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Camilla Läckberg: Los Gritos Del Pasado

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Camilla Läckberg Los Gritos Del Pasado

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En plena temporada de verano en la pequeña población costera de Fjällbacka, un niño descubre el cadáver de una turista alemana cruelmente torturada. Muy cerca, la policía encuentra los esqueletos de dos mujeres desaparecidas hace veinte años. La joven pareja formada por la escritora Erica y el detective Patrik disfrutan de unas merecidas vacaciones. Erica está embarazada de ocho meses y el calor sofocante del verano vuelve especialmente difícil este último mes de gestación. La última cosa que necesitan ambos es un nuevo caso de asesinatos, pero el malhumorado comisario Mellberg incluye rápidamente a Patrik en los acontecimientos. Sorprendentemente todos terminarán descubriendo que todas las víctimas tenían alguna relación con el predicador Ephraim Hult y su particular familia…

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Cuando Patrik llegó al lugar, remaba allí una actividad febril. La entrada del barranco Kungsklyftan había sido acordonada con cinta amarilla y contó hasta tres coches de policía y una ambulancia. El personal de la policía científica de Uddevalla ya se había puesto manos a la obra con su trabajo y bien sabía él que no podía entrar de cualquier manera en el escenario del crimen. Ese era un error típico de los principiantes, lo que, por otro lado, no impedía que su jefe, el comisario Mellberg, anduviese pateándolo todo de aquí para allá por entre los técnicos policiales que, desesperados, miraban los zapatos del comisario imaginando los miles de fibras y de partículas que iba dejando por su delicado lugar de trabajo. Cuando Patrik se detuvo ante el cordón policial y saludó a Mellberg, éste se marchó de allí y pasó por encima de la cinta, para alivio de los técnicos.

– ¿Qué hay, Hedström?

Su tono de voz era animado, rayano en la satisfacción, y Patrik se sobresaltó de asombro. Por un instante se figuró que Mellberg iba a darle un abrazo, pero gracias a Dios no fue más que una alarmante sensación suya. ¡Aquel hombre parecía haber sufrido una metamorfosis! No hacía más de una semana que Patrik se había tomado las vacaciones, pero la persona que tenía ante sí no era la misma que él dejó, enojada ante el escritorio del despacho, gruñendo y diciendo que deberían suprimir el concepto «vacaciones».

Mellberg apretaba entusiasta la mano de Patrik sin dejar de aporrearle la espalda.

– ¿Y qué tal se encuentra la gallina ponedora que tienes en casa? ¿Nacerá pronto o qué?

– Dentro de un mes y medio, nos han dicho.

Patrik seguía sin poder comprender el origen de tales expresiones de alegría por parte de Mellberg, pero dejó a un lado su curiosidad e intentó concentrarse en por qué lo habían llamado.

– ¿Qué habéis encontrado?

Mellberg hizo un esfuerzo por reprimir la sonrisa que afloraba a su rostro y señaló el umbroso interior de la grieta.

– Un niño de seis años se metió allí esta mañana muy temprano, mientras sus padres dormían. Al parecer, quería jugar a los caballeros entre los bloques de piedra, pero lo que se encontró fue una mujer muerta. Nos llamaron a las seis y cuarto.

– ¿Cuánto llevan los técnicos inspeccionando el lugar?

– Llegaron hace una hora. La ambulancia fue la primera en acudir y enseguida confirmaron que no podían hacer nada por ella. A partir de ese momento, los técnicos pudieron empezar a trabajar libremente. Anda que los técnicos no son tiquismiquis, ¿sabes? Yo sólo iba a mirar un poco y te diré que me respondieron con muy malos modos. En fin, supongo que uno se vuelve un poco animal cuando se pasa el día arrastrándose y buscando fibras con unas pinzas.

Patrik empezaba a reconocer a su jefe. Aquello se ajustaba más al tono habitual de Mellberg. De todos modos, sabía por experiencia que no valía la pena intentar corregir sus opiniones. Era más fácil dejar que le entrase por un oído y saliese por el otro.

– ¿Qué sabemos de la mujer?

– Nada, por ahora. Unos veinticinco años. La única prenda, si es que puede llamársela así, es un bolso; por lo demás, completamente desnuda. Buenas tetas, la verdad.

Patrik cerró los ojos y repitió para sí, como si fuese un mantra: «Ya no falta mucho para que se jubile. Ya no queda mucho para que se jubile…».

Mellberg continuó imperturbable.

