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Camilla Läckberg: Los Gritos Del Pasado

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Camilla Läckberg Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años. La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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– No tengo ni idea, si quieres que te diga la verdad. El cadáver de una mujer tendido sobre dos esqueletos. Si no hubiesen matado de verdad a alguien, pensaría que se trataba de la ocurrencia de algún gamberro. Que hubiesen robado los esqueletos de algún laboratorio o algo así, pero está claro que la mujer fue asesinada. Oí el comentario de uno de los peritos forenses y dijo que los huesos no parecían muy frescos. Aunque es evidente que eso depende de en qué condiciones hayan estado ahí, si estaban expuestos al aire y las inclemencias del tiempo o si estaban protegidos de algún modo. Esperemos que el forense nos proporcione una valoración aproximada del tiempo que tienen.

– Sí, eso, ¿cuándo crees tú que nos dará el primer informe? -Mellberg arrugó su sudorosa frente.

– Supongo que nos harán llegar un informe preliminar a lo largo de la jornada. A partir de ahí, me imagino que les llevará un par de días examinarlo todo a conciencia. Así que, hasta nueva orden, tendremos que trabajar con lo que podamos. ¿Dónde están los demás?

Mellberg lanzó un suspiro.

– Gösta se pidió el día libre hoy. Una de sus condenadas competiciones de golf o algo así. Ernst y Martin salieron para atender una emergencia. Annika está en Tenerife. Seguro que creía que este verano también iba a llover. ¡Pobre infeliz! No debió de resultarle nada fácil marcharse de Suecia con este tiempo tan bueno.

Patrik volvió a mirar con asombro a Mellberg preguntándose el porqué de aquella insólita expresión de empatía. Algo raro se estaba cociendo, eso era seguro. Pero ahora no merecía la pena perder el tiempo en adivinarlo. Tenían cosas más importantes en las que pensar.

– Ya sé que tienes vacaciones toda esta semana, pero ¿no podrías venir a ayudarnos en este caso? Ernst apenas tiene imaginación y a Martin le falta experiencia para llevar una investigación, así que nos va a hacer falta tu ayuda.

La pregunta resultó tan halagadora para la vanidad de Patrik que aceptó sin pensárselo. Seguramente Erica le armaría un escándalo, pero se consoló pensando que no estaba a más de un cuarto de hora de casa si ella lo necesitaba con urgencia. Además, últimamente y con el calor que hacía, estaban siempre irritados el uno con el otro, así que podía incluso venirles bien que él se ausentase de casa a ratos.

– En primer lugar, quiero comprobar si hemos recibido alguna denuncia de la desaparición de alguna mujer. Debemos organizar la búsqueda en un área bastante amplia; por ejemplo, desde Stromstad hasta Gotemburgo. Le pediré a Martin o a Ernst que lo comprueben. Me ha parecido oír que regresaban.

– Eso está bien, muy bien. Ese es el espíritu adecuado, ¡sigue así!

Mellberg se levantó de la mesa muy animado y le dio a Patrik una palmadita en el hombro. Este intuyó que, como de costumbre, al final él haría el trabajo y Mellberg cosecharía los méritos, pero esta era una realidad por la que ya no valía la pena enfadarse.

Con un suspiro, colocó su taza y la de Mellberg en el lavaplatos mientras pensaba que hoy no necesitaría ponerse crema solar.

– ¡Arriba ahora mismo! ¿Creéis que esto es una pensión y que podéis quedaros remoloneando en la cama todo el día?

La voz penetró las gruesas capas de niebla y les retumbó hiriente en la cabeza. Johan abrió un ojo, con cautela, pero lo cerró tan pronto como se encontró con el brillo cegador del sol.

– ¡Pero qué demonios…! -su hermano Robert, un año mayor que él, se dio la vuelta en la cama y se cubrió la cabeza con el almohadón que enseguida le arrancaron con un gesto brusco. Robert se sentó en la cama rezongando.

– ¡Nunca puede uno levantarse tarde en esta casa!

