Se levanta y se tumba sobre el lomo del reno. Va como si fuera un bulto. Ahora oye un ladrido conocido. Es Musta que corre alrededor de las dos mujeres allí delante. El ladrido exigente de Musta que quiere irse de allí. Ester tiene miedo de que se vayan sin ella. De que desaparezcan.
– Corre -le dice al reno castrado-. Corre. -Con la mano se agarra bien a sus gruesas crines.
Y entonces echa a andar hacia delante.
Enseguida les darán alcance.
Anna-Maria Mella descubre, de pronto, que va a tientas por un bosque oscuro y silencioso. Ha dejado de correr hace rato. Se da cuenta de que no tiene ni idea de cuánto tiempo ha estado dando vueltas y también de que no va a encontrar a nadie allí. Tiene la profunda sensación de que ya todo ha pasado.
«Sven-Erik -piensa-. Tengo que volver.»
Pero no encuentra el camino. No tiene del todo claro dónde se encuentra. Se hunde junto al tronco de un árbol.
«Tengo que esperar -piensa-. Dentro de poco amanecerá.»
Le invade la imagen del niño muerto e intenta apartarla de su cabeza.
Echa de menos a su hijo Gustav. Lo quiere coger y sentir su cálido cuerpo.
«Él vive -se dice a sí misma-. Están en casa. Si hubiera llevado puesta la chaqueta podría haber llamado a Robert porque el teléfono está en el bolsillo interior. Pero la chaqueta se ha quedado en la cuneta.»
Se rodea el cuerpo con los brazos y se aprieta los hombros con las manos para no echarse a llorar. Y mientras está allí sentada apretándose los hombros más y más, se queda dormida. Está agotada.
Cuando despierta, al cabo de un rato, nota que empieza a amanecer. Se levanta rígida y echa a andar hacia la casa.
Arriba, en el jardín, hay tres coches de la policía y una furgoneta que pertenece a operaciones especiales. Los agentes han rodeado la zona y se han ido hacia el bosque.
Anna-Maria va andando hacia la casa con ramas en el pelo y barro en la cara. Todo lo que siente cuando sus compañeros levantan sus armas hacia ella es lo cansada que está. Levanta las manos y ellos le quitan la pistola.
– ¿Sven-Erik? -pregunta-. ¿Sven-Erik Stålnacke?
Un policía le sujeta el brazo suavemente, de manera que pueda agarrarla más fuerte si se tropieza o se cae.
El compañero parece confuso. Parece que tiene la edad de Sven-Erik pero es más alto.
– Está bien, pero no puedes hablar con él ahora -le informa-. Lo siento.
Lo entiende. De verdad. Ella ha disparado a dos personas y Dios sabe qué más ha ocurrido allí. Naturalmente tienen que investigarla a ella pero tiene que poder ver a Sven-Erik. Quizá más por ella que por otra cosa. Necesita ver a alguien por quien sienta afecto. Alguien que la quiera. Sólo pretende que la vea y haga un pequeño gesto con la cabeza, una señal de que todo va a arreglarse.
– Venga, ya -pide Anna-Maria-. Esto no ha sido una excursión. Sólo quiero saber que está bien.
El pohcía suspira y se rinde. ¿Cómo va a poder negarse?
– Pues ven por aquí. Pero recuerda, nada de intercambio de información de lo que ha pasado aquí está noche.
Sven-Erik está apoyado en uno de los coches celulares. Cuando ve a Anna-Maria vuelve la cabeza.
– Sven-Erik -lo llama.
Entonces se vuelve hacia ella.
Nunca antes lo ha visto tan furioso.
– Tú y tus jodidas maneras -le grita-. ¡Vete al infierno, Mella! Teníamos que esperar refuerzos. Yo…
Aprieta los puños y los sacude de ira y frustración.
– Voy a presentar mi dimisión -le grita él.
Justo cuando lo ha dicho, Anna-Maria ve cómo los compañeros que están junto al Hummer iluminan al hombre del fusil, el tirador de precisión. Está en el suelo y le han disparado en la cabeza.
«Pero si yo le disparé en la espalda», piensa Anna-Maria.
– Vaya -le responde ausente a Sven-Erik.
Entonces es cuando Sven-Erik se sienta sobre el capó del coche y se echa a llorar. Piensa en la gata. La boxeadora.
