Toda su existencia terminaba siempre siendo un completo caos. La injusticia implícita en las palabras de Erica la movía a llorar de rabia, pero era una rabia mezclada con el dolor de que siempre tuviesen que terminar enfrentadas. Todo resultaba siempre tan complicado con Erica… No podía conformarse con ser la hermana mayor, con apoyarla y animarla. Al contrario y por iniciativa propia, había adoptado el papel de madre sin reparar en que con ello no conseguía más que intensificar el vacío que ambas deberían haber sentido tras la muerte de su madre.
Al contrario que Erica, Anna nunca le había reprochado a Elsy la indiferencia con que siempre trató a sus hijas. Ella lo había tomado, o al menos así lo creía, como una dura realidad de la vida, pero al morir sus padres de forma tan repentina comprendió que, en el fondo, siempre había abrigado la esperanza de que Elsy se ablandase con los años y aceptase su papel. De haberlo hecho, además, le habría proporcionado a Erica la posibilidad de comportarse simplemente como una hermana, pero la muerte de su madre las había conducido a encasillarse más aún en unos papeles de los que ninguna de las dos sabía muy bien cómo salir. A los períodos de una paz tácitamente pactada sucedían otros de guerra de posiciones y cada vez que eso ocurría, era como si le arrancaran del cuerpo una parte del alma.
Al mismo tiempo, su hermana y los niños eran lo único que tenía. Por más que no hubiese querido confesárselo a Erica, también ella juzgaba a Gustav como lo que en realidad era: un niño grande, superficial y consentido. Pese a todo, no lograba resistir la tentación: para su confianza en sí misma, era un consuelo pasearse por ahí con un hombre como él. A su lado, todos la veían. La gente murmuraba y se preguntaba quién sería, y las mujeres miraban con envidia la ropa tan bonita y de marcas tan caras con que Gustav la obsequiaba sin cesar. Incluso en el mar, los ocupantes de los barcos cercanos se dedicaban a mirar, señalando el imponente velero, y la veían sentada en la proa como un bello adorno.
Sin embargo, se avergonzaba cuando, en momentos de lucidez, comprendía que eran los niños los que sufrían a causa de su necesidad de sentirse aceptada. Ya lo habían pasado bastante mal los años que vivieron con su padre y, por más voluntad que pusiese, Anna no podía afirmar que Gustav fuese un buen sustituto. Era frío, torpe e impaciente con los niños, y a ella le costaba dejarlo solo con ellos.
Era tal la envidia que sentía de su hermana que a veces la ponía enferma. Mientras ella se veía en pleno juicio con Lucas por la custodia, tenía dificultades para cuadrar las cuentas y, en honor a la verdad, se hallaba inmersa en una relación vacía, Erica levitaba como una virgen encinta. El hombre al que su hermana había elegido como padre de sus hijos pertenecía al tipo que ella misma necesitaba para ser feliz, pero al que siempre desechaba como movida por un deseo de autodestrucción. El que Erica gozase ahora de una situación económica desahogada y, por si fuera poco, de cierto estatus de celebridad, despertaba en ella las malignas voces de la envidia entre hermanas. Anna no quería ser tan ruín, pero le resultaba difícil combatir la sensación de amargura cuando su propia vida sólo podía pintarse en una escala de grises.
Los gritos nerviosos de los niños, seguidos de los aullidos de frustración de Gustav, la arrancaron de sus pensamientos autocompasivos y la obligaron a volver a la realidad. Se abrigó bien con el chubasquero y se dirigió con cautela hacia la popa del barco. Después de calmar a los niños, se obligó a exhibirle a Gustav su mejor sonrisa. Aunque la mano que le había tocado en suerte no era muy buena, tenía que jugar sus cartas lo mejor posible.
Como en tantas ocasiones, en especial últimamente, se dedicaba a deambular sin rumbo por las habitaciones de aquella gran casa. Gabriel estaba fuera, en otro de sus viajes de negocios, y ella volvía a estar sola. El encuentro con Solveig le había dejado un desagradable regusto en la boca y, como era habitual, la abatió lo irremediable de la situación: jamás lograría liberarse. El mundo sucio y distorsionado de Solveig se le quedaría adherido como un mal olor.