– Vosotros dos os levantáis tarde todas las mañanas, so gandules. Son casi las doce. Si no anduvieseis por ahí de juerga todas las noches haciendo Dios sabe qué, quizá no tendríais que pasaros los días durmiendo. Venga, que necesito que me ayudéis. Dos tíos tan mayorcitos y vivís y coméis gratis, así que no me parece que sea demasiado pedir que le echéis una mano a vuestra pobre madre.

Solveig Hult hablaba con los brazos cruzados sobre la enorme mole de su abdomen. Padecía obesidad mórbida y su rostro presentaba la palidez propia de alguien que nunca sale a la calle. Llevaba el cabello sucio y revuelto alrededor del rostro en desaliñados mechones.

– Tenéis cerca de treinta años y aún vivís de vuestra madre. Fíjate, vaya hombres hechos y derechos. A ver, si puede saberse, ¿cómo podéis permitiros salir de fiesta todas las noches? Trabajar no trabajáis y, desde luego, aquí no contribuís nunca con dinero. Claro que, si vuestro padre estuviese aquí, esto se habría acabado hace tiempo. ¿Sabéis algo de la oficina de empleo? ¿No ibais a pasaros por allí hace dos semanas?

Ahora fue Johan quien se cubrió la cabeza con el almohadón en un intento de aislarse del rollo de siempre, del mismo disco rayado, pero también a él se lo quitó la mujer de un tirón obligándolo a sentarse en la cama. La cabeza le retumbaba por la resaca como si tuviese toda una orquesta dentro.

– Ya he retirado el desayuno, así que tendréis que prepararos algo del frigorífico vosotros mismos.

El enorme pandero de Solveig salió balanceándose del pequeño dormitorio que aún compartían los dos hermanos, y la mujer cerró de un portazo. No se atrevieron a intentar volver a dormirse, así que sacaron un paquete de tabaco y se encendieron un cigarrillo. Sin el desayuno podían pasar, pero el tabaco les devolvía la vida y les producía una agradable quemazón en la garganta.

– ¡Menudo golpe el de ayer, oye…! -Robert soltó una carcajada y se puso a hacer anillos de humo-. Ya te dije que tendrían buena mercancía. Es director ejecutivo de una compañía de Estocolmo y se permite lo mejor.

Johan no respondió. A diferencia de su hermano mayor, él no experimentaba ningún subidón de adrenalina cuando robaba, sino que, al contrario, se pasaba varios días, tanto antes como después de cada golpe, con el estómago encogido de angustia. Pero él siempre hacía lo que le decía Robert y ni siquiera se le ocurría la posibilidad contraria.

El golpe del día anterior les había procurado el mayor botín en mucho tiempo. Por lo general, la gente había empezado a tener cuidado y a no dejar chismes caros en las casas de veraneo, que solían amueblar con muebles viejos que a ellos no les servían para nada o con artículos de subasta, que al principio les daban la sensación de haber encontrado una ganga, pero que luego no valían una mierda. Ayer, en cambio, se habían llevado un televisor nuevo, un reproductor de DVD, una Nintendo y unas cuantas joyas de la señora de la casa. Robert lo vendería todo a través de sus canales habituales, y sacarían un buen puñado de dinero. Se diría que el dinero de los robos les quemaba en el bolsillo y, en un par de semanas, ya se lo habrían gastado en el juego, en salir e invitar generosamente a los colegas y en algún que otro cacharro que se comprasen. Johan observaba su lujoso reloj. Por suerte, su madre no servía para reconocer un objeto de valor aunque lo tuviese delante. Si ella supiese lo que le había costado, el sermón sería de órdago.

A veces tenía la impresión de estar atrapado en una rueda que giraba y giraba mientras pasaban los años. En realidad, todo seguía igual desde su adolescencia y tampoco ahora veía ninguna posibilidad de cambio. Lo único que le daba sentido a su existencia en aquellos momentos era también lo único que le había ocultado a Robert en toda su vida. Un arraigado instinto le decía que confiarse a él no le acarrearía nada bueno. Robert lo ensuciaría todo con sus burdos comentarios.

Por un instante, se concedió el respiro de pensar en la suavidad de su cabello al rozar su áspera mejilla y lo menuda que sentía la mano de ella cuando la sostenía entre las suyas.

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