Pohjanen sacudió la cabeza como si se rindiera cuando se trataba de Anna-Maria.
– Pues vamos a echar un vistazo -concedió.
La mujer estaba tumbada sobre la mesa de autopsias. Anna-Maria Mella se dio cuenta de que había caído líquido del cuerpo en el desagüe bajo la mesa.
«¿Al agua potable?», pensó.
Pohjanen se dio cuenta de lo que miraba.
– Se está descongelando -informó-. Pero será difícil analizarla, eso está claro. Las membranas de las células de la musculatura explotan y se aflojan.
Señaló la caja torácica de la mujer.
– Aquí tienes un agujero de entrada -le dijo-. Se puede deducir que es lo que la mató.
– ¿De cuchillo?
– No, no. Esto es algo completamente distinto, probablemente puntiagudo.
– ¿Alguna herramienta? ¿Un punzón?
Pohjanen se encogió de hombros.
– Tendrás que esperar -le respondió-. Pero parece estar perfectamente emplazado. Puedes ver lo relativamente poco que ha sangrado en la ropa. Probablemente el corte ha ido directamente al cartílago de la caja torácica y ha seguido hasta la bolsa que envuelve el corazón y ahí te queda un corazón taponado.
– ¿Taponado?
– Algo habrás aprendido con los años. Si la sangre no ha salido del cuerpo, ¿adónde ha ido? Bueno, probablemente la bolsa que envuelve el corazón se ha llenado de sangre de manera que el corazón, al final, no ha podido latir. Es bastante rápido. La presión también baja, por eso no se sangra tanto. Además, puede ser que se haya taponado un pulmón, un litro en el pulmón y buenas noches. Por cierto, tiene que ser más largo que un punzón porque hay un agujero de salida en la espalda.
– Algo que la ha atravesado. ¡Joder!
– Sigamos -continuó Pohjanen-. No hay signos de violación. Mira esto.
Iluminó con una linterna la entrepierna de la mujer.
– No hay hematomas ni arañazos. Puedes ver que le han golpeado en la cara, aquí y… mira aquí, sangre en la nariz y una pequeña hinchazón sobre la nariz. Además, alguien le ha secado la sangre de encima del labio. Pero no tiene marcas de estrangulamiento ni tampoco de ligaduras en las muñecas. Sin embargo, esto es extraño.
– ¿Qué es esto? -preguntó Anna-Maria-. ¿Una quemadura?
– Sí, la piel está claramente quemada. Una herida delgada y en forma de cinta alrededor de un tobillo. Hay otra cosa curiosa.
– ¿Sí?
– La lengua. Se la ha mordido hasta destrozarla completamente. Es habitual que ocurra en graves accidentes de circulación, por ejemplo. En un estado así de shock, vale… pero de un arma afilada, no lo había visto nunca. Y si estaba taponado y fue rápido… No, esto es un pequeño misterio.
– Déjame ver -pidió Anna-Maria.
– Es carne picada -añadió Anna Granlund, que colgaba toallas limpias junto al lavabo-. Pienso hacer café; ¿queréis?
Anna-Maria Mella y el forense respondieron afirmativamente al café a la vez que el forense iluminaba con la linterna el fondo de la boca de la mujer muerta.
– ¡Uf! -exclamó Anna-Maria-. Así que a lo mejor no murió del corte. ¿Y qué pudo haber sido?
– A lo mejor te puedo responder esta tarde. El corte es mortal, casi lo aseguro. Pero me confunde el curso de los acontecimientos. Y mira esto.
Volvió una de las manos de la mujer hacia Anna-Maria.
– Esto también es un signo de shock. Mira las marcas. Ha cerrado las manos y ha hundido profundamente sus propias uñas en las palmas.
Pohjanen estaba con la mano de la mujer en la suya sonriendo por dentro.
«Por eso me gusta trabajar con él», pensó Anna-Maria del forense. Todavía le parece jodidamente divertido. Cuanto más difícil y complicado, mejor.
Notó, con cierto remordimiento, que lo estaba comparando con Sven-Erik.
«Pero Sven-Erik está tan apático -se defendió a sí misma-. ¿Y qué puedo hacer yo? Tengo bastante con insuflar entusiasmo a los críos de mi casa.»
