Fowler hizo una breve pausa para tomar un sorbo de café. Paola encendió uno de los cigarrillos de Pontiero. Fowler tendió la mano hacia el paquete pero Paola negó con la cabeza.
—Son míos, padre. He de fumármelos yo sola.
—Ah, no se preocupe. No pretendía coger uno. Sólo me preguntaba por qué de repente usted había vuelto.
—Padre, si no le importa, prefiero que continúe. No quiero hablar de esto.
El sacerdote intuyó una gran pena en sus palabras y siguió con su historia.
—Por supuesto... Yo quería seguir ligado a la vida militar. Amo el compañerismo, la disciplina y el sentido de la vida castrense. Si lo piensa no es muy distinto del concepto de sacerdocio: se trata de entregar la vida por los demás. Los ejércitos en sí mismos no son malos, lo que son malas son las guerras. Pedí ser destinado como capellán a una base norteamericana, y, al ser yo sacerdote diocesano, mi obispo cedió.
—Que quiere decir diocesano, ¿padre?
—Más o menos o menos que soy un agente libre. No estoy sujeto a una congregación. Si quiero puedo solicitarle a mi obispo que me asigne a una parroquia. Pero si lo creo conveniente, puedo iniciar mi labor pastoral donde lo crea oportuno, siempre con el beneplácito del obispo, entendido como aquiescencia formal.
—Comprendo.
—Allí, en la base, conviví con varios miembros de la Agencia que estaban impartiendo un programa especial de formación en actividades de contraespionaje para militares en activo que no pertenecieran a la CIA. Me invitaron a unirme a ellos, cuatro horas al día cinco días por semana durante dos años. No era incompatible con mis labores pastorales, sólo me restaba horas de sueño. Así que acepté. Y resultó que fui un buen alumno. Una noche, al acabar las clases, uno de los instructores se acercó a mí y me propuso unirme a la Compañía. Así se llama a la Agencia en los círculos internos. Yo le dije que era sacerdote y que sería imposible. Tenía una labor tremenda por delante con los centenares de jóvenes católicos de la base. Sus superiores dedicaban muchas horas al día a enseñarles a odiar a los comunistas. Yo dedicaba una hora a la semana a recordarles que todos somos hijos de Dios.
—Una batalla perdida.
—Casi siempre. Pero el sacerdocio, dottora , es una carrera de fondo.
—Creo que he leído esas palabras en una de sus entrevistas con Karoski.
—Es posible. Nos limitamos a ir anotando pequeños puntos. Pequeñas victorias. De vez en cuando se consigue alguna de las grandes, pero son contadas las ocasiones. Vamos sembrando pequeñas semillas, con la esperanza de que parte de la simiente fructifique. Muchas veces no es uno mismo quien recoge los frutos, y eso desmoraliza.
—Eso si que tiene que ser jodido, padre.
—Una vez un rey paseaba por el bosque y vio a un pobre viejecito que se afanaba en un surco. Se acercó a él y vio que estaba plantando nogales. Le preguntó porqué lo hacía y el viejecito le respondió: “ Me encantan las nueces ”. El rey le dijo: “ Anciano, no afanes tu encorvada espalda sobre ese hoyo. ¿Acaso no ves que cuando el nogal crezca tu no vivirás para recoger sus frutos? ” Y el anciano le respondió: “ Si mis ancestros hubieran pensado como vos, majestad, yo nunca hubiera probado las nueces ”.
Paola sonrió, sorprendida ante la verdad absoluta de aquellas palabras.
—¿Sabe qué nos enseña esa anécdota, dottora ? —continuó Fowler—. Que siempre se puede seguir adelante con voluntad, amor a Dios y un empujoncito de Johnie Walker .
Paola parpadeó ligeramente. No se imaginaba al recto y educado sacerdote con una botella de whisky, pero era evidente que había estado muy solo toda su vida.
—Cuando el instructor me dijo que a los jóvenes de la base podría ayudarlos otro sacerdote, pero a los miles de jóvenes tras el telón de acero no podría ayudarlos nadie, comprendí que tenía una importante parte de razón. Miles de cristianos languidecían bajo el comunismo, rezando en el retrete y escuchando misa en lúgubres sótanos. Ellos podrían servir a la vez a los intereses de mi país y a los de mi Iglesia, en aquellos puntos en los que coincidían. Sinceramente, entonces pensé que las coincidencias eran muchas más.
