El segundo día le entregó un montón de documentos.
– Son procesos sencillos -le dijo-. Presenta acusación judicial y deja que las chicas de la oficina pongan fecha a la vista. Si tienes dudas sólo tienes que preguntar.
Pensó que con aquello tendría faena para una semana.
Al día siguiente le pidió más trabajo. Su ritmo de trabajo despertó intranquilidad en el departamento.
Los demás fiscales le hacían bromas y le preguntaban si pensaba mandarlos al paro. A sus espaldas decían que no tenía más vida, sobre todo vida sexual.
Las señoras de la oficina se sintieron agobiadas. Le decían a su jefe que la nueva no contara con que ellas pudieran expedir las solicitudes procesales de todos los casos que ella les iba pasando. Tenían otras cosas que hacer.
– ¿Qué otras cosas? -le replicó Rebecka Martinsson cuando el fiscal jefe delicadamente le expuso el problema-. ¿Navegar por la red? ¿Jugar al solitario con el ordenador?
Después levantó la mano antes de que a él le diera tiempo de abrir la boca para contestar.
– Está bien. Ya pasaré a limpio la documentación y la expediré yo misma.
Alf Björnfot la dejó trabajar como ella quería. Tuvo que hacer de su propia secretaria.
– Es una buena noticia -le dijo a la jefa de la oficina-. Así no tendréis que ir tan a menudo a Kiruna.
A la jefa de la oficina aquello no le pareció bien en absoluto. Era difícil hacer ver que eran imprescindibles cuando Rebecka Martinsson tan fácilmente prescindía de ellas. Se vengó dándole a Rebecka Martinsson tres juicios a la semana. Sólo dos ya hubiera sido excesivo.
Rebecka Martinsson respondió sin emitir ni una sola queja.
Al fiscal jefe Alf Björnfot no le gustaban los conflictos. Sabía que en su distrito reinaban las secretarias dirigidas por la jefa de oficina. Valoraba que Rebecka Martinsson no se quejara y que se buscara cualquier motivo para trabajar en Kiruna en lugar de ir hasta Gällivare.
Hizo un gesto con el pulgar. El café era bueno.
Por otra parte, no quería que se matara trabajando. Quería que se sintiera a gusto. Que se quedara.
– Trabajas mucho -le dijo.
Rebecka Martinsson suspiró y echó la silla hacia atrás. Se quitó los zapatos.
– Estoy acostumbrada a trabajar así -respondió-. No te preocupes. Ése no era mi problema.
– Ya lo sé, pero…
– No tengo hijos. Ni familia. Ni siquiera una maceta, la verdad. Me gusta trabajar. Déjame hacerlo.
Alf Björnfot se encogió de hombros. Se sentía aliviado. Por lo menos lo había intentado.
Rebecka dio un sorbo al café y pensó en Måns Wenngren. En el bufete de abogados se mataban a trabajar pero a ella no le importaba porque no tenía otra cosa que hacer.
«En realidad no estaba bien de la cabeza -pensó-. Podía pasarme trabajando una noche entera sólo por su exiguo "bien" o simplemente por un gesto de aprobación. No pienses en él», se ordenó a sí misma.
– Y tú ¿qué haces por aquí hoy? -le preguntó.
Alf Björnfot le explicó lo de la mujer que habían encontrado en la cabaña de pesca.
– No me parece tan extraño que nadie la haya dado aún por desaparecida -dijo Rebecka-. Si alguien ha matado a su mujer… puede que esté en cualquier parte borracho como una cuba y llorando, sintiendo lástima de sí mismo. Si nadie más la ha echado de menos.
– Es posible.
Llamaron a la puerta y un segundo más tarde asomó la cabeza la inspectora jefe, Anna-Maria Mella.
– Así que estás aquí -le dijo alegre al fiscal jefe-. Vamos a empezar. Han llegado todos. ¿Te apuntas?
Lo último se lo dijo a Rebecka Martinsson.
Rebecka sacudió la cabeza. Ella y Anna-Maria Mella se encontraban a veces. Se saludaban pero no mucho más. Anna-Maria Mella y su compañero de trabajo, Sven-Erik Stålnacke, estaban presentes cuando se volvió loca. Sven-Erik Stålnacke la había llevado hasta la ambulancia. A veces pensaba en ello. Que alguien la había cogido. Se sintió bien.
