Lars Kepler
El Hipnotista
Hypnotisören (2010)
«Como el fuego, igual que el fuego», ésas fueron las primeras palabras que pronunció el chico hipnotizado. Pese a sufrir lesiones mortales, cientos de cuchilladas en la cara, las piernas, el tronco, la espalda, las plantas de los pies, el cuello y la nuca, se lo había inducido a un estado de hipnosis profunda con la esperanza de poder ver a través de sus ojos lo que había sucedido.
– Intento parpadear -murmuró-. Entro en la cocina pero noto algo raro, suena un crujido entre las sillas y un fuego muy rojo se extiende por el suelo.
El asistente de policía que lo encontró en la casa entre los otros cuerpos pensó que estaba muerto. El chico había perdido gran cantidad de sangre, había entrado en estado de shock y no recuperó la conciencia hasta siete horas después.
Era el único testigo superviviente, y el comisario de la policía judicial Joona Linna consideró que era probable que pudiera dar una descripción válida del asesino. Su intención había sido matarlos a todos, y posiblemente por eso no se había molestado en ocultar su rostro durante los hechos.
No obstante, si las demás circunstancias no hubieran sido tan excepcionales, ni siquiera se habrían planteado recurrir a un hipnotista.
En la mitología griega, el dios Hipnos es un muchacho alado que lleva en la mano una amapola. Su nombre significa «sueño». Es hermano gemelo de la muerte e hijo de la noche y la oscuridad.
El término «hipnosis» fue utilizado por primera vez con su significado actual en 1843 por el cirujano escocés James Braid. Con esa palabra describió un estado similar al sueño, de aguzada atención y gran receptividad.
Hoy en día está científicamente demostrado que casi todas las personas son susceptibles de ser hipnotizadas, aunque aún varían las opiniones sobre la utilidad, la fiabilidad y los riesgos de la hipnosis. Probablemente esta ambivalencia tenga que ver con que se ha hecho un mal uso de la misma por parte de embaucadores, artistas y servicios secretos de todo el mundo.
Desde un punto de vista puramente técnico, es fácil llevar a una persona a un estado de conciencia hipnótico; lo difíciles controlar el desarrollo, acompañar al paciente, analizar y manejar el resultado. Sólo con una amplia experiencia y una gran capacidad es posible dominar verdaderamente la hipnosis profunda. En todo el mundo no hay más que un puñado de verdaderos expertos en hipnosis con cualificación médica.
Madrugada del 8 de diciembre
Erik Maria Bark es arrancado repentinamente de su sueño cuando suena el teléfono. Antes de despertar totalmente se oye a sí mismo decir con una sonrisa:
– Globos y serpentinas.
El corazón le palpita por el súbito despertar. Erik no sabe lo que ha querido decir con sus palabras, no tiene ni idea de lo que trataba el sueño.
Para no molestar a Simone, sale sigilosamente del dormitorio y cierra la puerta antes de contestar.
– Sí, soy Erik Maria Bark.
Un comisario de la policía judicial de nombre Joona Linna le pregunta si está lo suficientemente despierto como para asimilar una información importante. Mientras escucha al comisario, sus pensamientos todavía caen en el oscuro espacio vacío posterior al sueño.
– Me han dicho que es usted muy bueno en el tratamiento de traumas agudos -dice Joona Linna.
– Sí -responde Erik con brevedad.
Se toma un analgésico mientras escucha el relato. El comisario explica que necesita interrogar a un testigo. Un chico de quince años ha presenciado un doble asesinato. El problema es que el muchacho ha sido gravemente florido. Su estado es inestable, se encuentra inconsciente, en estado de shock. Durante la noche se lo ha trasladado de la sección de neurología del hospital de Huddinge a la de neurocirugía del hospital universitario Karolinska de Solna.
– ¿Quién es el médico responsable? -pregunta Erik.
– Daniella Richards.
– Es muy competente, estoy seguro de que ella puede…
– Es ella quien me ha pedido que lo llamara-interrumpe el comisario-. Necesita su ayuda urgentemente.
Erik vuelve al dormitorio para coger su ropa. La luz de una farola de la calle se filtra entre los dos estores. Simone está tumbada boca arriba y lo observa con una mirada extraña, vacía.
– No quería despertarle -dice él en voz baja.
– ¿Quién era? -pregunta ella.
– Un policía…, un comisario, no he entendido cómo se llamaba.
– ¿De qué se trata?
– Tengo que ir al Karolinska -contesta él-. Necesitan ayuda con un chico.
– Pero ¿qué hora es?
Ella mira el despertador y cierra los ojos. Erik observa que en sus hombros pecosos hay marcas de los pliegues de la sábana.
– Duérmete, Sixan -susurra él.
Luego saca su ropa al recibidor, enciende la lámpara del techo y se viste rápidamente. Una hoja de acero brillante relampaguea a su espalda. Erick se vuelve y ve que su hijo ha colgado los patines en la manija de la puerta de la calle para no olvidárselos. Pese a que tiene prisa, va al armario, saca el baúl y busca los protectores de los patines. Los coloca en las cuchillas afiladas, luego deja los patines sobre la alfombra del recibidor y sale del apartamento.
Son las tres de la madrugada del martes 8 de diciembre cuando Erik Maria Bark se sienta en su coche. La nieve cae lentamente del cielo negro. No hace nada de viento y los pesados copos se posan somnolientos sobre la calle vacía. Gira la llave en el contacto y la música empieza a sonar en suaves oleadas: Miles Davis, Kind of blue.
Conduce el breve trayecto por la ciudad dormida, desde la calle Luntmakargatan, por Sveavägen, hasta Norrtull. El lago de Brunnsviken se adivina como una abertura grande, negra, tras la nieve que cae. Entra a poca velocidad en el área hospitalaria, entre el hospital Astrid Lindgren, falto de personal, y la maternidad, pasa por delante del edificio de radioterapia y psiquiatría, aparca en su plaza habitual, en el exterior de la clínica de neurocirugía, y sale del coche. El resplandor de las farolas se refleja en las ventanas del alto complejo. Sólo hay unos pocos coches en el aparcamiento de visitantes. Los mirlos se mueven con alas crepitantes en la oscuridad que rodea los árboles. Erik se percata de que a esa hora no se oye el rumor de la autovía.
Introduce la tarjeta de acceso, marca el código de seis cifras y entra en el vestíbulo, sube en el ascensor hasta la quinta planta y recorre los pasillos. Los fluorescentes del techo brillan en el suelo de goma azul como el hielo en una zanja. Es entonces cuando nota el cansancio tras la repentina subida de adrenalina. El sueño era muy bueno, aún tiene un regusto feliz. Pasa frente a un quirófano, continúa ante las puertas de la enorme cámara hiperbárica, saluda a una enfermera y piensa una vez más en lo que le ha contado por teléfono el comisario de la judicial: un chico con varias hemorragias internas, tiene cortes por todo el cuerpo, suda profusamente, no quiere estar tumbado, está inquieto y tiene mucha sed. Hacen un intento de hablar con él, pero su estado empeora rápidamente. Su conciencia se hunde al mismo tiempo que el corazón se acelera y la médico responsable, Daniella Richards, toma la adecuada decisión de no permitir que el policía se acerque al paciente.
Dos agentes uniformados están de pie ante la puerta de la sección número 18. Erik tiene la impresión de que la preocupación aparece en sus caras cuando él se acerca. Quizá sólo estén cansados, piensa cuando se detiene ante ellos y se identifica. Echan un vistazo rápido a la tarjeta, luego pulsan un botón y la puerta se abre con un zumbido.
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