—¿Y ahora qué piensa? Porque ha vuelto al servicio activo.
—Enseguida responderé a su pregunta. Se me ofreció ser un agente libre, aceptando sólo aquellas misiones que yo creyese justas. Viajé por muchos lugares. A algunos fui como sacerdote. A otros como ciudadano normal. Vi mi vida en peligro alguna vez, aunque valió la pena casi siempre. Ayudé a gente que me necesitaba, de una forma u otra. A veces esa ayuda tomaba la forma de un aviso a tiempo, un sobre, una carta. Otras veces era necesario organizar una red de información. O sacar a una persona de un embrollo. Aprendí idiomas, e incluso me sentí suficientemente bien como para viajar de vuelta a Estados Unidos. Hasta que ocurrió lo de Honduras...
—Padre, espere. Se ha saltado una parte importante. El funeral de sus padres.
Fowler hizo un gesto de disgusto.
—No llegué a ir. Simplemente arreglé unos flecos legales que había pendientes.
—Padre Fowler, me sorprende usted. Ochenta millones de dólares no es un fleco legal.
—Vaya, así que también sabe eso. Pues sí. Renuncié al dinero. Pero no lo regalé, como muchos piensan. Lo destiné para crear una fundación sin ánimo de lucro que colabora activamente en varios campos de interés social, dentro y fuera de los Estados Unidos. Lleva el nombre de Howard Eisner, el capellán que me inspiró en Vietnam.
—¿Usted creó la Eisner Foundation? —se asombró Paola—. Vaya, si que es viejo entonces.
—Yo no la cree. Sólo le di un empujón y aporté los medios económicos. En realidad la crearon los abogados de mis padres. Contra su voluntad, debo añadir.
—Bien, padre, cuénteme lo de Honduras. Y tómese el tiempo que necesite.
El sacerdote miró con curiosidad a Dicanti. Su actitud había cambiado de repente, de manera sutil pero importante. Ahora estaba dispuesta a creerle. Se preguntó qué podría haberle provocado ese cambio.
—No quiero aburrirle con detalles, dottora . La historia de El Aguacate daría para llenar un libro entero, pero iré a lo esencial. El objetivo de la CIA era favorecer una revolución. El mío ayudar a los católicos que sufrían la opresión del régimen sandinista. Se formó y entrenó a un ejército de voluntarios, que deberían emprender una guerra de guerrillas para desestabilizar el gobierno. Los soldados se reclutaron entre lo más pobre de Nicaragua. Las armas las vendió un antiguo aliado del gobierno, del que pocos sospechaban cómo iba a resultar: Osama Bin Laden. Y el mando de la Contra recayó en un profesor de bachillerato llamado Bernie Salazar, un fanático, como sabríamos después. En los meses de entrenamiento acompañé a Salazar al otro lado de la frontera, en incursiones cada vez más arriesgadas. Ayudé a la extracción de religiosos comprometidos, pero mis discrepancias con Salazar eran cada vez mayores. Comenzaba a ver comunistas por todas partes. Debajo de cada piedra había un comunista, según él.
—Según leí en un antiguo manual de psiquiatría, la paranoia aguda se desarrolla muy deprisa entre los líderes fanáticos.
—Éste caso corrobora su libro a la perfección, dottora Dicanti. Yo sufrí un accidente, del que no supe hasta mucho después que había sido intencionado. Me rompí una pierna y no pude ir en más excursiones. Y los guerrilleros comenzaban a regresar cada vez más tarde. No dormían en los barracones del campo, sino en claros de la jungla, en tiendas de campaña. Por las noches hacían supuestas prácticas de tiro, que luego se revelaron ejecuciones sumarísimas. Yo estaba postrado en cama, pero la noche en la que Salazar capturó a las monjas y las acusó de comunismo, alguien me avisó. Era un buen chico, como muchos de los que iban con Salazar, aunque le tenía un poco menos de miedo que los otros. Sólo un poco menos, porque me lo contó bajo secreto de confesión. Sabía que así yo no lo revelaría a nadie, pero pondría de mi parte todo lo necesario para ayudar a las monjas. Hicimos lo que pudimos...
Читать дальше