Jonathan Santlofer - Daltónico

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El hallazgo de los cadáveres de dos mujeres en el Bronx despierta la preocupación de la policía. El asesino se ensañó con las víctimas, las destripó y con su sangre pintó un lienzo que dejó como macabra firma personal en la escena del crimen. Kate McKinnon historiadora del arte y ex policía es contactada para llevar a cabo la investigación. Aunque reacia en un principio a involucrarse en el tema, McKinnon se verá empujada a hacerlo cuando el asesino, de forma brutal, reclame su atención. A medida que se suceden los crímenes, siempre acompañados del particular sello del homicida, McKinnon irá haciéndose una idea más definida del ser que se halla detrás de los mismos y descubrirá que se enfrenta a un psicópata con una extraña obsesión por el arte. Jonathan Santlofer autor de El artista de la muerte, además de reputado pintor estadounidense vuelca tensión y suspense en un thriller que toma Nueva York como escenario para presentarnos a una investigadora que debe apoyarse en sus conocimientos de arte, sus antiguos compañeros de la policía y un psiquiatra para frenar los arrebatos de un perverso asesino en serie.

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El busca en el bolsillo los billetes doblados.

– ¿Eso qué es?

– ¿Esto? -dice sacando un pincel-. Es que soy pintor.

– ¿De verdad? -replica ella sin entusiasmo.

– Puede que algún día te pinte a ti. Con esa piel que tienes color rosa clavel y tu pelo de vara de oro, vaya, que me inspiras.

– Ya, seguro. -La chica sonrió-. Pues para que lo sepas, mi pelo es rubio platino. Pero qué cono, si tú quieres que sea vara de oro, pues nada, vara de oro.

– Sí, me gusta el color vara de oro. Me gusta mucho. También me gusta el resplandor del sol y el limón láser.

– Vaya, sí que eres un artista, ¿eh? -Se toca el pelo oxigenado-. Pero más vale que te lo diga ahora, para que luego no te decepciones. No soy rubia natural.

– Supongo que eso significa que tendré dos colores por el precio de uno, vara de oro y castaño. ¡Geniaaaaal!

La chica se echa a reír.

18

Floyd Brown salió corriendo de la comisaría.

– ¡Llama a Perlmutter! -gritó al agente que intentaba seguirle el paso-. Que se reúna conmigo.

El cielo estaba gris y amenazaba lluvia.

Brown pegó la luz al techo del coche y encendió el motor. Mierda. Era jefe de la Brigada Especial de Homicidios de Manhattan, ya tenía que estar jubilado y todavía andaba correteando por el Bronx, su antiguo territorio, un barrio que no quería ver ni en pintura.

Sacó el Impala del aparcamiento en batería y encendió la sirena. La adrenalina corría por sus venas casi tan deprisa como la gasolina en el motor.

Otro asesinato. Otro cuadro. Eso es lo que había dicho McNally.

Se acabó. Ahora ya no había manera de evitar una movilización a gran escala. Más policías, más agentes, más presión para el alcalde. Brown estaba seguro de que Tapell ofrecería una conferencia de prensa. Probablemente estaría ya escribiendo el discurso.

Kate, de regreso en su casa después de la reunión con el doctor Ernst, estaba hojeando un catálogo de la colección de Hans Prinzhorn cuando Perlmutter la llamó para darle la noticia. Ahora iba junto a él en su coche, un Crown Victoria, dirigiéndose a toda velocidad hacia la escena del crimen. Los vehículos que pasaban a ambos lados eran un puro borrón. En su mente se sucedían detalles de antiguos casos como fragmentos de una película muda: Ruby Pringle, su último caso, el ruido de los tacones aplastando la gravilla en torno al vertedero de basura, el cadáver de la joven, aquellos ojos azules de pupilas negras que la miraban; el rostro de Ruby fue reemplazado por aquellos niños rubitos de Long Island City, atados y amordazados. Y las magulladuras de sus cuerpos desnudos se convirtieron en la cicatriz de la autopsia que asomaba por la sábana blanca que cubría el cuerpo de Richard, hasta que el blanco se tornó gris y Kate se dio cuenta de que estaba mirando sin ver las nubes a través del parabrisas y de que tenía lágrimas en las mejillas. Se las enjugó, pero no antes de que Perlmutter las viera.

– ¿Estás bien?

– Sí. -Enfocó la vista y miró los barcos del Hudson, rápidos estudios, bocetos apenas, que iban pasando a toda velocidad por la ventanilla.

