Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– ¿Como qué?

– No lo sé. Pero… parece que no ves bien los colores.

El muchacho se acercó con brusquedad y le espetó:

– No-tengo-ningún-problema.

– Vale, vale. De acuerdo.

El joven fue hasta la larga mesa de pintura, en la que había una paleta de cristal con pequeñas manchas de pintura seca y docenas de tubos de óleos alineados junto a botes de pigmento. Inspeccionó los tubos hasta que abrió uno y se lo puso al artista en las narices. La pintura rezumaba por la boca del tubo.

– ¿Es esto? ¿Esto es rojo? -preguntó, señalando con la cabeza.

Werther miró el óleo verde oscuro sin saber qué decir.

– ¿Es rojo?

– Pues… no.

– ¿Me está diciendo que esto no es rojo?

– Eh… mira la etiqueta.

El joven se acercó el tubo a los ojos, pero sin su lupa le resultaba imposible leer claramente lo que ponía: verde esmeralda. Entonces tocó la pintura con la lengua.

– Sabe a rojo -comentó-. Pruébela. -Pegó el tubo a la boca de Werther y el verde salobre le manchó los labios apretados.

– Sí -contestó el artista. Un poco de pintura verde se filtró entre sus labios-. Estaba equivocado.

El joven se dirigió a otro cuadro de Werther y con un rápido gesto, apretando el tubo, trazó un manchurrón de un lado a otro de la tela. Luego se apartó para observar el resultado.

– No coincide -dijo, parpadeando y frunciendo el entrecejo al ver que los tonos eran diferentes-. Puede que tenga razón. -Se volvió hacia Werther-. Pero si me miente esto no va a funcionar. Es contraproducente. Yo pensaba que iba a ser mi… ¿cómo era eso que dijo?

– ¿Tu mentor?

– Eso, mi mentor.

Werther se quedó mirando el grueso gusano de pintura verde que goteaba por la tela estropeando su cuadro.

– ¿Y aquí? ¿Éste qué color es? -El joven señaló una zona de naranja intenso.

Werther inspiró, percibiendo el olor de la pintura que tenía en los labios.

– Es naranja. Una mezcla de… esto… rojo cadmio medio y amarillo limón con un poco de blanco titanio.

El chico miró la zona entornando los ojos. A él le parecía un tono marrón grisáceo medio.

– Enséñeme.

Werther se revolvió contra sus ataduras.

– ¿Cómo voy a poder?

El joven fue de nuevo a la mesa y se puso a recoger tubos de pintura en sus brazos como si fueran niños pequeños.

– Se mueve -dijo Werther.

– ¿El qué?

– La mesa. Se mueve. Tiene ruedas.

– Ah, qué bien -dijo el chalado, empujando la mesa hacia el pintor-. ¿Tiene una lupa?

– Sí, ahí -contestó Werther, señalando con el mentón un escritorio al otro lado del estudio.

– ¿Para que la utiliza? ¿Está usted enfermo?

– Pues… para ver diapositivas de cuadros.

– Ah -replicó el otro, decepcionado. Pasó la lupa sobre los caros tubos de óleos y seleccionó el rojo cadmio medio, el amarillo limón y el blanco titanio. Quitó los tapones y echó en la paleta unos pegotes de pintura que luego mezcló con un pincel sin dejar de parpadear-. ¿Qué tal? -preguntó por fin, mirando lo que a él se le antojaba una mancha marrón grisácea.

Werther se quedó contemplando a aquel chico tan guapo y tan triste. No se podía creer lo que estaba pasando y no comprendía de qué iba todo aquello.

– Esto… necesitas un poco más de amarillo.

El joven parpadeó y miró las manchas de pintura en la paleta.

– Es el de la derecha -explicó Werther casi en un susurro, como si supiera que su ayuda no sería bien recibida.

– ¡Ya lo sé! -Añadió más amarillo a la mezcla, trazó con ella una pincelada sobre la zona que Werther había calificado de naranja y se apartó para observar el resultado. Por lo menos la tonalidad coincidía-. Supongo que ha dicho la verdad.

– ¿Por qué iba a mentir?

– Todo el mundo miente. -Señaló con el pincel otra zona, una ancha banda que corría a todo lo largo del cuadro, de arriba abajo-. ¿Es eso también naranja, maestro, quiero decir, mentor?

