– Si algo tengo que lamentar en un día tan importante para mí -continuó disertando el magnate, rigurosamente trajeado de azul marino- es haber demorado demasiado tiempo en descubrir los prodigios de Pascua. Daría lo que fuese por haberlos conocido años atrás. Esta isla ejerce sobre mí una irresistible fascinación. Ha cambiado mi manera de ver las cosas, ha hecho de mí alguien más lúcido, más generoso y mejor. Mi manera de reintegrarle cuanto ya me ha dado consiste en enriquecer sus atractivos. En ese sentido, les agradeceré de corazón que hablen al mundo de las maravillas de Pascua y también, claro está, y lo mejor posible, del nuevo hotel que hoy nos acoge.
Camargo hizo una pausa para beber un sorbo de agua. Se secó ceremoniosamente los labios con un pañuelo de papel y presumió:
– En cambio, no creo que vaya a tener que insistirles para que se extiendan en torno a la pieza aparecida en el yacimiento arqueológico de La Pérouse, en una misión cultural y patrimonial de primer orden financiada por nuestro grupo.
El técnico que regía la mesa de luz y sonido iluminó con un cañón un volumen cubierto por una lona, situado entre el orador y la prensa. El financiero descendió de la tribuna, retiró la cubierta de tela y se apartó para que los representantes de la prensa pudieran ver el objeto de tanta expectación.
Era una de las piedras esféricas extraídas del yacimiento submarino de La Pérouse. Camargo autorizó a fotógrafos y cámaras a tomar imágenes. Sin necesidad de que les indicara nada, los objetivos se centraron en el bajorrelieve que decoraba la esfera.
Uno de los corresponsales inquirió:
– ¿Podría explicarnos qué significa ese dibujo en la piedra, señor Camargo? ¡Parece un extraterrestre!
– Ustedes mismos van a tener ocasión de hablar y especular largo y tendido sobre el sentido y significado de la «esfera del astronauta», como la hemos bautizado -repuso Camargo-. Si son tan amables de volver a sentarse, procuraré ilustrarles sobre el alcance de esta pieza única. En la pantalla se irán sucediendo fotografías del yacimiento de La Pérouse y de algunas otras de las esferas de piedra descubiertas bajo el mar.
La primera imagen en proyectarse se correspondía, precisamente, con la «esfera del astronauta». En la ampliación se apreciaban mejor la escafandra y el traje espacial, que despertaron asombro. Uno de los reporteros levantó la mano para preguntar algo, pero Camargo había recuperado la tribuna y reflexionaba en voz alta:
– ¿Hubo alguien más en la isla en la época en que fueron tallados los grandes moais ? ¿Seres que, procedentes de otros mundos, sí disponían de la tecnología para trasladar esos bloques de piedra y levantarlos en sus altares? ¿Recibieron los rapa nui la visita de hombres pájaro procedentes del espacio exterior?
– Sabíamos que tiene usted dinero, poder y amigos hasta en el infierno -intervino un reportero particularmente jocoso-, pero no tanta imaginación.
Camargo le dedicó una sonrisa helada.
– Por imaginativa que pueda parecer esta teoría, a la vista del descubrimiento de La Pérouse y de lo que pueda simbolizar la «esfera del astronauta», no debería descartarse sin más.
Diversas fotografías del yacimiento fueron sucediéndose en la pantalla. Dos de los grandes moais extraídos del fondo del mar habían sido retirados hacia el interior de una cala rocosa, donde descansaban tumbados sobre palés de madera. Un equipo de maquinaria pesada, con una pequeña grúa y una pala hidráulica, seguía trabajando en la extracción de materiales líticos. Junto a los moais rescatados del lecho submarino se apreciaban otras esferas de piedra, muy diferentes a cuantos restos arqueológicos se habían recuperado en la isla. El equipo de Manumatoma había instalado barracones que servían de estudio y almacén, donde guardar el material de buceo y progresar en el inventario y limpieza de las piezas que iban rescatándose del abu submarino.
