—¿Así que la gran reforma de la Iglesia aún está por realizarse?
—Hay mucho trabajo que hacer aún, en efecto. Cuando se publicaron los resultados del Vaticano II, los sectores católicos más conservadores casi se levantaron en armas. Y el Concilio aún tiene enemigos. Gente que cree que quien no sea católico irá al infierno, que las mujeres no tienen derecho al voto, e ideas aún peores. Desde el clero se espera que éste Cónclave nos de un papa fuerte e idealista, un papa que se atreva a acercar a la Iglesia al mundo. Sin duda, el hombre idóneo para la tarea hubiera sido el cardenal Portini, un liberal convencido. Pero él jamás hubiera captado los votos del sector ultraconservador. Otro cantar hubiera sido Robayra, un hombre del pueblo, pero con una gran inteligencia. Cardoso estaba cortado por un patrón semejante. Ambos eran defensores de los pobres.
—Y ahora están muertos.
El semblante de Fowler se ensombreció.
— Dottora , lo que voy a narrarle ahora es un secreto absoluto. Estoy arriesgando mi vida y la suya, y créame, estoy asustado. Ésta línea de razonamiento apunta en una dirección en la que no me gustaría mirar, y mucho menos caminar —hizo una breve pausa para tomar aliento—. ¿Sabe usted lo que es la Santa Alianza?
De nuevo, como en casa de Bastina, volvieron a la cabeza de la criminalista las historias sobre espías y asesinatos. Siempre las había considerado cuentos de borracho, pero a aquella hora y con aquel extraño compañero, la posibilidad de que fueran reales adquiría una dimensión diferente.
—Dicen que es el servicio secreto del Vaticano. Una red de espías y agentes secretos, que no vacilan en matar cuando llega la ocasión. Son cuentos de viejas para asustar a los polis novatos. Casi nadie se lo cree.
— Dottora Dicanti, puede usted creer en las historias sobre la Santa Alianza, porque existe. Existe desde hace cuatrocientos años, y es la mano izquierda del Vaticano para aquellos asuntos que ni el mismo Papa debe conocer.
—Me resulta muy difícil de creer.
—El lema de la Santa Alianza, dottora , es “La Cruz y la Espada”.
Paola recordó a Dante en el hotel Raphael, apuntando con un arma a la periodista. Aquellas habían sido exactamente sus palabras cuando le había pedido ayuda a Fowler, y entonces comprendió lo que quería decir el sacerdote.
—Oh, Dios mío. Entonces usted...
—Lo fui, hace mucho tiempo. Servía a dos banderas, la de mi país y la de mi religión. Después tuve que dejar uno de los dos trabajos.
—¿Qué sucedió?
—No puedo contárselo, dottora . No me pida que lo haga.
Paola no quiso insistir en el tema. Aquello formaba parte del lado oscuro del sacerdote, del dolor frío que le apretaba el alma con grapas de hielo. Sospechaba que había allí mucho más de lo que él le estaba contando.
—Ahora comprendo la animadversión de Dante hacia usted. Tiene que ver con ese pasado, ¿verdad, padre?
Fowler permaneció mudo. Paola debía tomar una decisión rápida, porque ya no quedaba tiempo ni podía permitirse reparos. Dejó hablar a su corazón, que sabía enamorado del sacerdote. De todas y cada una de sus partes, de la seca calidez de sus manos y de las dolencias de su alma. Deseo poder absorberlas, librarle de ellas, de todas ellas, devolverle la risa franca de un niño. Sabía de lo imposible de su deseo: en aquel hombre había océanos de amargura, que arrancaban de mucho tiempo atrás. No era sólo el muro infranqueable que para él significaba el sacerdocio. Quien quisiera llegar a él tendría que vadear los océanos, y lo más probable es que se ahogara en ellos. En aquel momento comprendió que nunca estaría a su lado, pero también supo que aquel hombre se dejaría matar antes de permitir que ella sufriera daño.
—Está bien, padre, confiaré en usted. Continúe, por favor —dijo con un suspiro.
Fowler volvió a sentarse y desgranó una estremecedora historia.