Tomaron el café en la sala de fumadores. Pohjanen encendió un cigarrillo, sin darse por enterado de la mirada que le echó Anna Granlund.
– Lo raro es lo de la lengua -dijo Anna-Maria-. Decías que suele ocurrir cuando hay un shock, ¿no? Y esta marca tan extraña alrededor del tobillo… Pero la cuchillada le atravesó la ropa así que, ¿iba vestida cuando la mataron?
– Aunque no creo que hubiera salido a entrenar -dijo Anna Granlund-. ¿Has visto el sujetador?
– No.
– Puro lujo. Puntillas y arco. Aubade, es una marca cara de cojones.
– ¿Cómo lo sabes tú?
– Una se permitía ciertas cosas en aquellos tiempos en que había esperanza.
– Así que ¿nada de sujetador de deporte?
– Realmente, no.
– Si como mínimo supiéramos quién era -dijo Anna-Maria Mella.
– A mí me parece conocida -respondió Anna Granlund.
Anna-Maria se irguió en su asiento.
– Eso le parece también a Sven-Erik -exclamó-. ¡Intenta recordar! ¿En Konsum? ¿En el dentista? ¿De Gran Hermano?
Anna Granlund sacudió la cabeza mientras pensaba.
Lars Pohjanen apagó el cigarrillo.
– Ahora vete a molestar a otro -le dijo-. Un poco más tarde la abriré y así veremos si podemos definir a qué se debe la herida en forma de cinta que tiene en el tobillo.
– ¿A quién puedo ir a molestar? -se quejó Anna-Maria-. A las siete menos veinte de un domingo por la mañana. Sólo vosotros estáis en pie.
– Pues perfecto -dijo Pohjanen seco-. Así tendrás el placer de despertarlos a todos.
– Sí -dijo seriamente Anna-Maria-. Eso es lo que voy a hacer.
El fiscal jefe, Alf Björnfot, se sacudió todo lo que pudo para quitarse la nieve que le había caído encima, arrastrando bien los zapatos al entrar en los pasillos de la jefatura. Una vez que tenía prisa, hacía de eso unos tres años, se resbaló por culpa del hielo que llevaba pegado a las suelas y se dio un golpe en la cadera. Al cabo de una semana aún estaba tomando paracetamol.
«Es la edad -pensó-. Uno tiene miedo de caerse.»
No solía trabajar los fines de semana. Y nunca tan pronto, un domingo por la mañana, pero la inspectora jefe, Anna-Maria Mella, lo llamó la noche anterior y le explicó lo de la mujer muerta que había sido hallada en una cabaña de pesca sobre el lago helado y él le había pedido tener una corta reunión a la mañana siguiente.
La fiscalía tenía sus locales en el piso de encima de la jefatura de policía. El fiscal jefe le echó una mirada llena de remordimientos a la escalera y pulsó el botón del ascensor.
Cuando pasó por delante del despacho de Rebecka Martinsson tuvo la sensación de que había alguien dentro y, en lugar de seguir hasta su despacho, se paró, se dio la vuelta, llamó a la puerta con los nudillos y abrió.
Rebecka Martinsson levantó la mirada sentada a su escritorio.
«Tiene que haberme oído salir del ascensor y por el pasillo -pensó Alf Björnfot-. Pero no sale de su despacho a ver. Se queda callada como un ratón esperando no ser descubierta.»
No creía que le cayera mal y tampoco era porque fuera huraña, aunque era una auténtica loba solitaria. Querría esconder lo mucho que trabaja, supuso él.
– Son las siete -dijo él mientras entraba. Apartó un montón de legajos de la silla de las visitas y se sentó.
– Hola, entra, siéntate.
– Ja, ja. Aquí siempre tenemos las puertas abiertas, que lo sepas. Es domingo por la mañana así que ¿es que te has venido a vivir aquí?
– Sí. ¿Quieres café? Tengo un termo, en lugar del agua sucia de la máquina.
Le puso café en una taza.
La había metido de cabeza en el trabajo como fiscal de refuerzo. Ella no era de ese tipo que empieza poco a poco yendo al lado de alguien durante varias semanas, se dio cuenta ya el primer día. Fueron juntos a Gällivare, cien kilómetros al sur, donde trabajaban los demás fiscales del distrito. Fue a saludarlos a todos amablemente pero parecía inquieta e incómoda hasta lo indecible.
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