Camilla Läckberg - Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años.
La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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– Pues sí. -Patrik apenas podía hablar y respondió en un susurro. Era como si lo hubiese arrollado una apisonadora y sentía en la garganta la mano férrea de la angustia. No había que ser un genio para comprender que Annika tenía razón. Una mezcla de egoísmo miope y esa tendencia suya a dejarse absorber por la investigación le habían impedido pensar siquiera en cómo debía de estar pasándolo Erica. Se había figurado que sería agradable para ella estar de vacaciones y dedicarse sólo a su embarazo. Pero él sabía lo importante que era para Erica trabajar y lo difícil que le resultaba estar ociosa. Sin embargo, ahora comprendía que se había engañado a sí mismo porque le convenía a sus intereses.

– Así que ¿por qué no te vas hoy a casa un rato antes y te dedicas a cuidar un poco a tu pareja?

– Es que… estoy esperando una llamada -fue la respuesta que surgió de su boca de forma casi automática; pero la mirada de Annika le indicó que no era la respuesta adecuada.

– ¿Quieres decir que tu teléfono móvil sólo funciona en el recinto de la comisaría? Pues es una cobertura un tanto limitada para tratarse de un móvil, ¿no te parece?

– Sí… -replicó Patrik angustiado antes de levantarse de un salto-. Bueno, pues me voy a casa. ¿Me desvías las llamadas al móvil?

Annika se quedó mirándolo como si fuese imbécil mientras él salía reculando. Si hubiese llevado gorra, se la habría quitado para inclinarse…

Sin embargo, una serie de sucesos imprevistos lo retuvieron una hora más.

Ernst repasaba uno a uno los dulces de Hedemyrs. En un primer momento, pensó acudir a la pastelería, pero la cola de clientes que aguardaban allí le hizo cambiar de planes.

En pleno debate selectivo entre un bollo de canela o un delicato, atrajo su atención un terrible alboroto repentino procedente del piso superior. Dejó los dulces y fue a ver qué ocurría. El establecimiento tenía tres plantas: en la planta baja estaba el restaurante, el quiosco y una papelería; en la primera, la tienda de comestibles, y en la última había ropa, zapatos y artículos de regalo. Junto a la caja vio a dos mujeres que discutían tironeando de un bolso. Una de ellas llevaba en la camisa una chapa en la que se leía que pertenecía al personal de la tienda, en tanto que la otra parecía un personaje de una película rusa de bajo presupuesto: falda supercorta, medias de rejilla, un top más apropiado para una niña de doce años y pintada con tanto maquillaje como una puerta.

– No, no, my bag! -gritaba la mujer con voz chillona y en un inglés con fuerte acento extranjero.

– He visto que ha cogido algo -le respondía la dependienta, también en inglés, pero con clara entonación sueca. Al ver a Ernst, pareció aliviada-. Menos mal, detenga a esta mujer, agente. La he visto guardarse cosas en el bolso e intentar largarse sin más.

Ernst no lo dudó un instante. De dos zancadas se acercó a la sospechosa y la agarró del brazo. Puesto que no sabía inglés, no se molestó en hacer ninguna pregunta, sino que le arrebató bruscamente el bolso, que era bastante grande, y vació impertérrito su contenido en el suelo. Un secador, una maquinilla de afeitar, un cepillo de dientes eléctrico, un cerdito de cerámica con una corona de San Juan en la cabeza…, todo aquello salió del interior.

– ¿Qué me dice de esto? -Ernst hizo la pregunta en sueco y la dependienta tradujo al inglés.

La mujer meneaba la cabeza, haciéndose la inocente, y dijo:

– No sé nada. Hablen con mi novio. Él lo arreglará todo. ¡Es el jefe de la policía!

– ¿Qué dice esta mujer? -barbotó Ernst, indignado por tener que recurrir a otra mujer para que le ayudase con el idioma.

– Dice que no sabe nada y que hablen con su novio que, según ella, es el jefe de la policía…

La dependienta observaba presa del mayor desconcierto ya a Ernst ya a la mujer, que ahora exhibía una sonrisa de satisfacción y superioridad.

