– Me va a permitir que discrepe -intervino Úrsula-. ¿Esa prioridad nacional no debería ser la cultura?
Rafael Camargo iba a comentar algo, pero era obvio que el hijo del banquero se había extralimitado con el vino. Sin el menor miramiento, su madre, Concha, le quitó la palabra de la boca para informar al conjunto de la mesa:
– Nosotros, señora Sacromonte, predicamos con el ejemplo. Nuestro grupo sostiene una fundación para estudios de música clásica y ópera.
– Y estamos restaurando los moais de la isla de Pascua -agregó su marido.
– Esto último es a modo de compensación, papá -le contradijo su hijo Rafael, con la voz tomada-. Por las mismas razones que los conquistadores regalaban espejuelos a los indios, a cambio de oro.
– Soy un hombre de negocios -le recordó su progenitor, sofocando su irritación.
– No les hagan demasiado caso -intervino Rebeca. No era guapa, pero sí una chica especial; hacía rato que algunos de los comensales, en especial Enrique Leca, se la estaban comiendo con los ojos-. Mi padre y mi hermano siempre se están peleando. Rafael debería independizarse, como he hecho yo, pero la paga del domingo no le llega.
Algunos empresarios rieron, lo que motivó que Rafael fulminase a su hermana con la mirada. El padre decidió intervenir por la misma razón que antes lo había hecho su mujer, para no dejar expresarse a su hijo.
– ¿Saben a qué llaman independizarse los jóvenes solteros de oro de hoy en día? A vivir mucho mejor de lo que cualquiera de nosotros consiguió hacerlo antes de cumplir los cincuenta. Tan solo espero que de los privilegios de que venís disfrutando -y Camargo se dirigió a sus hijos, ambos sentados frente a él- se derive una cierta competencia en una todavía incierta actividad.
– ¿En cuál? La banca es aburrida -descartó Rafael con afectada languidez.
– Si la comparas con el golf, el tenis, la equitación o el resto de tus habituales ocupaciones, podría estar de acuerdo.
Rafael renunció a contestar a su padre. No se parecía nada a él. Frente a los rasgos gruesos de Camargo, su único hijo tenía una cara flaca, con las mejillas hundidas bajo los pómulos y los labios sobresaliéndole abultadamente. Su mirada era abúlica y nada decía su expresión. Todo lo más, que la obligación de existir le producía tedio.
Por el contrario, su hermana Rebeca aparentaba atesorar bastante más personalidad. Sin terminar el plato, tomó un cigarrillo de una pitillera de plata y preguntó:
– ¿Qué hay de los indígenas de Pascua, papá? ¿Los has puesto a todos a trabajar o todavía hay algunos que siguen vagueando, sin beneficiarse de tus competitivos principios?
– Rebeca está muy concienciada con las comunidades nativas -medió su madre para evitar una trifulca familiar-. De hecho, colabora activamente con una organización no gubernamental, Pueblos Primitivos.
– Oprimidos, mamá. Mi organización se llama Pueblos Oprimidos.
– No tienen cuenta en ninguno de mis bancos -comentó jocosamente Camargo-. De ahí que nunca sepa dónde, a qué o a quién se destinan mis donativos. Bastante generosos, por otra parte.
El silencio que prosiguió fue tan frío como unánime, pero Camargo ni siquiera pareció darse cuenta. Mucho menos, sentirse avergonzado. Su hija le destinó una mirada en la que se empozaba toda una oscura historia familiar y, dirigiéndose a Blanquet, dijo con tono crítico:
– Aprovecho que mi padre ha sacado el tema económico para informarle, señor ministro, de que su Gobierno nos ha denegado una solicitud de subvención. En cambio, han decidido financiar a unas cuantas sectas religiosas y a una agrupación de falangistas.
Blanquet se encogió de hombros. El embajador iba a tratar de reconducir el diálogo cuando la escritora se le adelantó.
– Pueblos oprimidos -dijo Úrsula con lentitud, como inmersa en un infierno de holocaustos y éxodos-. ¿Oprimidos por quién, señorita Camargo?
