«¿Qué?», pregunta.
Pero en ese mismo momento se da cuenta de que no ha emitido ningún sonido.
Ella se inclina hacia delante. Todo su cuerpo se contrae como en una dolorosa convulsión. Y lo mira. Acusadora. Es como si algo fuera culpa suya.
Al instante siguiente ya no está. Como un zorro se ha apartado del haz de luz del Passat y él no sabe adonde ha ido. Está tan oscuro allí fuera. Las gruesas nubes de la noche no dejan entrar la luz de la luna.
Sven-Erik se mete en el coche para apagar el motor. Todo se queda en silencio y oscuro.
De nuevo de pie, oye unos pasos que corren hacia la casa.
– ¡Anna-Maria, cojones! -le grita.
Pero no se atreve a gritar muy alto.
Está a punto de ir corriendo detrás de ella pero entonces reflexiona.
Llama para que envíen refuerzos. Jodida tía. La conversación dura dos minutos. Pasa un miedo de muerte cuando habla por teléfono. Miedo a que alguien lo oiga. Alguien que venga a dispararle en la cabeza. Se agacha junto al coche durante la conversación. Intenta escuchar. Intenta ver algo en la oscuridad. Le quita el seguro a su arma.
Cuando acaba, sale corriendo detrás de Anna-Maria. Mira dentro del Hummer para ver qué es lo que la ha hecho reaccionar así, pero está demasiado oscuro sin los focos del Passat. No ve nada.
Se pone al lado del camino para subir hacia la casa. Corre en silencio sobre el césped. Si su propia respiración no sonara como un fuelle, igual podría oír algo. Tiene tanto miedo que se siente enfermo. Pero ¿qué cojones puede hacer? ¿Dónde está Anna-Maria?
Ester ve algo en el espejo. Se parece a ella misma. Por lo que la ciencia ha conseguido saber, no hay nada en nosotros que perdure. El hombre es una mezcla de cuerdas vibrantes. Y el aire a nuestro alrededor también es una mezcla de cuerdas vibrantes. Es curioso que no atravesemos muros diariamente y fundamos nuestras existencias.
Se ha entregado, aunque no sabe a qué. Es a un nivel más profundo que su entendimiento. A cada paso el acuerdo queda firmado. Se fue a vivir al desván de Mauri. Ha entrenado su cuerpo. Se ha cargado de hidratos de carbono. Ahora la cabeza debe acompañar a los pies y no al revés.
La cabeza descansará cuando los pies corran por la escalera que va al sótano.
A la vez, cinco hombres avanzan hacia la casa de Regla. Todos llevan ropa negra. El jefe del grupo es el que Ester ha llamado Lobo en su mente. Él y otros tres van armados con metralletas. El último es un tirador de precisión.
Éste se tumba sobre el césped con el jefe de seguridad, Mikael Wiik, en el punto de mira. No necesitaría estar tumbado porque el objetivo está completamente quieto.
Mikael Wiik está de pie en la escalera de la casa y escucha lo que pasa en el camino. Diddi y su mujer han cogido el coche y se van de Regla. Probablemente Diddi se ha peleado con Mauri. Justo esta puta noche, pero Diddi últimamente es imprevisible.
Ha oído cómo se paraba el coche allí abajo junto a la verja exterior y después cómo se paraba el motor. Se pregunta por qué no han continuado. Seguramente están en el coche y tienen la pelea del siglo.
«Yo hago mi trabajo -piensa Mikael Wiik-. Y ése no es mi trabajo.
»No me mezclo -piensa-. Y no estoy involucrado.Tampoco en lo de Inna. Yo le di a Mauri aquel número de teléfono. Pero en lo que ocurrió después, realmente no estoy implicado.»
Había mirado el cuerpo de Inna en el tanatorio de Kiruna. Era una herida burda.
Intenta convencerse a sí mismo de que aquello no lo podía haber hecho un profesional. Ella murió por otro motivo. No tenía nada que ver con Mauri Kallis.
Respira hondo. La primavera se nota como una negra arteria en el aire de la noche. El aire es cálido y trae consigo aromas de verde. Este verano se comprará un barco. Se llevará a su novia por el archipiélago.
Después ya no piensa más. Cuando cae hacia delante y se da contra la escalera de piedra, ya está muerto.
