Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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– En las Crayolas.

– ¿Las Crayolas? ¿Eso no son ceras?

– Sí. Creo que me sé casi todos los nombres de memoria. -Nola cerró los ojos-. Azul cielo, solidago, mora.

– ¿Y sandía silvestre?

– Creo que ése estaba en la caja de setenta y dos colores, junto con el magenta cálido, el azul ventisca y el alboroto. -Nola movió la cabeza-. No, creo que el alboroto salió un poco más tarde, en la caja de ochenta colores.

Alboroto. Kate se acordaba muy bien de aquel nombre.

– ¿Qué es el alboroto?

– Un tono de rojo violáceo, más o menos como el escarlata Alizarin de los óleos.

Nombres de ceras. ¿Qué demonios significaba aquello? ¿Es que se enfrentaban a un niño?

Kate se quedó mirando el televisor, su rostro reducido a píxeles de colores, moviendo la boca. Pero, absorta en sus pensamientos, ya no escuchaba lo que estaba diciendo.

17

Kate cruzó las piernas y Mitch Freeman las miró. Estaban en el edificio del FBI de Manhattan.

– ¿Nombres de ceras?

– Sí, los nombres que había debajo de la pintura -contestó ella-. Grange ha enviado un fax a Quantico para ver qué dicen los de criptografía, pero yo quería saber qué piensas tú. -Miró por un instante los ojos azul grisáceo de Freeman, pero apartó rápido la vista y se fijó en el pequeño despacho. Las estanterías se doblaban bajo el peso de los libros, en el suelo se apilaban muchas revistas de psiquiatría y más libros. La sala mostraba el mismo ligero desaliño del psiquiatra, pero era acogedora.

– Lo primero que me viene a la cabeza es retraso en el desarrollo.

– Como si se tratara de un niño.

– O una persona inmadura, atrofiada, alguien que está al margen de las reglas y las convenciones adultas.

Kate recordó las palabras de Herbert Bloom, el propietario de la galería Outsider Art: «Siguen sus propias reglas… están culturalmente aislados… perturbados.»

– Una pregunta. -Freeman se puso las gafas de lectura-. ¿El hecho de que utilice ceras significa que es un aficionado?

– No necesariamente. Hay artistas consagrados que utilizan ceras en sus dibujos y cuadros. -Se remetió el pelo detrás de las orejas-, pero no conozco a ninguno que escriba los nombres de los colores antes de pintarlos. Eso es lo que me parece un detalle de aficionado, por eso precisamente digo que es un outsider.

– Y un exhibicionista. Al fin y al cabo deja sus obras para que todos las vean.

– Tal vez.

– ¿No estás de acuerdo?

– Todos los artistas quieren mostrar su obra y no por eso son exhibicionistas. -Kate tamborileaba con las uñas un ritmo que parecía de John Phillip Sousa-. Pero es evidente que nuestro hombre quiere llamar la atención y que sepamos que es un artista.

– Está buscando aprobación y posiblemente reconocimiento.

– Así es. -Dejó de tamborilear. Se le estaba ocurriendo una idea, tal vez la manera de llegar hasta el asesino.

– A ver, ¿qué tenemos? -Freeman se arrellanó en la silla-. Uno, destripa a los cadáveres -comenzó, enumerando con los dedos-. Dos, está obsesionado con el arte. Tres, se lleva los cuadros al lugar del crimen. Cuatro, escribe los nombres de las ceras y lo identifica todo con ellos. Cinco…

– Un momento. ¿Por qué necesita identificarlo todo?

– Tal vez sea un obsesivo compulsivo.

– Es posible. Pero estoy pensando que igual es que no conoce los colores. Volvemos de nuevo al niño pequeño. -Kate meneó la cabeza-. Maldita sea, tengo la impresión de que se nos ha pasado por alto algo fundamental… pero ¿qué?

– No te preocupes, ya se te ocurrirá. -Freeman se incorporó en la silla-. Sólo tenemos que averiguar cuáles son sus móviles.

– La clave tiene que estar en los cuadros. -Miró el reloj-. Vamos. El doctor Ernst ya está de camino.

Se despierta sobresaltado, se limpia la baba que le ha caído sobre el mentón mientras dormía. Es la hora, lo nota. Igual que Coca-Cola es así y Tom conoce a Jerry y Jessica resuelve siempre los crímenes.