– No se aprecia la causa directa de la muerte, pero ha sido maltratada. Tiene moretones por todo el cuerpo y algunas heridas que parecen de cuchillo. ¡Ah, sí!, y está tumbada sobre una manta de color gris. El patólogo ya llegó y está examinándola en este momento, así que espero que no tarde en darnos un dictamen preliminar.

– ¿No tenemos ningún desaparecido de esa edad aproximadamente?

– No, ni por asomo. Denunciaron la desaparición de un hombre hace unas semanas, pero resultó que se había cansado de apretarse con su parienta en la caravana en la que vivían y se largó con un pimpollo que conoció en Galären.

Patrik vio que el equipo de técnicos que había alrededor del cadáver se preparaba para introducirlo con cuidado en un saco de plástico. El cuerpo llevaba las manos y los pies metidos en bolsas, según ordenaba el reglamento, para que no se perdiesen posibles huellas, y el equipo de la policía científica de Uddevalla ayudaba a meter a la mujer en el saco de la manera más eficaz posible. Hecho esto, también introdujeron en una gran bolsa de plástico la manta sobre la que yacía el cadáver, para someterla a un examen exhaustivo.

La expresión de sorpresa de sus rostros y el modo en que se estremecieron le indicaron a Patrik que habían hecho un descubrimiento inesperado.

– ¿Qué sucede?

– Pues no os lo vais a creer, pero aquí hay un montón de huesos y dos calaveras. Por la cantidad de piezas, yo diría que se trata de dos esqueletos.

Capítulo 1

Verano de 1979

Iba haciendo auténticas eses en la bicicleta mientras pedaleaba a casa aquella noche de San Juan. La fiesta había sido mucho más fuerte de lo que ella esperaba, pero daba igual. Era una mujer adulta, así que hacía lo que quería. Lo mejor de todo había sido verse libre de la niña por un rato. Sus gritos, su necesidad de atención y ternura, y sus exigencias de aquello que ella no podía darle. Era culpa suya que aún tuviese que vivir en casa de su madre y que la vieja apenas la dejase salir al porche de la puerta, pese a que tenía ya veinte años. Era un milagro que le hubiese permitido irse aquella noche a celebrar San Juan.

De no ser por la niña, podría vivir sola a aquellas alturas y ganar su propio sueldo. Podría salir cuando quisiera y volver a casa cuando se le antojase, sin que nadie se metiese en sus asuntos. Pero con la niña no era posible. Por ella, la habría dejado en adopción, pero la vieja no quería y era ella quien tenía que pagar el pato. Si tanto quería a la niña, ¿por qué no la cuidaba ella misma?

La vieja se enfadaría lo suyo cuando la viese entrar trastabillando de madrugada. Le apestaba el aliento a alcohol y seguro que se lo haría pagar al día siguiente. Pero había merecido la pena. No se lo había pasado tan bien desde que nació la maldita cría.

Atravesó la rotonda de la gasolinera en línea recta y continuó pedaleando por la carretera. Después, giró a la izquierda en dirección a Brácke y estuvo a punto de caerse a la cuneta. Pero logró enderezar la bicicleta y pedaleó con más fuerza, para entrar con algo más de impulso en la primera gran cuesta. El viento le arremolinaba el cabello y la noche era clara y tranquila. Por un instante, cerró los ojos y rememoró la luminosa noche de verano en la que el alemán la dejó embarazada. Fue una noche maravillosa, prohibida, pero no valió el precio que había tenido que pagar.

De repente, volvió a abrir los ojos. Algo hizo que la bicicleta se detuviese en seco y lo último que recordaba era la tierra que se le venía encima a toda velocidad.

* * *

Ya de vuelta en la comisaría de Tanumshede, Mellberg se sumió, raro en él, en honda cavilación. Patrik, sentado frente a su jefe en la pequeña cafetería, tampoco decía gran cosa, pues también él reflexionaba sobre los sucesos de la mañana. En realidad, hacía demasiado calor para tomar café, pero necesitaba algo fuerte y el alcohol no era lo más adecuado. Ambos se abanicaban con los faldones de las camisas para refrescarse un poco. El aire acondicionado llevaba tres semanas estropeado y aún no habían conseguido encontrar a nadie que fuese a repararlo. Por la mañana todavía era soportable, pero hacia el mediodía, el calor alcanzaba cotas realmente agobiantes.

– ¿Qué coño está pasando? -Mellberg se rascaba meditabundo algún punto impreciso del nido de pelo que llevaba enroscado encima de la coronilla para ocultar la calva.

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