Se detuvo de pronto ante la escalera que conducía a la planta superior del ala izquierda: las dependencias de Ephraim. Laine no había estado allí desde su muerte. Claro que tampoco subía apenas antes de que falleciera. Aquellos siempre habían sido los dominios de Jacob o, de forma excepcional, de Gabriel. Ephraim aguardaba sentado allá arriba como un señor feudal y sólo concedía audiencia a los hombres. En su mundo, las mujeres eran sombras cuya única misión consistía en complacer y atender la intendencia.
Subió los peldaños con pie vacilante, se detuvo ante la puerta y, al cabo de unos minutos, la empujó resuelta. Estaba tal y como ella la recordaba. Aún flotaba en el aire de las habitaciones ese aroma tan peculiar a masculinidad. Así que era allí donde su hijo había pasado tantas horas de su niñez. ¡Qué envidia sentía entonces! En comparación con Ephraim, ella y Gabriel habían salido perdiendo. En efecto, para Jacob, ellos eran simples y tristes mortales, en tanto que Ephraim gozaba prácticamente del estatus de una divinidad. Cuando murió tan de repente, la primera reacción de Jacob fue de perplejidad; no podía creer que Ephraim pudiese desaparecer así, sin más: un día estaba allí y al día siguiente no. El abuelo había sido como una fortaleza inexpugnable, como un hecho inamovible.
Se avergonzaba de ello, pero cuando supo que Ephraim estaba muerto, la primera sensación que experimentó fue de alivio. Y también una suerte de alegría triunfal al comprobar que ni siquiera él podía escapar a las leyes de la naturaleza. En algunas ocasiones, ella misma había puesto en duda que así fuese; parecía tan seguro de poder manipular al mismo Dios, de poder ejercer su influencia sobre Él…
Su sillón seguía junto a la ventana con vistas al bosque que se extendía al otro lado. Al igual que Jacob, tampoco ella pudo vencer la tentación de acomodarse unos minutos en su asiento. Por un instante, cuando se sentó, creyó sentir su espíritu en la habitación y, pensativa, fue siguiendo con los dedos las rayas del tapizado.
Las historias sobre el don de curar que poseían Gabriel y Johannes habían ejercido su influencia en Jacob. A ella no le gustaba. A veces, el pequeño bajaba con una expresión como de trance en el rostro que la llenaba de terror. Entonces lo abrazaba fuerte contra su pecho hasta que sentía que empezaba a relajarse. Cuando lo soltaba, todo había vuelto a la normalidad, hasta la próxima vez.
En cualquier caso, el viejo llevaba ya mucho tiempo muerto y enterrado. Por suerte.
– ¿De verdad crees que tu teoría tiene consistencia? ¿Que Johannes no está muerto?
– No lo sé, Martin, pero en estos momentos estoy dispuesto a echar mano de cualquier fleco al que pueda agarrarme. Admite conmigo que es muy extraño que la policía nunca llegase a ver a Johannes en el lugar del suicidio.
– Sí, desde luego, pero eso no significa que tanto el médico como el dueño de la funeraria estuvieran implicados -observó Martin.
– No es tan rebuscado como pueda parecer. No olvides que Ephraim era un hombre muy pudiente y mayores servicios ha comprado el dinero. Tampoco me sorprendería que fuesen amigos entre sí. Todos eran hombres importantes en la comunidad y seguramente participaban en las asociaciones, en los Lions, en agrupaciones sociales…; vamos, en todo lo habido y por haber.
– Ya, pero ayudar a huir a un sospechoso de asesinato…
– No era sospechoso de asesinato, sino de secuestro. Si no lo he entendido mal, Ephraim Hult era, además, un hombre con un poder de convicción insólito. Quién sabe si no los persuadió de que Johannes era inocente y que, pese a ello, la policía pretendía cargarle el muerto y por tanto aquella era la única forma de salvarlo…
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