– Libres -asintió Rebeca.
– Libres para hacer el amor, libres como la luz del día -asintió poéticamente Percy-. No hay límite para el amor. En vuestro mundo los hombres se avergüenzan de las mujeres que han dejado de ser vírgenes. Aquí, en cambio, nos abochornamos de las que lo son.
El yorgo la sacó de la pista y se paró un momento en la barra para coger un par de latas de cerveza, que no pagó.
– Iremos a la cueva de las vírgenes.
– ¿Dónde está?
– Cerca.
Rebeca se defendió débilmente.
– No he traído abrigo. Tendré frío.
– Yo te daré calor.
El gigante que hacía el oficio de portero sonrió al verles salir abrazados. A Rebeca no le importó que la considerase la chica de Percy. Lo deseaba de tal modo que se estaba planteando seriamente llegar a serlo.
Los labios de Percy contribuyeron a sellar su utopía. Se habían abatido sobre los suyos en cuanto pisaron la arena. Sintiendo que solo existían ella, él y la noche de Pascua, Rebeca le devolvió el beso con pasión.
Horas después despertó súbitamente, con una intensa sensación de frío y temor. Enseguida se tranquilizó. Percy estaba a su lado. Dormía de costado, con el hombro clavado en la arena y las rodillas encogidas en posición fetal. En lugar de la tiritona que la destemplaba a ella, su piel desnuda emanaba tibieza.
– ¡Despierta!
– No estoy dormido -dijo él, sobresaltándola con su voz; las paredes de la cueva provocaban eco-. No he podido dormir en toda la noche, y eso es algo que nunca me ocurre.
– Tampoco a mí suelen sucederme estas cosas -coincidió Rebeca apretándose contra él.
Percy se dio la vuelta y comenzó a besarla en el cuello.
– No, Percy, otra vez no…
– Una vez más. Después te dejaré, te lo prometo.
– ¡He dicho que no! ¡Percy, estate quieto! Eres un salvaje.
– Eso es lo que te gusta de mí.
– Estás equivocado.
– Reconócelo. Si me vistiese como un conti, como uno de esos chilenos invasores, con sus feos trajes, si me cortase el pelo como ellos ni siquiera me habrías mirado. De hecho, hay muchos Percys en tu mundo. Los contratáis como barrenderos.
– No es momento para un debate de esa naturaleza -le cortó ella, poniéndose en pie y sacudiéndose la tierra de la cueva.
La pegajosa arcilla parecía habérsele metido debajo de la piel y no se dejaba eliminar tan fácilmente. Rebeca calculó que hasta que estuviera bajo la ducha no conseguiría sentirse limpia. Ese pensamiento la invitó a retornar a su realidad.
¿Qué hora sería? No llevaba reloj. Tampoco Percy, cuyas muñecas estaban cubiertas de pulseras. La penumbra de la caverna no permitía saber si era de día o de noche. Rebeca caminó unos pasos hacia su boca, siguiendo un rayo de tan débil claridad que podía ser luz lunar, y se encontró asomada al sol a una vertiginosa altura, sobre un mar batiente que restallaba abajo.
– ¡Percy! -exclamó, asustada-. ¡Hay un abismo! ¿Cómo llegamos hasta aquí?
– Por los acantilados. Te desmayaste con lo que fumamos y te cargué a la espalda. Pesas poco más que un potrillo, aunque de vez en cuando tiras buenas coces.
Rebeca elevó los ojos hacia la pared que ascendía prácticamente en vertical.
– ¿Me bajaste por allí?
– Claro.
– ¡Pudimos habernos matado!
– Es una broma -sonrió Percy, robándole otro beso en la boca-. Esta cueva tiene una entrada secreta que pocos conocen. Era uno de los refugios de los hombres pájaro, de ahí que solo vengamos aquí con nuestras parejas, para hacer el amor, como ellos lo hacían con las vírgenes.
– Debía de ser repugnante.
– ¿El qué?
– Elegir a una mujer para aparearse.
– Una o dos. Nosotros lo hemos hecho dos veces. Yo mismo puedo cubrir a varias mujeres en una sola noche y marcharme a pescar por la mañana.
Rebeca le miró con indignación.
– ¡Machista estúpido!
– Puede que no te guste, pero es así.
– ¡Sácame de aquí!
El yorgo se sacudió la arena y, sin decir palabra, fue guiándola hacia la salida de la cueva. La abandonaron a través de un estrecho y oscuro túnel que Rebeca recorrió sin el menor recuerdo de haberlo hecho la noche anterior. Tuvo la impresión de que se hundían en la tierra más y más, pero poco a poco la claridad fue aumentando y finalmente el perfil de unas grandes rocas reflejó la luz solar.