– Por el poder establecido. En Chile, sin ir más lejos, sobreviven a duras penas unas pocas colectividades.
– Háblenos de esos indios, Rebeca -pidió Enrique Leca, haciendo un esfuerzo para no perderse en el escote de la hija de su jefe-. Y díganos qué podemos hacer por ellos.
– ¿Los mapuches, para empezar?
– Es un tema delicado -opinó Jesús Labot, cautelosamente-. Como sabes, querida sobrina, mi bufete ha defendido varios casos de minorías étnicas y hay que hilar muy fino. No digo que en el fondo no tengas razón, cuidado, sino que, en el marco de estas luchas, politizadas hasta sus últimos extremos, no todo es idílico. Por ambas partes hay abusos, fraudes y casos de corrupción. Siempre tomaré partido por los más débiles, defenderé en conciencia a los que en recursos y número sean inferiores, pero me he llevado más de una decepción y me las seguiré llevando. Insisto en que son temas muy delicados y no deben globalizarse.
– La represión oficial se ejerce sin la menor delicadeza -porfió la joven; la sangre le había subido al rostro y en sus ojos anidaba un brillo fanático-. Piensen en el pueblo rapa nui. Apenas tres mil individuos soñando con su independencia en una isla que ha sufrido todos los abusos de la colonización extranjera. Me gustaría abordar mi reunión con ellos bajo algún tipo de garantía o apoyo, pero ya sé lo que me van a decir ustedes. No, señor ministro, no me mire así. ¿Qué puedo esperar de mi país, además de la vieja receta de la espada y la cruz?
El embajador había procesado un par de argumentos disuasorios y estaba a punto de exponerlos cuando Camargo, decidido a poner punto final a aquel escarceo sobre justicia social -que él, en su fuero interno, denominaba «pancomunismo»-, recuperó la palabra.
– Como saben, tenemos pensado visitar la isla de Pascua. El señor ministro no podrá acompañarnos, debido a otras obligaciones, pero espero que usted, señor embajador, sí pueda hacerlo. Mi hija Rebeca, tal como acaba de anunciarnos, mantendrá un encuentro con los dirigentes del pueblo rapa nui, concretamente con su Consejo de Ancianos. ¿No es así, Rebeca? -Su hija asintió con reconcentrada gravedad-. Mientras tanto -continuó su padre- los demás nos ocuparemos de otros asuntos quizá menos utópicos, pero asimismo trascendentes para la prosperidad de la isla.
Concha añadió con cachaza:
– En mi calidad de único miembro verdaderamente pacifista de la familia, pues me paso el día apaciguando a los míos, me propongo practicar un sano e inofensivo turismo. Cuento con todos. Hay muchas cosas que ver en Pascua y todas apasionantes.
Su marido aprovechó para adelantarles el programa.
– Durante su estancia inauguraremos el hotel Easter Island y las oficinas de nuestra sucursal bancaria, la primera que operará de forma independiente. Hasta el momento, solo el Banco Nacional de Chile ha tenido implantación en la isla. No había competencia, y eso, Rebeca, es otra forma de colonización. A partir de ahora, habrá competencia y libertad. Un hecho mercantil, sí, pero histórico. De nuestros sondeos se desprende que la población autóctona está a favor de disponer de un amplio abanico de ofertas y productos financieros, desde la concesión de hipotecas al asesoramiento en materia de alquiler de inmuebles o terrenos. El futuro ha llegado a ese islote del Pacífico.
– Totalmente de acuerdo, Camargo -le apoyó Lucio Ávila, uno de los constructores, y dueño de una cadena de centros comerciales que aspiraba a instalarse en el Cono Sur-. Estoy persuadido de que esa es la filosofía. Te deseo mucha suerte en tus proyectos.
La cena se prolongó pasada la medianoche. Rafael Camargo siguió bebiendo de manera descontrolada, hasta que sus padres optaron por retirarlo, despidiéndose del embajador con el compromiso de reencontrarse en el aeropuerto para tomar el vuelo a Pascua.
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