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Åsa Schwarz: Ángel caído

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Åsa Schwarz Ángel caído

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Estocolmo. Nova es una joven activista de Greenpeace. Una noche entra en una casa en el centro de la ciudad aprovechando que los dueños no están para realizar una «acción de protesta». Pero cuando entra se encuentra con un espectáculo escalofriante: el dueño de la casa, Josef K. Larsson y su mujer han sido brutalmente asesinados y sus cuerpos yacen en la cama, junto a su perro, también muerto. Amanda es la policía al cargo de la investigación de los crímenes en casa de Josef K. Larsson. Al principio cree que Nova podría ser la autora del crimen y decide investigarla. Finalmente Nova es detenida por la policía, pero en realidad lo que ocurre es que ella les ayuda a encontrar al verdadero asesino.

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George McAlley estaba en su despacho con vistas a un jardín tan cuidado como su pelo. Las paredes estaban cubiertas de fotografías de su pasado como oficial y sus zapatos bien cepillados se hundían en una blanca moqueta. Sobre un pedestal había una medalla de color plata montada dentro de un globo de cristal; tenía la forma de una cruz con un águila de alas extendidas en medio. La medalla estaba sujeta por una cinta roja, blanca y azul y se la habían dado por su extraordinario comportamiento heroico durante la guerra de Vietnam. De todas las pertenencias que tenía George McAlley, era la que más valoraba.

Sobre la mesa que tenía delante había dos fotografías. Una, tomada en 1949 por la US Air Force, había estado en el archivo confidencial Ararat Anomaly hasta 1979, cuando se hizo oficial. La otra había sido tomada recientemente por un satélite en la misma zona.

El motivo de la excitación de George McAlley era un contorno en forma de lanza en la capa de nieve que se podía reconocer en las dos imágenes tomadas cuando se encontraba en uno de los dos picos del monte Ararat. En la foto antigua, en blanco y negro, la forma era sólo una sugerencia, pero en la otra, los bordes se veían con claridad y la nieve había resbalado dejando agujeros oscuros que ponían aún más de relieve que algo grande y hueco estaba escondido allí abajo. El clima caluroso había encogido el glaciar notablemente y ya no podía ocultar el objeto. Para George McAlley aquello era la última prueba necesaria para dar el paso definitivo y organizar una expedición a aquella montaña de Turquía de más de cinco mil metros de altura. Costaría casi un millón de dólares, pero el dinero ya estaba conseguido. Por una parte, gracias a su propia aportación y, por otra, a la de organizaciones cristianas que compartían el mismo objetivo: demostrar que el Arca de Noé existía y estaba enterrada en los glaciares del monte Ararat, tal y como se decía en la Biblia.

– Gracias, Señor -murmuró George McAlley mientras la ola de orgullo que lo invadía expandía su pecho.

Dios lo había elegido a él para encontrar el artefacto más buscado del mundo. Él sería quien demostraría a todos los infieles, indecisos y pecadores, que Dios era tan grande como la Biblia había testimoniado a lo largo de todos los tiempos. El orgullo se mezclaba con el triunfo. Él tenía razón.

George McAlley tuvo que sentarse para asimilar la información antes de hacer la primera llamada. Para que su apariencia tranquila no se alterara, tenía que calmarse un poco y sopesar detenidamente la forma en que iba a expresarse. A pesar de haberse imaginado aquel momento miles de veces, no tenía claro del todo cuál era el siguiente paso. George McAlley decidió poner sus pensamientos en orden.

Estocolmo,época actual

Nova corría hacia el local: calle Drottning, la parte antigua, llamada Gamla stan, y la calle Göt. Fugazmente pensó en girar y entrar en Gamla stan, abrir la puerta de su casa y meterse debajo de un edredón, pero entonces estaría sola con lo que sabía.

Sola en la oscuridad.

Cuando Nova cruzó Slussen habían pasado doce minutos y normalmente tardaba una media hora. Notaba que una ancha franja de sudor le resbalaba por la espalda y que había calado notoriamente la chillona tela del mono de trabajo. El aire veraniego era caliente y bochornoso, incluso por la noche, en las horas que debería hacer más fresco. Había el mismo grado de humedad allí que en el bosque tropical, había leído Nova un día antes. Sin embargo, ahora no notaba los signos del cambio climático que solía tener en cuenta habitualmente. La imagen que tenía fija en la retina borraba todo lo demás.