Se echa unas gotas en los ojos. Tiene que cuidárselos, ahora más que nunca, ahora que ha comenzado el milagro.

Durante mucho tiempo sólo podía pensar en cerrar los ojos. Para siempre. En morir. Pero ahora tiene algo por lo que vivir, y todo gracias a ella, a su historia-dura.

Echa un vistazo al periódico: el edificio San Remo, en Central Park West. Allí es donde vive. Qué amables han sido al ofrecerle la información.

Conoce bien Central Park, ha pasado algún tiempo allí, ha ganado algún dinero en los rincones menos transitados.

Debería volver, ver dónde vive ella, comprobar si está en lo cierto sobre el color de su pelo. Pero ¿cómo lo va a saber con seguridad? A menos que…

¡No! Aparta el periódico con brusquedad, asqueado consigo mismo, con sus pensamientos. Eso no lo puede ni pensar. Todavía no.

Cierra los ojos. Sólo de pensar en ella, en su historia-dura, se le ha puesto dura y la necesidad comienza a corroerle las entrañas. Y sabe lo que eso significa: es sólo cuestión de tiempo. Pero de momento otra chica espera y tiene que prepararse.

Corta un rectángulo del rollo de lienzo imprimado, prepara sus cuchillos. Afila el de dientes de sierra, que tiende a quedarse romo después de cortar las costillas. Y mientras tanto canturrea, «el trabajo, el trabajo, el trabajo, el trabajo». Va de un lado a otro de la habitación, recogiendo sus herramientas. Canta mientras envuelve los cuchillos en el lienzo, «el trabajo, el trabajo, el trabajo, el trabajo». Comprueba que la botella esté llena de hidrato de cloral, recoge un rollo de cinta adhesiva plateada de la mesa de pintura y mete ambas cosas entre los cuchillos y el lienzo. «El trabajo, el trabajo, el trabajo, el trabajo.» Escoge un par de pinceles largos y deja de cantar para decidir cuál de los dos bodegones que le robó al chico moreno se va a llevar. Al final se decide por el del jarrón verde menta sobre el paño azul marino con las tres manzanas rojo alboroto. Se acuerda de todo a la perfección.

Hace una pose y flexiona sus gruesos bíceps. Lleva casi un año entrenándose con las pesas que Pablo tiene allí guardadas, y se nota. Ya no puede permitirse ser débil.

Cuando se trataba de ranas, ratones o ratas, incluso gatos, era diferente. Aquello era fácil.

Retrocede en el tiempo.

Una sala blanca. Médicos. Una enfermera grita. Ha matado un ratón, casi lo ha cortado en dos con el cuchillo de la comida. No fue tan fácil, pero funcionó. Los colores. Tan hermosos. Entonces lo supo.

Le viene a la cabeza una vieja imagen: el cuchillo entra, el negro se torna rojo.

Sí, se acuerda. ¿Cómo iba a olvidarlo? La primera señal de lo que sería. Claro que entonces no lo reconoció. Fue más tarde, después del accidente, cuando mató al ratón. Entonces lo supo con certeza.

Luego fue a por el gato, un error. Jamás volvería a utilizar un gato. El maldito animal casi le sacó un ojo, lo cual habría sido… ¿qué palabra había utilizado aquel artista en la televisión…? Contraproducente.

Se pone unos guantes de látex y el mono de trabajo que le da aspecto de mecánico de coches. Luego se mete los pinceles, la cinta, el narcótico y los cuchillos en los hondos bolsillos y con un gesto rápido se abrocha la cremallera desde la entrepierna hasta el cuello. Agarra las pesas de Pablo y las alza sobre su cabeza. Las manos le tiemblan un poco, las venas de los brazos le palpitan.

Está cada vez mejor, más fuerte, y aunque a menudo se siente decepcionado, ahogado en oscuros y odiosos sentimientos, sucio y acuciado por un ansia desesperada y, sin saber por qué, se imagina en una habitación en penumbra acompañado únicamente por la oscilante luz sintética del televisor y todos los fragmentos de canciones y anuncios y voces huecas e inconexas, cuando está trabajando puede olvidarse de todo, y en este momento se niega de plano a pensar en nada de eso porque sabe que es… contraproducente.

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