—Existen desde 1566. En aquellos oscuros tiempos, Pío V estaba preocupado por el ascenso de los anglicanos y los herejes. Como cabeza de la Inquisición, era un hombre duro, taxativo y pragmático. Entonces el sentido del Estado Vaticano en sí mismo era mucho más territorial que ahora, aunque ahora goce de aún más poder. La Santa Alianza se creó reclutando a sacerdotes jóvenes y uomos di fiducia , laicos de confianza de probada fe católica. Su misión era defender al Vaticano como país y a la Iglesia en el sentido espiritual, y su número fue creciendo con el paso del tiempo. Llegaron a ser miles en el siglo XIX. Algunos eran meros informadores, fantasmas, durmientes... Otros, apenas medio centenar, eran la elite: La Mano de San Miguel. El grupo de agentes especiales que, repartidos por el mundo, podía ejecutar una orden precisa y rápidamente. Inyectar dinero en un grupo revolucionario a conveniencia, traficar con influencias, conseguir datos cruciales capaces de cambiar el curso de las guerras. Silenciar, engañar, y en último caso, matar. Todos los miembros de la Mano de San Miguel estaban entrenados en armamento y tácticas. Antiguamente en control de poblaciones, códigos, disfraces y lucha cuerpo a cuerpo. Una Mano era capaz de partir una uva en dos con un cuchillo lanzado desde quince pasos de distancia y hablar perfectamente cuatro idiomas. Podían decapitar a una vaca, arrojar su cadáver corrupto a un pozo de agua limpia y cargar la culpa a un grupo rival con una maestría absoluta. Se les entrenaba durante años en un monasterio de una isla del Mediterráneo, cuyo nombre no revelaré. Con la llegada del siglo XX, el entrenamiento evolucionó, pero la Mano de San Miguel fue cortada casi de cuajo en la Segunda Guerra Mundial. Fue una época teñida de sangre, en la que muchos cayeron. Algunos defendieron causas muy nobles, y otros, por desgracia, otras no tan buenas.
Fowler hizo una pausa para beber un sorbo de café. Las sombras de la habitación se habían vuelto más oscuras y tenebrosas, y Paola sintió miedo físico. Se sentó al revés en la silla y se abrazó al respaldo, mientras el sacerdote continuaba.
—En 1958, Juan XXIII, el mismo Papa del Vaticano II, decidió que la hora de la Santa Alianza había pasado. Que sus servicios no eran necesarios. Y, en plena Guerra Fría, desmanteló las redes de conexión con los informantes y prohibió tajantemente a los miembros de la Santa Alianza que llevaran a cabo ninguna acción sin su aprobación previa. Y durante cuatro años, así fue. Solo quedaban doce Manos, de los cincuenta y dos que eran en 1939, y algunos eran muy mayores. Se les ordenó volver a Roma. El lugar secreto donde se entrenaban ardió misteriosamente en 1960. Y la Cabeza de San Miguel, el líder de la Santa Alianza, murió en un accidente de coche.
—¿Quien era?
—No puedo decírselo, pero no porque no quiera, sino porque no lo sé. La identidad de la Cabeza es siempre un misterio. Puede ser cualquiera: un obispo, un cardenal, un uomo di fiducia o un simple sacerdote. Tiene que ser varón, mayor de cuarenta y cinco años. Eso es todo. Desde 1566 hasta el día de hoy sólo ha trascendido el nombre de una Cabeza: el cura Sogredo, un italiano de origen español que luchó con denuedo contra Napoleón. Y esto solo en círculos muy reducidos.
—No es de extrañar que el Vaticano no reconozca la existencia de un servicio de espionaje si emplean esos métodos.
—Ese fue uno de los motivos que impulsó a Juan XXIII a acabar con la Santa Alianza. Dijo que matar no es justo, ni siquiera en nombre de Dios, y estoy de acuerdo con él. Se que algunas de las actuaciones de la Mano de San Miguel se lo pusieron muy duro a los nazis. Un puñado de ellos salvó cientos de miles de vidas. Pero hubo un grupo, muy reducido, que vio su contacto con el Vaticano interrumpido, y cometieron errores atroces. No hablaré de eso aquí, y menos en ésta hora oscura.
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