Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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Cuando Jacob, poco después, concluyó la celebración, se vio rodeado de pequeños grupos de fieles. Todos querían estrecharle la mano y demostrarle su gratitud y su apoyo. Todos parecían necesitar tocarlo para, en cierto modo, participar así de su sosiego y llevarse a sus hogares una porción de su calma. Marita, por su parte, se mantuvo apartada, triunfante y consciente de que Jacob era suyo. A veces se preguntaba, llena de remordimiento, si no sería pecaminoso sentir un placer tan inmenso al saberse dueña de su hombre, desear tener para sí cada fibra de su cuerpo, pero siempre terminaba desechando la idea: no cabía duda de que era voluntad de Dios que estuvieran juntos y, siendo así, no podía ser un error.

Cuando la muchedumbre empezó a dispersarse y a apartarse de él, tomó a los niños de la mano y se le acercó con ellos. Lo conocía tan bien… Sabía que todo aquello que lo había colmado durante el oficio de la misa empezaba a difuminarse y a ser reemplazado por ese cansancio característico en sus ojos.

– Ven, vayamos a casa, Jacob.

– Aún no, Marita. Me quedan un par de cosas por hacer.

– No será nada que no puedas hacer mañana. Venga, te llevo a casa, sé que estás cansado.

Jacob sonrió y le tomó la mano.

– Como de costumbre, tienes razón, mi querida y sensata esposa. Voy al despacho a buscar mis cosas y nos vamos.

Habían empezado a aproximarse a la casa cuando dos hombres se les acercaron a pie. En un primer momento no vieron quiénes eran, pues el sol les daba en la cara, pero cuando los tuvieron más cerca, Jacob no pudo por menos de lanzar un gruñido, presa de la mayor irritación.

– ¿Qué es lo que queréis ahora?

Marita miraba ya a Jacob, ya a los hombres, hasta que comprendió que, por el tono de Jacob, debían de ser policías. Los miró con odio, pues ellos eran quienes estaban causándoles a Jacob y a su familia tantas preocupaciones.

– Queríamos hablar contigo unos minutos, Jacob.

– ¿Qué más puede quedar por decir? ¿Más de lo que dije ayer? -dejó escapar un suspiro-. En fin, mejor será acabar cuanto antes. Vamos a mi despacho.

Los dos policías se quedaron donde estaban. Un tanto incómodos, miraron a los niños, y Marita comenzó a intuir que algo iba mal. Como por instinto, atrajo a los niños hacia sí.

– No, aquí no. Nos gustaría hablar contigo en la comisaría.

Fue el más joven de los policías quien se lo dijo, mientras el de más edad se quedaba un tanto apartado, observando a Jacob con mirada grave. El pánico le clavó a Marita sus garras: en verdad los acechaban las fuerzas del mal, tal y como Jacob había dicho en su sermón.

Capítulo 8

Verano de 1979

Sabia que la otra chica ya no estaba. Desde su oscuro rincón, oyó cómo se le escapaba el último aliento y, con las manos entrelazadas, se puso a rezar de forma obsesiva rogándole a Dios que recibiera en su seno a su compañera de suplicio. En cierto modo, la envidiaba porque ya no sufriría más.

La chica ya estaba allí cuando ella fue a parar a aquel infierno. El miedo la paralizó al principio, pero los brazos de la muchacha la abrazaron y la calidez de su cuerpo le transmitió una suerte de extraña tranquilidad. Asimismo, siempre fue amable con ella. La lucha por la supervivencia las había obligado a unirse y a separarse. Ella, por su parte, había conservado la esperanza. La otra, en cambio, no; y por eso la odiaba a veces, porque ¿cómo iba a permitir que se desvaneciese la esperanza? Toda su vida le habían enseñado que toda situación, por desesperada que pareciese, tenía una solución. ¿Por qué había de ser diferente la situación en que ahora se encontraba? Veía los rostros de su padre y de su madre y se reconfortaba ante la idea de que, finalmente, acabarían encontrándola.

