Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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Cogió la fotografía enmarcada que tenía en la cómoda y miró el rostro sonriente de su marido. ¿Se estaba burlando de ella? ¿La había estado engañando todo aquel tiempo? ¿En qué andaba metido? ¿Por qué lo mataron? Kate deseaba con todas sus fuerzas saberlo y al mismo tiempo no quería saber nada.

– ¿Qué pasó, Richard?

Pero Richard seguía sonriendo, protegiéndose los ojos del sol. La fotografía no era más que un momento congelado en el tiempo, un momento que no volvería a suceder.

Kate miró las velas votivas, ya consumidas, el cristal ennegrecido de humo, los pábilos carbonizados incrustados en unas amebas planas de cera sucia. Por fin dejó la foto en su sitio.

Freeman tenía razón. Debería marcharse. Para pensar, o para no pensar. Ni siquiera eso podía decidir. Su equipo de televisión estaba en Houston, preparándose para grabar el último capítulo del programa. Podían grabar la capilla sin ella, pero ¿por qué no acompañarles? A Nola le faltaban todavía unas semanas para salir de cuentas y Lucillo podría cuidar de ella un par de días mientras Kate estaba fuera. Fuera de su casa, fuera de Nueva York. Era una buena idea. Y en Houston no había recuerdos que la acecharan. Nunca había estado allí con Richard.

Antes de que saliera el sol ya lo tenía todo reservado: los billetes de avión, el hotel. Al cabo de una hora llamaría a la amiga que trabajaba en la famosa capilla.

Sacó una maleta pequeña del armario, la puso sobre la cama y comenzó a hacer el equipaje.

La capilla Rothko. Un lugar de culto basado puramente en el color. El arte como religión. La religión como arte. En otra época había creído sinceramente que era posible. Pero ahora apenas creía en nada.

26

Boyd Werther cerró la verja del montacargas pensando que aquello era un incordio mayúsculo, que ese día había recibido dos visitas muy importantes en el estudio (dos encargados de la Tate Modern de Londres y el nuevo director del museo Whitney) y no estaba de humor para otra, y menos para atender a un pesado que había llamado más de diez veces, cuando ya se habían marchado sus ayudantes, insistiendo en que era amigo de Kate McKinnon. Ahora tendría que atenderlo a solas, por lo menos hasta que volviera Victoria para empaquetar sus dibujos. Ella sería la excusa para pedir al joven que se marchara, si es que todavía seguía allí. Pero en fin, tratándose de un amigo de McKinnon estaba dispuesto a impartirle unas sabias palabras sobre la obra que el chico le llevaba, y a soportar que le adulara durante cinco minutos. El muchacho le ofreció una sonrisa dulce y tímida. Era guapo el cabrón, pensó Werther.

– Dime, ¿de qué conoces a Kate McKinnon? -preguntó en el ascensor.

– Pues… nos conocemos desde hace tiempo. Era mi… mi profesora.

– ¿En Columbia? ¿Historia del arte?

– Sí y somos… no sé, buenos amigos.

– Así que te dijo que vinieras a verme, ¿eh?

– Sí. Me dijo que le enseñara mi obra, que usted me daría algunos consejos. No me quedaré mucho.

«Eso seguro.» Werther salió del ascensor y guió al chico hasta su loft.

Él se puso de inmediato a sacar sus cuadros y extenderlos por el suelo del estudio. Werther ahogó un gemido. Eran peores de lo que pensaba. De colores chillones, nada sofisticados, torpes. ¿Qué demonios iba a decir de aquella basura? Desde luego le iba a echar una buena bronca a McKinnon. Además, el joven ni siquiera miraba su propia obra, cosa que le cabreó. Esperaba y estaba acostumbrado a una cierta atención, sobre todo por parte de los jóvenes aspirantes a artistas.

El chaval terminó de colocar las telas en el suelo y se incorporó con gesto expectante.

– Bueno, ¿qué le parece?

– Pues… -Werther se acarició el mentón y miró los crudos bodegones y escenas callejeras, los excéntricos colores-. En primer lugar, ¿por qué no te quitas las gafas para ver mejor?