– No. Es… rosa.

El joven aplicó una pincelada de pintura naranja encima del rosa. A sus ojos, los dos colores coincidían a la perfección.

– ¿Intenta engañarme?

– No.

– Pero es naranja, ¿no?

– Vale.

– ¿Vale qué?

– Que vale, que tienes razón. Que los dos son naranja, como tú dices.

El joven se volvió.

– Tony, ¿es naranja o rosa? -Luego se volvió de nuevo y rugió-: ¡Es geniaaaaaal! -A continuación añadió con su voz normal-: Tony podría estar mintiendo. A veces miente. -Se giró a la derecha-. ¿Quién miente, Donna? -Y su voz subió una octava-: ¡Los dos mienten! -Se volvió bruscamente hacia Werther-. ¿Cómo puede ser un mentor si me miente?

Werther no supo qué decir. Se humedeció nervioso los labios y percibió el sabor de la pintura mientras el muchacho se acercaba a él apuntándole con el pincel como si fuera una pistola.

– Su… supongo que me he equivocado -balbuceó-. No; te has equivocado tú. Es decir…

– Que yo me he equivocado -repitió el otro, parpadeando-. ¿Que yo me he equivocado? -exclamó más fuerte-. ¿Es que se cree que soy tonto?

– No, no, nada de eso.

– Pues entonces, ¿por qué me iba a equivocar? -Sacó la lengua y lamió la punta del pincel-. Esto sabe a naranja.

– Sí, sí, por supuesto. Es naranja. Tienes razón. -El corazón le martilleaba en el pecho.

El joven se acercó un paso y le plantó el pincel contra los labios.

– Pruébelo.

Werther los apretó con fuerza y masculló:

– Mmm… sí. Naranja.

– ¡Que lo pruebe! -Le apretó las mejillas hasta que los músculos de la mandíbula se aflojaron y el pintor abrió la boca. Entonces le metió el pincel de golpe-. ¿Es que no nota el sabor? ¡Naranja! ¿No? ¡Naranja! -Y sacó el pincel bruscamente.

Werther resolló escupiendo pintura aceitosa.

– Es naranja, ¿no? Ha notado el sabor, ¿no?

– S-sí.

El chico cogió de la mesa un raspador de paletas, en realidad una cuchilla. Se volvió hacia el cuadro más grande y lo cortó de un tajo hacia la derecha, otro hacia la izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Una tela que valía una fortuna destruida en unos segundos. El lienzo colgó del bastidor hecho jirones. El muchacho cortó unos trozos de lienzo, los olió y se los llevó a Werther.

– ¿Esto de qué color es?

– Es… es… -El regusto a aceite, resina y pigmento lo estaba mareando.

– Le voy a dar una pista. Es mi color favorito.

– ¿D-de verdad?

– Sí. Así que dígame, ¿qué color es?

– Eh… siena.

– No, no es siena. -El chico se inclinó sobre él-. Es alboroto.

– ¿Alboroto? No sé qué es eso…

– ¿Se hace llamar artista y no conoce el alboroto? -preguntó el muchacho pestañeando con frenesí y con la cara congestionada.

– Explícamelo, por favor. -Werther notó la pintura deslizarse por su garganta, era como ácido y le quemaba.

– Dígamelo usted. Usted es el que lo sabe todo del color.

– No… yo no…

– Pero usted mismo lo dijo.

– No. Nunca.

– Sí.

– ¿Cuándo?

– En la tele, ¿no se acuerda?

– No, yo…

– Sí. Usted lo sabe todo y no quiere enseñarme.

– Te enseñaré, te lo juro. Seré tu mentor, ya te lo he dicho. Desátame y deja que te enseñe de verdad. Podemos ser amigos.

– ¿Amigos? -El joven se quedó inexpresivo-. Donna, Dylan, ¿qué pensáis? -Pareció escuchar con la cabeza ladeada, sin dejar de parpadear-. Sí, estoy de acuerdo.

– ¿Qué?

El muchacho sonrió tristemente y se inclinó hacia las manos atadas de Werther con la cuchilla sobre ellas.

– Creen que está mintiendo.

– ¿Quiénes?

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