– Ah, sí, claro, desde luego que hablará con la policía. Y allí veremos si sigue con ese rollo del «novio jefe de policía». Puede que esa historia funcione en Rusia o de donde quiera que venga la señora, pero ya verá que aquí las cosas son de otro modo -le aseguró a la extranjera, gritándole a escasos centímetros del rostro.

La mujer no comprendía una palabra, pero, por primera vez desde el inicio del incidente, parecía un tanto insegura.

Ernst se la llevó de Hedemyrs sujetándola con brusquedad y cruzó con ella la calle en dirección a la comisaría. La joven iba arrastrándose tras él sobre sus tacones y los conductores reducían la velocidad de sus vehículos para contemplar el espectáculo. Annika los observó con los ojos desorbitados cuando pasaron ante la recepción.

– ¡Mellberg! -se oyó retumbar en el pasillo la voz de Ernst. Martin y Gösta asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Ernst volvió a gritar en dirección al despacho de Mellberg-. ¡Mellberg!, ven aquí, te traigo a tu novia -vociferó riendo para sí, pensando que la joven haría un ridículo espantoso. En el despacho de Bertil reinaba un extraño silencio y Ernst empezó a preguntarse si habría salido mientras él iba a comprar los bollos-. ¡Mellberg! -gritó por tercera vez, con menos ahínco y confianza en que la mujer tuviese que tragarse en público su mentira. Tras un largo minuto de espera durante el que Ernst aguardó una respuesta con la mujer del brazo y en mitad del pasillo, ante las miradas perplejas de todo el personal, Mellberg salió por fin de su despacho. Con la vista clavada en el suelo y un nudo en el estómago, Ernst empezó a sospechar que aquello no tendría el desenlace perfecto que él había calculado.

– ¡Bertil! -la mujer se zafó del policía y echó a correr en dirección a Mellberg, que se quedó petrificado, como un ciervo a la luz de los faros. La joven era unos veinte centímetros más alta que Mellberg, con lo que la escena, cuando ella lo abrazó contra su pecho, resultaba, como mínimo, ridícula. Ernst estaba boquiabierto y, con la sensación de que se lo tragaba la tierra, decidió empezar a elaborar mentalmente su solicitud de despido antes de que lo echasen. De hecho, comprendió con horror que el efecto de varios años de estudiadas lisonjas al jefe había quedado aniquilado por un simple y desgraciado error.

La mujer soltó a Mellberg y se volvió señalando con un dedo acusador a Ernst, que sostenía su bolso con una expresión bobalicona.

– Ese bruto me puso las manos encima. ¡Dice que he robado! Oh, Bertil, tienes que ayudar a tu pobre Irina.

Mellberg le dio unas tímidas palmaditas en el hombro, gesto que exigió que alzara la mano a la altura de su propia nariz, aproximadamente.

– Vete a casa, Irina, ¿de acuerdo? A casa. Yo iré después. ¿OK?

Su inglés podía calificarse de burdo chapurreo, pero la mujer lo entendió y no pareció contenta con el mensaje.

– No, Bertil. Me quedo aquí. Tú hablas con ese hombre y yo me quedo aquí para ver cómo trabajas, ¿OK?

Mellberg negó vehemente y la empujó con firmeza y suavidad hacia la salida. Ella se volvió preocupada y le dijo:

– Pero, Bertil, cariño, Irina no roba, ¿OK?

Acto seguido le lanzó una mirada malévola y triunfante a Ernst antes de salir de allí bamboleándose sobre sus tacones. Ernst, por su parte, seguía concentrado en la alfombra sin atreverse a afrontar la mirada de Mellberg.

– ¡Lundgren, a mi despacho!

Aquellas palabras le sonaron a Ernst como la sentencia del juicio final. Siguió sumiso los pasos de Mellberg por el pasillo, aún flanqueado por las cabezas de los demás, todos boquiabiertos. Ahora, al menos, conocían el origen de los extraños cambios de humor de su jefe…

– Bien, ahora me vas a contar qué ha pasado -lo conminó Mellberg.

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