Pero era difícil hablar con ellos. ¿Qué les iba a decir? Antes de irse a casa solía mirar el aparcamiento a través de la ventana. A veces veía allí a Anna-Maria Mella o a Sven-Erik Stålnacke. Entonces se quedaba un rato más hasta que ellos se iban.
– ¿Ha ocurrido algo más? -preguntó Alf Björnfot.
– Nada después de lo que hablamos la última vez -respondió Anna-Maria MeUa-. Nadie ha visto nada y aún no sabemos quién es.
– Déjame verla -pidió Alf Björnfot alargando la mano.
Anna-Maria Mella le pasó la foto de la mujer muerta.
– ¿Puedo? -preguntó Rebecka.
Alf Björnfot le dio la foto y observó a Rebecka.
Iba vestida con téjanos y un jersey. No la había visto así desde que empezó a trabajar para él. Claro que era domingo. Los demás días llevaba una ropa muy distinguida. Él solía pensar que era una rara avis. Algunos de los otros fiscales también se ponían traje chaqueta o traje cuando iban a los juicios. Él mismo había cambiado de estilo hacía tiempo. Se contentaba poniéndose la americana de trabajo cuando había negociación. Sólo planchaba el cuello de las camisas y encima se ponía un jersey de lana.
Pero Rebecka siempre iba muy bien arreglada. Con ropa cara pero muy sencilla, con trajes grises o negros y blusa blanca.
Era algo a lo que le daba vueltas. Aquella mujer. La había visto vestida con traje.
– No, no la reconozco -informó Rebecka.
Como Rebecka. Blusa blanca y traje. Aquella mujer también era una rara avis.
Se diferenciaba de los demás.
¿De quiénes?
Se le apareció la imagen de una mujer de la política. Traje y el cuello de la blusa que le salía por fuera. El pelo rubio, a lo paje. Estaba rodeada de hombres trajeados.
El pensamiento se le quedó al acecho como un lucio entre los juncos. Sentía las vibraciones de algo que se acercaba. ¿UE? ¿ONU?
No. No era de la política.
– Ahora me acuerdo -exclamó Alf Björnfot-. La vi en las noticias. Estaban filmando a un grupo de gente trajeada que se habían preparado para una foto de grupo en la nieve, aquí en Kiruna. ¿De qué narices era? Recuerdo que me eché a reír porque llevaban una ropa demasiado ligera. Nada de abrigo y los zapatos finos. Estaban en la nieve y levantaban los pies como si fueran cigüeñas. Eran divertidos. Y ella estaba entre ellos…
Se dio unos golpecillos en la frente como para que la ficha cayera en la máquina y le saliera el premio.
Rebecka Martinsson y Anna-Maria Mella esperaban pacientes.
– Sí, ahora… -dijo chascando los dedos-. ¡Claro que sí! Era aquella gente de Kiruna que tiene la nueva mina. Era cuando tenían la asamblea general de accionistas o algo así por aquí arriba… ¡Qué cabeza la mía! No me acuerdo de nada.
»Venga, ahora vosotras -dijo pidiendo ayuda a Rebecka y a Anna-Maria-. Salió en las noticias antes de Navidad.
– Yo me quedo dormida en el sofá después de los dibujos animados -reconoció Anna-Maria.
– ¡Ya lo sé! -exclamó Alf Björnfot-. Se lo preguntaré a Fred Olsson. Él tiene que saberlo.
El inspector de policía Fred Olsson tenía unos treinta y cinco años y era imprescindible como informal experto en ordenadores de toda la casa. Era a él a quien se llamaba cuando el ordenador se quedaba colgado o cuando querías bajarte música de la red. Tampoco tenía familia así que le gustaba ir a casa de los compañeros por la tarde y ayudarles con los aparatos electrónicos si lo necesitaban.
Y conocía a la gente de la ciudad. Sabía dónde estaban los gamberros y qué hacían. A veces los invitaba a un café para mantenerse informado. Conocía la delicada red del poder. Sabía qué jerifalte de la ciudad apoyaba a alguien porque era un familiar, porque lo tenía pillado por algo o como pago por algún favor.
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