– Tu hotel está allá -señaló Percy, al salir a la superficie de una cala rocosa-. ¿O debería decir tu cárcel?
Subieron un terraplén de piedras, dejando el mar a sus espaldas. Ya no estaba liso y turquesa, como el día anterior, sino encrespado y grisáceo. La discoteca Blue Star no era sino una destartalada chozona que parecía fuera a caerse en cualquier momento. Cerca se veían los setos del Easter y el anagrama del Grupo Camargo coronando el pabellón de uno de los restaurantes.
– ¿No me acompañas?
– Si quieres…
Caminaron en silencio hacia el hotel. El sol brillaba con fuerza, pero el aire era más delgado y se respiraba humedad. Al sentir el frescor, Rebeca se encontró mejor y lamentó haber tratado mal a Percy. Iba a disculparse con él cuando una silueta inconfundible se acercó hacia ellos por la senda que conducía a los ahu de la costa.
– Es mi padre -murmuró aterrada-. Será mejor que te vayas, Percy.
– ¿Te avergüenzas de mí?
– No, no es eso.
– Sí, claro que es eso. ¡Eh! -gritó, agitando los brazos hacia Camargo, que se les acercaba a buen paso por la ondulada pradera-. ¡Su hija y yo estamos aquí!
– ¡Serás patán! -rugió Rebeca, roja de furia.
– ¿Quién diablos es usted? -les abordó Camargo, cayendo sobre ellos como un deslizamiento de tierras-. ¿Qué diablos ha estado haciendo con mi hija? ¿Sabes que llevamos horas buscándote, Rebeca?
– Puedo explicártelo, papá.
– ¿Así, medio desnuda? ¡Desde luego que vas a darme una explicación! ¡Vete al hotel y sácate la mugre que te ha contagiado este gitano!
Al ir a defenderla, Percy se encontró con un puñetazo que lo tumbó largo en la pradera. Camargo volvió a golpearle en el suelo, pero Percy, mucho más fuerte, se levantó con presteza y arremetió contra su agresor. Rebeca se interpuso entre ambos, chillando de tal manera que una pareja que paseaba por la costa, compuesta por Martina de Santo y Jesús Labot, se acercó a ver qué ocurría.
Percy decidió hacer caso de los ruegos de Rebeca y se fue alejando, no sin amenazar a Camargo puño en alto.
– ¡Ten mucho cuidado conmigo y mira a ambos lados cuando estés solo! ¡La próxima vez no habrá mujeres que te defiendan ni tendrás tanta suerte!
– Gracias por su presencia, señores -comenzó a decir Camargo.
No había hecho falta que nadie le introdujera. Él solo había roto a hablar sin el menor protocolo.
– Han sido ustedes muy amables por desplazarse hasta esta lejana y maravillosa isla. Gracias.
Eran las doce del mediodía. El financiero ocupaba un atril en el salón de actos del Easter. Detrás de él se extendía una pantalla donde podía leerse en enormes letras: Grupo Camargo. Y, debajo, el siguiente eslogan: «Trabajamos por Chile».
– Les doy las gracias y, al mismo tiempo, les felicito -sonrió el magnate; no tendría enfrente menos de una veintena de reporteros-. Están a punto de asistir a acontecimientos de extraordinario relieve para la isla de Pascua. ¿Quién sabe?, tal vez para el conjunto de los seres humanos.
Los periodistas congregados se miraron entre sí, escépticos. La mayoría había viajado hasta la isla para cubrir el eclipse de sol, que tendría lugar al día siguiente, 31 de diciembre. El Grupo Camargo había aprovechado el desplazamiento de enviados especiales para ofrecer una rueda de prensa en torno a un nuevo descubrimiento del que, en la convocatoria, no se revelaba nada. Todo en aquel acto, comenzando por la presencia de Francisco Camargo, era inhabitual. De hecho, la propia rueda había sido convocada a través de cauces poco convencionales. El equipo de imagen del holding se había empleado a fondo para asegurarse de la presencia en el Easter de destacados medios chilenos y españoles, sobre todo, pero también de periódicos y televisiones procedentes de otros países. Muchos de esos periodistas estaban alojados en el nuevo hotel de Camargo. La dirección les había invitado a conocer la isla, en excursiones de cortesía, así como las especialidades gastronómicas de sus restaurantes temáticos.
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