– Esos moais que ven en las fotos son de los más grandes de la isla -informó Camargo-. El mayor tiene nueve metros de altura. Sepultados bajo el mar, pero a muy escasa distancia de la costa, hay, por lo menos, cinco cabezas más. Su orientación no era, según acostumbraba a serlo, mirando a tierra, sino que, en el caso del abu de La Pérouse, sus estatuas lo hacían en dirección al mar. Siendo esta una diferencia importante con respecto a los restantes altares, no es la única. Tal como estoy seguro de que el profesor Manumatoma, director de la excavación de La Pérouse, les ratificará…
– ¿Donde está el profesor? -le interrumpió otro de los reporteros.
– Obligaciones profesionales le han retenido en Santiago -le justificó el banquero-. En cuanto esté de vuelta, podrán formularle cuantas preguntas deseen, así como visitar el yacimiento de La Pérouse.
La rueda de prensa abordó otras cuestiones sobre el mito del hombre pájaro y la especie a que supuestamente pertenecía el astronauta grabado en la esfera de piedra.
En cuanto consideró que había cumplido sus objetivos, Francisco Camargo abandonó satisfecho el atril.
– ¿Cómo se ha atrevido a hacerme eso?
Fue Manuel Manumatoma quien le formuló esa queja a bocajarro. Camargo se encontraba en el bar Intercontinental del Easter, despachando al aire libre con Aurelio Mejía. Habían transcurrido unas cuantas horas de la rueda de prensa de presentación de la «esfera del astronauta», y estaba anocheciendo en la isla.
– ¿A qué se refiere? -tanteó Camargo.
– ¡A su, a su…! -balbuceó el arqueólogo, tan excitado que no pudo continuar hasta que no hubo tomado aire-. ¡A su indignante usurpación! ¡A sus mentiras! ¡Llegó a decir que yo estaba en el continente, cuando no me he movido de la isla!
– Cálmese -le aconsejó el millonario, en tono seco-. Y no me falte al respeto.
– ¡Encima se atreve a amonestarme! -rugió el intelectual, con la mandíbula desencajada; uno de sus brazos subía y bajaba, expresando la ira acumulada-. ¡Después de humillarme como lo ha hecho, de arrastrar mi nombre por el fango, aún tendré que darle las gracias!
– No le quepa la menor duda -sostuvo Camargo, indicando a Mejía que le dejase a solas con él.
En cuanto el director del hotel se hubo quitado de en medio, Camargo consideró:
– El tiempo todo lo cura. Más adelante, cuando se le haya pasado el disgusto, comprenderá que mi iniciativa no solo no ha sido perjudicial para sus intereses, sino que va a reportarle pingües beneficios. Si juega bien sus cartas, se convertirá en el arqueólogo más famoso del mundo. ¿No se da cuenta?
– ¡En cuarenta años de actividad académica, jamás…!
– En todo momento he respetado su nombre -le interrumpió el banquero-, y lo he difundido ante los medios de comunicación. Espero haber beneficiado asimismo los intereses turísticos de la isla de Pascua. Como única falta, admitiré haber promocionado el Easter, en el que, por otra parte, he invertido una enorme cantidad de dinero.
– Ahí descansa su único poder -le acusó con amargura el arqueólogo-. ¡En su sucio dinero! ¿Cómo se ha atrevido, sin mi autorización, a utilizar una pieza arqueológica para montar su vulgar espectáculo comercial? ¿Y de qué modo se las arregló para trasladar la esfera desde el yacimiento de La Pérouse? ¿Ha sobornado a alguien de mi equipo?
– Fue cosa de magia, ¿verdad? -pareció burlarse el financiero-. Estaba en mi perfecto derecho de disponer de esa pieza -se ratificó acto seguido, recuperando la impavidez-. Ya está de vuelta en La Pérouse, como podrá comprobar. Nada más concluir mi comparecencia pública, la «esfera del astronauta» fue restituida al yacimiento, donde podrá continuar estudiándola. Será usted quien decida cuándo y dónde será exhibida.
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