Sentía que el pánico le recorría todo el cuerpo.

Respiraba aceleradamente y eso le producía dolor.

No había mirado hacia atrás ni una sola vez, como si aquello la ayudara a olvidar. Pero no era así. Por el contrario, sí que ayudaba a mantener en el anonimato a la oscura figura que la seguía corriendo.

Ahora se le acercaba lentamente.

Solía estar en mejores condiciones físicas que Nova, pero la velocidad de la chica se vio incrementada por la adrenalina y el miedo. Continuaba corriendo en la parte de la calle Göt que las anteriores generaciones llamaban Cuesta de los Borrachos. El nombre seguía siendo de lo más adecuado, pero un lunes y a aquellas horas de la noche los bares estaban vacíos y la calle desierta. Sólo las centenarias casas eran testigo de la huida de Nova. Estaban mudas a lo largo de la calle, así como los letreros de hierro y los grandes escaparates.

Nova llevaba la mochila colgada de un hombro y, aunque la sujetaba con una mano casi agarrotada, se mecía de un lado a otro. Justo cuando el hombre se disponía a agarrársela para pararla, ella oyó los pasos que la seguían y se echó hacia adelante para evitar ser apresada.

Tropezó y se cayó.

Las palmas de las manos le escocían.

Se encogió como una pelota e intentó protegerse con los brazos aleteando sobre la cabeza. El hombre, que era bastante más fuerte que ella, consiguió sujetarlos aunque recibió más de un golpe en el intento. Cuando Nova notó que la habían sujetado por las muñecas, empezó a sacar toda la angustia que sentía gritando.

– Nova, cállate, vale ya -le susurró el hombre mientras la sacudía.

Fue entonces cuando se dio cuenta de quién era.

Aquella voz suave pertenecía a Arvid. Sus gafas estaban torcidas y su rala barba bañada de sudor. Arvid tenía la misión de vigilar el portal mientras Nova se encontrara dentro de la vivienda. Se había olvidado por completo de su existencia. Lo único que pensó fue en llegar hasta las seguras paredes del local. Los gritos se volvieron un llanto desenfrenado.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Arvid intranquilo-. ¿Te han descubierto?

Todos los intentos de Nova para formular palabra se convertían en sollozos. Arvid la ayudó a ponerse en pie. Dos mujeres de unos treinta años aparecieron en la cuesta y miraron enojadas a Arvid, pensando que tenía la culpa del llanto de Nova. Una incluso llegó a preguntarle a Nova cuando pasaban por su lado:

– ¿Necesitas ayuda?

Nova negó con la cabeza como respuesta y dejó que Arvid se la llevara de allí. Su mochila descansaba ahora en la espalda de él. Subieron los últimos metros de la cuesta de la calle Göt; Arvid cargaba a Nova más que sujetarla. En su compañía, se sentía más tranquila. Era una de las pocas personas que tenían esa influencia sobre ella.

Antes de entrar, Arvid controló que nadie los viera, y luego cerró la puerta tras de sí.

Nova y Arvid subieron unos cuantos escalones y entraron en los locales de Greenpeace. En lugar de seguir por el pasillo hasta el local grande y la cocina, tomaron a la derecha y entraron en una pequeña sala de reuniones que llamaban «célula». No querían arriesgarse y despertar a Stefan Holmgren, que era el responsable de la actividad de Greenpeace en Suecia. A veces dormía en el despacho a falta de otra vivienda. Lo último que querían era que se enterara de lo que habían hecho.

La habitación era completamente cuadrada y parecía una sala de interrogatorios de una serie de detectives americana; la luz excesivamente fuerte del fluorescente titilaba de vez en cuando. Apenas estaba amueblada: sólo una mesa de plástico y cuatro sillas. El hombre alto que esperaba allí vio asombrado e intranquilo cómo Nova se desplomaba en una silla. La gorra se le cayó al suelo y dejó a la vista sus rastas rubias. Dos le cayeron delante de la cara, pero ella no se preocupó de apartárselas. Detrás de su silla había un gran póster con una fotografía tomada en Groenlandia. Era la imagen del barco de Greenpeace, el Rainbow Warrior, que documentaba los efectos del cambio climático en los hielos de Groenlandia y en los glaciares.

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