La otra, ¡pobre muchacha!, no tenía nada. Supo quién era tan pronto como sintió su cálido cuerpo en la oscuridad, pero nunca cruzaron una palabra mientras vivieron allá arriba y, como por un acuerdo tácito, no se llamaron por su nombre allí abajo. La sensación de normalidad habría sido demasiado insoportable de sobrellevar. Sin embargo, sí le habló de su hija, la única vez que su voz resonó con un timbre vivo.

Cruzar las manos para rezar por la que se había ido le exigió un esfuerzo casi sobrehumano. Sus miembros no la obedecían, pero hizo acopio de todas sus fuerzas hasta que, finalmente, consiguió que sus manos rebeldes adoptasen la posición propia para una plegaria.

Armada de paciencia, aguardaba con su dolor en la oscuridad. Ahora ya sólo era cuestión de tiempo que sus padres la encontraran. Muy pronto…

* * *

Jacob contestó irritado:

– De acuerdo, iré con vosotros a la comisaría, pero es la última vez; después tenéis que acabar con toda esta historia, ¿está claro?

Marita vio acercarse a Kennedy por el rabillo del ojo. Nunca le había gustado aquel chico. Había en su mirada algo desagradable, mezclado con la adoración que le inspiraba Jacob. No obstante, su marido la reconvino cuando ella le reveló sus sentimientos al respecto. Kennedy era un niño desgraciado que, por fin, había empezado a hallar la paz en su interior. Lo que ahora necesitaba era amor y comprensión, no desconfianza. Pese a todo, el desasosiego no la abandonaba. Jacob le indicó a Kennedy con un gesto que volviese a la casa y el chico obedeció a su pesar. Era como un perro guardián dispuesto a defender a su amo, pensó Marita.

Jacob se dirigió a ella, le tomó el rostro entre las manos y le aconsejó:

– Vete con los niños, no pasa nada. La policía no pretende otra cosa que alimentar la hoguera en la que ellos mismos han de consumirse.

Sonrió, como para quitarle hierro a sus palabras, pero ella se aferró aún con más fuerza a los niños, que los miraban asustados. Con la natural sensibilidad infantil, presentían que algo estaba a punto de perturbar el equilibrio de su mundo.

El más joven de los dos policías volvió a tomar la palabra, aunque en esta ocasión parecía más incómodo:

– Te recomendaría que no volvieses a casa con los niños hasta esta tarde. Creo que… -vaciló un instante-, bueno, vamos a efectuar un registro allí…

– Pero ¿qué os habéis creído? -era tal la indignación de Jacob que se le trababa la lengua al hablar.

Marita observó que los niños se movían inquietos, pues no estaban acostumbrados a oír gritar a su padre.

– Te lo explicaremos, pero en la comisaría. ¿Nos vamos?

Dispuesto a no inquietar más a los niños, asintió resignado. Les acarició la cabeza, besó a Marita en la mejilla y echó a andar entre los dos policías en dirección al coche.

Cuando los agentes partieron con Jacob, ella se quedó allí mirándolos, como petrificada. Cerca de la casa, Kennedy observaba la escena. Sombras de negra noche habitaban sus ojos.

También en la finca se habían alterado los ánimos.

– ¡Llamaré a mi abogado! ¡Esto es un completo despropósito! ¡Hacernos análisis de sangre a todos y tratarnos como si fuéramos vulgares criminales!

Gabriel estaba tan fuera de sí que le temblaba la mano que aún tenía sobre la manivela de la puerta. Martin, que encabezaba el grupo, le sostuvo la mirada con toda tranquilidad. Detrás de él se encontraba el médico de distrito de Fjällbacka, el doctor Jakobsson, que transpiraba copiosamente. La inmensa mole de su cuerpo no se adaptaba bien a las altas temperaturas que padecían, pero la fuente primordial del sudor que le cubría la frente era lo desagradable que le resultaba la situación.

– Hágalo, si quiere, pero explíquele qué documentos nos avalan, así podrá confirmarle que tenemos todo el derecho. Y si no puede personarse aquí en quince minutos, también tenemos derecho, considerando lo urgente del asunto, a ejecutar la orden de registro sin su presencia.

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