Piensa en Airi Bylund.
Piensa que si Airi no hubiera cortado la cuerda con la que se había suicidado su marido y no hubiera hecho mentir al médico respecto al motivo del fallecimiento, a Örjan Bylund le hubieran hecho la autopsia y hubieran puesto en marcha una investigación sobre su muerte y, en ese caso, nada de esto hubiera sucedido. Y no hubiera tenido que matar a nadie.
Se pregunta también si podrá soportar el hecho de amar a Airi. No lo sabe.
Y llora con todo su corazón.
Rebecka Martinsson sale del coche delante del Hotel Riksgränsen. El nerviosismo le patalea el estómago.
«Es igual -se dice a sí misma-. Tengo que hacerlo. No tengo nada que perder, excepto mi orgullo.» Y cuando se hace una imagen de su orgullo, ve una cosa desgastada sin ningún valor.
«Adentro», se dice a sí misma.
Por lo visto en el bar están de fiesta. En cuanto entra por la puerta del hotel oye un grupo de música tocando una vieja canción de Police.
Se queda en recepción y llama a Maria Taube. Si tiene suerte Maria tendrá algún chico rondándola y ella estará esperando que la llame las veinticuatro horas del día.
Tiene suerte. Maria contesta.
– Soy yo -dice Rebecka.
Le falta el aliento por el nerviosismo pero tampoco de eso se puede preocupar.
– ¿Puedes ir a buscar a Måns y pedirle que baje a recepción?
– ¿Qué? -pregunta Maria-. ¿Es que estás aquí?
– Sí, estoy aquí. Pero no quiero ver a nadie, sólo a él. Por favor, ve a pedírselo.
– De acuerdo -responde Maria vacilante a la vez que se da cuenta de que se ha perdido algo o que no lo ha entendido-. Voy a buscarlo.
Tarda un par de minutos.
«Ojalá no venga nadie aquí», piensa Rebecka.
Tiene ganas de hacer pipí. Debería haber ido antes al baño. Y mucha sed. ¿Cómo va a poder articular palabra cuando tiene la lengua pegada al paladar?
Se ve a sí misma reflejada en el espejo y entonces descubre, para su horror, que lleva el viejo anorak de su abuela. Tiene aspecto de vivir en el bosque, de hacer cultivo ecológico, de enfrentarse a todo tipo de autoridad y de hacerse cargo de los gatos abandonados.
Está a punto de salir corriendo hacia el coche y desaparecer de allí pero entonces suena el teléfono. Es Maria Taube.
– Va para allí -le dice concisa y cuelga.
Y va.
Rebecka se siente como en un acuario con una morena dentro.
No la saluda con el «¿Qué hay, Martinsson?», o algo así. Es como si se diera cuenta de que ahora va en serio. Está tan guapo. Tiene el mismo aspecto de antes. Casi nunca se le ve llevar tejanos.
Ella toma la iniciativa e intenta olvidarse de su pelo largo que necesita ser cortado y teñido. Intenta olvidar su cicatriz. ¡Y el jodido anorak!
– Vente conmigo -le dice-. He venido para llevarte a mi casa.
Piensa que debería decir algo más pero no tiene fuerzas para articular otras palabras que aquéllas.
Él sonríe pero después se pone serio y antes de que le dé tiempo de decir nada, aparece Malin Norell por detrás de él.
– ¿Måns? -lo llama mientras mira a Rebecka-. ¿Qué es lo que pasa?
Él sacude la cabeza con pesar.
Rebecka no sabe por qué mueve la cabeza. Por ella o por la mujer que está a sus espaldas. Entonces él le sonríe y dice:
– Tengo que ir a buscar la chaqueta.
Pero ella no lo piensa dejar escapar. Ni un sólo segundo.
– Coge la mía.
Van en el coche. La nieve cae fuera como un telón blanco. No se ve nada. Rebecka conduce con cuidado. No hablan mucho. Nada, en realidad. Måns estudia las gastadas mangas del anorak que lleva puesto. Seguro que es la chaqueta más fea que ha visto en su vida.
Después mira a Rebecka. Realmente es algo diferente. Completamente loca. Y se echa a reír. No puede aguantarse.
Ella también se ríe. Se ríe hasta que le caen las lágrimas.
Читать дальше