– ¿Así que murió del golpe y de las dos cuchilladas? -preguntó Anna-Maria.
– Exacto -continuó Pohjanen, ahogando la tos-. Esta herida de cuchillo pasa a través de la caja torácica, divide la séptima costilla por la parte izquierda, abre el pericardio…
– En cristiano.
– … la envoltura del corazón y el ventrículo derecho, es decir, la cámara intraventricular. Produce una hemorragia en la envoltura del corazón y en la pleura del pulmón derecho. La otra cuchillada pasa a través del hígado, lo que da lugar a una hemorragia en la cavidad abdominal y el peritoneo.
– ¿Murió en el acto?
Pohjanen se encogió de hombros.
– ¿Y el resto de las heridas? -preguntó Anna-Maria.
– Han sido hechas después de la muerte. Mira toda esta costra en las heridas en el cuerpo. Los cortes han sido hechos desde delante y después del momento de la muerte. Opino que Viktor Strandgård estaba tumbado de espaldas cuando se las hicieron. Aquí tienes este corte largo que abrió el abdomen -dijo señalando la larga y rosada herida en el vientre, que ahora estaba cosida con puntos descuidados.
– ¿Y los ojos? -preguntó Anna-Maria, observando los huecos abiertos en la cara de Viktor Strandgård.
– Mira esto -dijo Pohjanen poniendo una radiografía en la pantalla-. Aquí. ¿Ves la esquirla que se ha desprendido del cráneo justo en la cavidad ocular? Y aquí. Apenas se veía en las imágenes, pero después limpié los huecos de los ojos un poco y miré el cráneo. Las marcas de rascadas en el cráneo, en los cantos de las cavidades oculares. El asesino ha metido el cuchillo en los ojos y lo ha hecho rotar. Se puede decir que los ha perforado hasta sacarlos.
– ¿Por qué cojones lo habrá hecho? -se le escapó a Anna-Maria-. ¿Y las manos?
– También separadas del cuerpo después de que hubiera ocurrido la muerte. Una estaba todavía en el lugar.
– ¿Huellas?
– Quizá en los muñones, pero lo dirán los de Linköping. Aunque yo no tendría muchas esperanzas. Hay un par de buenas marcas en las muñecas pero, por lo que yo sé, no hay huellas. Creo que los de Linköping dirán que el que cortó las manos llevaba guantes.
Anna-Maria sintió que se desanimaba. Dentro de sí notó un fuerte deseo de apresar al asesino. De pronto se dio cuenta de que si ella no estaba en la investigación preliminar, dentro de unos años el caso pasaría a la tumba del archivo por falta de resultados. Pohjanen tenía razón. Acabaría soñando con Viktor Strandgård.
– ¿Qué clase de cuchillo utilizó? -preguntó.
– Uno grande de caza. Demasiado ancho para ser un cuchillo de cocina. Sin sierra.
– ¿Y el objeto romo con el que le dieron en la parte de atrás de la cabeza?
– Puede ser cualquier cosa -respondió Pohjanen-. Una pala, una piedra grande…
– ¿No es raro que le dieran un golpe por detrás con algo y que después lo acuchillaran por delante? -preguntó Anna-Maria.
– Sí, pero tú eres la policía -contestó Lars Pohjanen.
– Quizá fueran varios -pensó Anna-Maria en voz alta-. ¿Algo más?
– No por el momento. Nada de drogas. Nada de alcohol. Y no había comido desde hacía días.
– ¿Qué? ¿Hacía días?
Anna-Maria pensó que ella tenía que comer una vez cada dos horas.
– No estaba deshidratado, así que no tenía gastroenteritis ni padecía anorexia, pero parece que sólo había ingerido alimentos líquidos. El laboratorio dirá qué tenía en el estómago. Ya puedes apagar la grabadora.
Le entregó una copia del informe de la autopsia preliminar. Anna-Maria apagó el aparato.
– No me gusta adivinar -dijo Pohjanen carraspeando-. No cuando se puede documentar.
Señaló con la cabeza la grabadora que, de inmediato, desapareció en el bolsillo de Anna-Maria.
– Pero los cortes de las muñecas estaban bastante bien hechos -añadió-. Quizás estés buscando a un cazador, Mella.
