así mismo. Alexis estudiaba con ella, le prestaba sus libros, y le fue enseñando lo que aprendía. Si puede y le interesa, alguna vez hable con ella de las Madonas italianas y sobre todo del Giotto, y prepárese a oír una notable disertación… Al que Alexis no soportaba era al padre, por mil cosas, pero creo que sobre todo porque una vez, cuando él tenía como siete años, estuvo a punto de ahogarse en la playa, y fue otra persona la que lo sacó del mar, porque el padre estaba borracho. Y Alexis nunca lo perdonó y hasta decía que el padre lo había dejado para que se ahogara… No sé de qué griego será ese complejo… Además, su padre lo odiaba por ser, bueno, por ser maricón. Cada vez que podía, le hacía evidente que lo despreciaba. Imagínese usted, para un hombre tan respetable eso era la peor desgracia… Pero debe de haber sido Dios quien lo castigó con esa vergüenza. Ya usted sabe: esos hombres que tienen hijos que van a ser como ellos, fuertes, mujeriegos, temibles y, de pronto… le sale homosexual. Pero Alexis sufría mucho, sufría por todo, y si no lo hubieran matado, yo habría dicho que se suicidó.
– ¿Alexis le hablaba del suicidio?
El Marqués se puso de pie y señaló hacia uno de los estantes.
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