– Ah, se me había olvidado. -Se las quitó y parpadeó.

Werther le miró a los ojos. No había visto en su vida a nadie que pareciera tan triste, tan dolido.

– ¿Estás bien?

– Sí. Geniaaaaaal.

– Es que te he visto parpadear y pensé…

– Qué va, no es nada. Es que tengo… una enfermedad.

«Sí -pensó Werther mirando las telas-. Una enfermedad, desde luego, que consiste en no poseer talento alguno.» -Bueno, ¿qué le parece?

Joder, el chaval era como un cachorro necesitado de afecto y atención.

– Pues son… interesantes.

– ¿Qué quiere decir?

«Cono.» -Pues, por ejemplo tu forma de utilizar el color. Es… muy poco habitual.

– ¿Ah, sí? -El chico miró las telas forzando la vista-. No sé por qué -comentó con cierta tensión.

– Hombre, estarás de acuerdo en que no es muy normal. Pintas las nubes púrpura y las manzanas azules. ¿Has estado estudiando a los fauves?

El joven miró las telas con toda su atención. ¿De qué hablaba el pintor? Los colores estaban bien, eso seguro.

– Me parece que se equivoca.

– ¿En cuanto a los fauves?

– No.

– O sea que no es fauve. ¿Entonces qué, los expresionistas alemanes?

– No. -La cabeza le dolía un poco y la música había comenzado a sonar junto con tonadillas de anuncios.

– No sé qué os enseñan en la academia hoy en día.

– Yo no voy a la academia.

– ¿No decías que Kate era tu profesora en Columbia?

– Fui a una clase nocturna, nada más. -Pestañeó como si le hubiera cegado un destello de flash y rápidamente esbozó una estudiada sonrisa seductora.

Werther le observó. Tenía labios gruesos y una fina estructura ósea, era casi demasiado guapo, pero había en él algo raro también.

– Mira, mejor hablamos en otro momento.

– No, éste es el mejor momento. ¡Eso es! ¡Es Coca-Cola! ¡Lo auténtico!

– ¿Cómo dices?

– Un momento. -El joven sacó unos papeles de su mochila-. Son para usted. Un regalo.

Werther los miró. Eran un puñado de ilustraciones, obviamente arrancadas de libros, con los bordes gastados: Bacon, Jasperjohns, un Soutine.

– Vaya, gracias.

– Son geniaaaales, ¿verdad?

– Bueno, Johns es muy bueno, y el Soutine es interesante, aunque un poco pasado de tono para mi gusto. Pero Bacon, bueno… -Alzó la reproducción con el brazo estirado y arrugando la nariz-. La verdad es que no me llega.

No me llega… No me llega… Las palabras del artista resonaron en su cerebro junto con las canciones y los anuncios.

– ¿Por qué no?

Werther se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? -respondió tendiéndole las ilustraciones-. Deberías quedártelas tú. Supongo que para ti significan mucho más que para mí.

– ¿No le gustan?

– No están mal, pero yo tengo muchos libros de arte y reproducciones. Y además poseo un cuadro de Johns.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que compré un cuadro de Jasper Johns, que es mío.

– ¿Puedo verlo?

– No está aquí. Lo tengo en casa. Esto es sólo mi estudio. -Werther se estaba impacientando-. Oye, ahora tengo que irme a casa.

– Pero si acabamos de empezar. No me ha enseñado nada.

Werther suspiró.

– Mira, ya hablaremos otro día, ¿de acuerdo? -«Por ejemplo, nunca»-. Estoy cansado. Ha sido un día muy largo.

– Sólo un momento, de verdad. Luego me voy, ¿vale? -suplicó pestañeando y mirando a Werther con sus ojos tristes.

Werther se miró el reloj. Cinco minutos, no pensaba darle ni un segundo más.

– Está bien.

– ¡Geniaaaaal! -El joven señaló una de sus telas en el suelo, una escena callejera-. ¿Qué le parece ésa?

– Es… está bien. Una construcción… muy agradable. -Werther quería decirle que era una mierda, pero también quería que el tipo se marchara.

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