El tirador de precisión cambia de posición. Da la vuelta hasta el otro lado de la casa. Los ventanales del comedor son grandes. Mira lo que hay dentro. Sólo un vigilante contra la pared del comedor. Los demás invitados son sitting ducks. Informa de que hay vía libre a través de su pinganillo.
Ester Kallis corta la luz desde los contadores. Con unos rápidos movimientos, desenrosca los plomos de las tres fases de entrada. Tira los plomos debajo de un estante que hay cerca. Oye cómo van rodando por el suelo y se quedan quietos. La oscuridad es compacta.
Respira hondo. Los pies conocen el camino de subida por la escalera. No necesita ver. Corren a lo largo de una senda oscura.
Y mientras los pies siguen la senda oscura, ella vive en otro mundo. Se le podría llamar recuerdo, pero ocurre ahora. De nuevo. Ocurre ahora tanto como entonces.
Está en la falda de una montaña con su eatnážan. Es el final de la primavera. Sólo quedan unas cuantas manchas de nieve. En el aire se ven constantes bandadas de pájaros piando. El sol les calienta la espalda. Se han desabrochado las chaquetas.
Miran hacia abajo y ven un arroyo. Ya tiene varios metros de ancho de agua de deshielo. Es muy rápido. Un reno hembra se mete en el agua y nada hasta la otra orilla. Una vez en tierra, se pone a llamar a su cría. La llama una y otra vez y al final la cría se atreve a meterse en el agua. Pero la corriente es demasiado fuerte y la cría no tiene fuerzas para nadar hasta el otro lado. Ester y su madre ven cómo se la lleva la corriente. Entonces el reno hembra se vuelve a meter en el agua y alcanza nadando a su cría. Nada a su alrededor, hace fuerza con su cuerpo contra la corriente y así pueden nadar los dos juntos. La corriente es fuerte y la cabeza de la madre se mantiene justo por encima de la superficie del agua, como un grito de socorro. Cuando llegan a la orilla se pone de lado aguantando la corriente para que la cría pueda ponerse a salvo en tierra. Al final consiguen estar los dos al otro lado.
Ester y su madre se quedan mirándolos. Están tan satisfechas del valor del reno. De su fuerte sentimiento hacia su cría. Y también de la confianza de la cría que, a pesar del miedo que le tenía a la corriente, se ha tirado al agua. No hablan cuando vuelven andando a la cabaña que hay para los pastores de renos.
Ester va detrás de su madre. Intenta dar pasos largos para pisar exactamente en el mismo sitio que ha pisado su madre.
Mauri Kallis pregunta a sus invitados qué van a tomar con el café. Gerhart Sneyers quiere un coñac, Heinrich Kock y Paul Lasker lo mismo. Viktor Innitzer tomará un Calvados y el general Helmuth Stieff se decide por un buen Malta.
Mauri Kallis le dice a su mujer que se quede sentada y se hace cargo personalmente de servir las bebidas a los invitados.
– Voy a cambiar las velas -dice Ebba llevándose el candelabro a la cocina, algo irritada porque el personal contratado no ha estado atento y las velas casi están consumidas.
En el comedor hay un vigilante. Trabaja para Gerhart Sneyers. Cuando Mauri Kallis se levanta y pasa por delante de él, se da cuenta de lo discreto que es este hombre. La verdad es que Mauri no ha notado que ha estado allí durante toda la cena.
Por eso es casi cómico cuando el vigilante cae llevándose consigo hasta el suelo un tapiz del siglo xv. A Mauri le da tiempo de pensar en un chico que se desmayó en la procesión de Lucía cuando iba a tercero. En ese momento el ruido de cristales rotos le alcanza el inconsciente. A partir de ahí, aparecen dos hombres en el quicio de la puerta y el ridículo sonido de una metralleta, como si se estuvieran haciendo palomitas de maíz.
Y se apagan todas las luces. En la oscuridad se oye el desesperado grito de dolor de Paul Lasker. Y otra persona que también grita histérica y después se calla de golpe. La lluvia de balas se interrumpe y tras unos segundos aparece la luz de una linterna que busca por la sala a los que se agachan, gritan, se arrastran, intentando esconderse y escapar de aquello.
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