Ya empezaba a oscurecer cuando Perlmutter aparcó el Crown Victoria junto a un par de furgonetas de la policía. Estaba lloviznando y las farolas teñían la lluvia de un amargo tono limón; cada pocos segundos las luces de la policía bañaban de rojo la calle, los edificios y la multitud que se había congregado. El ulular de las sirenas componía la banda sonora. Una escena casi de una belleza cinematográfica. La vida imitando al arte.

– ¿Cómo se enteran siempre los primeros? -preguntó Perlmutter al ver a un par de periodistas que montaban las cámaras y los focos.

Floyd Brown estaba junto al edificio, así como Marty Grange, flanqueado por Sobieski y Marcusa.

– ¿Qué aspecto tiene? -quiso saber Perlmutter.

– Es nuestro hombre, eso seguro -contestó Brown.

Marty Grange, con el rostro bañado por el amarillo limón de las farolas, se volvió hacia Kate y luego hacia Brown como queriendo decir: «¿Qué demonios hace ella aquí?»

– Freeman está dentro -informó Brown-. Quería ver la escena del crimen de primera mano, por si eso puede ayudarle a trazar el perfil del asesino. Tapell también ha venido -añadió con un suspiro-. Entrad a echar un vistazo.

Con la placa a modo de escudo y seguido de Kate, Perlmutter se abrió paso entre el cordón policial hasta un pequeño vestíbulo donde un agente estaba recogiendo huellas y otro fotografiaba la marca de unas manos ensangrentadas en la pared. Fueron siguiendo las huellas de manos por un pasillo donde otros agentes seguían recogiendo pruebas.

Perlmutter avanzaba más deprisa que Kate, que había aminorado el paso para observar la sangre en la pared y el suelo, reconstruyendo los hechos mentalmente con el corazón acelerado. Por fin dobló la esquina y entró en el salón donde estaban los detectives, un par de agentes, el equipo técnico y Perlmutter, al otro lado, con McNally, el jefe de policía del Bronx, que a su vez se inclinaba hacia Tapell. Todos susurraban como si estuvieran en la iglesia.

Mitch Freeman estaba agachado junto a ellos, mirando alternativamente el cadáver y el cuadro, otro bodegón colocado en una barata silla plegable. Por la manera en que cerraba los ojos y tragaba saliva cada pocos segundos, Kate dedujo que estaba esforzándose por no vomitar.

Perlmutter, que también se dio cuenta, le dio unas palmaditas en el hombro.

Cerca del centro de la sala yacía una mujer, o lo que quedaba de ella, desnuda salvo por las medias de rejilla, rotas en torno a los tobillos, y unas pulseras en las muñecas. A Kate no le resultó fácil identificar mucho más. Tenía el torso y el abdomen abiertos en dos y un círculo casi perfecto de sangre rodeaba el cuerpo, como si el cadáver flotase en gelatina negruzca.

Cada pocos segundos el flash del fotógrafo iluminaba la escena de un blanco cegador y Kate daba un respingo.

– Parece que ésta le hizo sudar tinta -comentó Perlmutter, acercándose a ella-. Los de Científica dicen que seguramente la apuñaló junto a la puerta pero que se debatió y echó a correr por el pasillo hasta que al final la mató aquí.

– Ya -contestó Kate. Lo había averiguado desde que vio la primera huella ensangrentada. Se imaginaba cada movimiento, como en una película de terror, el cazador y su presa, mientras notaba de nuevo aquella sensación, aquel zumbido en la cabeza.

– La puerta no está forzada -informó Brown-. La víctima le abrió o llegó con él a casa.

Un forense inclinado sobre el cadáver sacó un termómetro de una herida mientras otro técnico hurgaba bajo las uñas.

Kate se dio la vuelta. Ya había visto más que suficiente.

Brown le hizo un gesto grave con la cabeza y luego se dirigió a uno de los técnicos.

– ¿Alguna identificación? -preguntó.

– Se llamaba Mona Johnson. Es evidente que era una prostituta de la calle. -El hombre le tendió un carné de conducir. Tanto él como Brown llevaban guantes puestos-. La cartera estaba en el suelo, vacía excepto por el carné de conducir de Pensilvania.

Brown miró la fotografía. Un rostro joven y atractivo, nada parecido a la muñeca rota y pintada que yacía en el suelo. Miró la fecha de nacimiento e hizo el cálculo: diecisiete años.

– En la cartera no había dinero -prosiguió el técnico-. En los bolsillos tampoco. El forense piensa que murió durante la noche, ya tarde, probablemente de madrugada.

Tapell llamó a Brown por señas.

– Tengo programada una rueda de prensa para las diez. -Su piel oscura había perdido color y tendía hacia el gris.

– Pues según parece la prensa ya se ha enterado -replicó Brown-. Saldrá en el informativo de las once.

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