– Así que estás aquí -se oyó decir a una voz desde la puerta.
Era Sven-Erik Stålnacke.
– Sí -respondió Anna-Maria, descubriendo cómo le incomodaba el miedo a que su compañero creyera que actuaba a sus espaldas-. Pohjanen llamó y estaba a punto de irse, así que…
Se quedó callada, irritada por haber empezado a dar explicaciones y a excusarse.
– No pasa nada -dijo Sven-Erik, contento-. Ya me lo explicarás en el coche. Tenemos problemas con los pastores. Joder, te he buscado por todas partes. Al final le pregunté a Sonja, la de la centralita, quién te había llamado. Tienes que venir.
Anna-Maria miró a Pohjanen con gesto interrogante, y él se encogió de hombros, a la vez que levantaba las cejas como para decir que ellos ya estaban listos.
– Al Luleå le dieron una buena paliza los del Färjestad -dijo sonriendo Sven-Erik a modo de saludo al jefe médico, aficionado al hockey sobre hielo, a la vez que se llevaba de allí a Anna-Maria.
– Eso, sí, recuérdamelo, no te prives -suspiró Lars Pohjanen, buscando el paquete de cigarrillos en el bolsillo.
El avión a Kiruna iba casi lleno. Rebaños de turistas extranjeros que irían en trineos tirados por perros y dormirían en cabañas hechas de piel de reno en el hotel de hielo de Jukkasjärvi, se apretujaban junto a cansados hombres de negocios que volvían a casa con frutas y periódicos conseguidos gratuitamente.
Rebecka se hundió en su asiento y se abrochó el cinturón de seguridad. El murmullo de las voces, el sonido de las instrucciones que se encendían y apagaban en la parte superior y el rugir de los motores la indujeron a un intranquilo sueño. Durmió todo el viaje.
En el sueño se vio corriendo por un campo lleno de moras de los pantanos. En un caluroso día de agosto. El calor del sol hace que salga la humedad del musgo. El sudor mezclado con el aceite antimosquitos le cae por la frente, hasta los ojos. Le escuecen. Los ojos se le llenan de lágrimas. Una oscura nube de picor le va invadiendo la nariz y los oídos. No puede ver. Hay alguien detrás. Muy cerca. Y como siempre en sus sueños, las piernas no la quieren sostener. No tienen fuerza ninguna y aquello es una ciénaga. Los pies se le hunden cada vez más en la turba y alguien, o algo, la persigue. Ya no puede levantar los pies. Se hunde en la pantanosa ciénaga. Intenta llamar a su madre pero de su garganta sólo sale un débil gemido. Y entonces siente una mano pesada que se posa sobre su hombro.
– Perdone, ¿la he asustado?
Rebecka abrió los ojos y vio a una azafata inclinada sobre ella. La azafata sonrió un poco insegura y le apartó la mano del hombro.
– Estamos preparándonos para aterrizar en el aeropuerto de Kiruna. Tiene que poner recto el respaldo del asiento.
Rebecka se llevó la mano a la boca. ¿Se le había caído la baba? O aún peor, ¿había gritado? No se atrevía a mirar a la persona que tenía al lado, así que volvió la cabeza hacia la oscuridad de la ventana. Estaba allí abajo. La ciudad. Como una joya brillante en el fondo de un pozo, resplandecía con sus luces, rodeada del oscuro mundo de las montañas. Se le encogieron el estómago y el corazón.
«Mi ciudad», pensó con una extraña combinación de nostalgia, alegría, ira y miedo al volverla a ver.
Veinte minutos más tarde conducía un Audi de alquiler hacia Kurravaara. El pueblo estaba a quince kilómetros de Kiruna. De niña, muchas veces había hecho el camino en trineo desde Kiruna hasta el pueblo. Era un trineo al que se le daba impulso con el pie. Lo recordaba con alegría. Especialmente al final del invierno, cuando el camino estaba cubierto de un hielo grueso y brillante que nadie podía eliminar con arena, sal o gravilla.
A su alrededor, la luna lucía por encima del bosque vestido de blanco, y la nieve amontonada formaba una valla a lo largo de toda la carretera.
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