Pero eso era una estupidez. No había planeado alejarse hacia el horizonte cojeando, con un lápiz clavado en la pierna y la huella de un pequeño puño en la ingle, abandonando sus dibujos. Éste era su plan, para bien o para mal, y yo debía creer que era para mal, al menos en lo tocante a mi reputación. Por lo tanto, la única pregunta que quedaba era: ¿cuándo pensaba hacerlo? La única respuesta que se me ocurrió fue «pronto», cosa que tampoco me pareció muy concreta.
No había otro remedio: tendría que ausentarme un tiempo del trabajo y esperar en el hotel. Eso significaba abandonar a Rita y a los niños a su suerte, lo que no me gustaba, pero no se me ocurría otra cosa que hacer. Weiss había actuado muy deprisa, de una idea había saltado a la siguiente, y yo pensaba que, lo más probable, se iba a concentrar en este único proyecto y actuaría con rapidez. Era una apuesta enorme, pero valía la pena si con eso le impedía proyectar una imagen gigante de mí sobre la fachada de The Breakers.
Muy bien: lo haría. Cuando Weiss empezara en Palm Beach, yo estaría esperándole. Y con eso decidido, abrí el cuaderno para echar un último vistazo al bonito Comic Book de Dexter. Pero antes de que pudiera sumirme en un trance de autoadmiración, un coche frenó junto al mío y un hombre descendió.
Era Coulter.
El detective Coulter rodeó la parte posterior de su vehículo, hizo una pausa, me miró, volvió hacia el lado del conductor de su coche y desapareció un momento. Aproveché ese tiempo para deslizar el cuaderno bajo mi asiento, y Coulter se materializó de nuevo y volvió a rodear la parte posterior de su coche, esta vez con su botella de dos litros de Mountain Dew colgando del extremo de su dedo índice. Apoyó la espalda contra su coche, me miró y tomó un largo sorbo de gaseosa. Después, se secó la boca con el dorso de la mano.
—No estabas en tu despacho —me espetó.
—No —contesté. Al fin y al cabo, estaba ahí.
—De modo que cuando llega la llamada por radio, es tu mujer, y voy a buscarte —prosiguió, y se encogió de hombros—. No estás. Ya estás aquí, ¿vale? —No esperó la respuesta, algo estupendo, porque yo no tenía ninguna. Tomó otro sorbo de gaseosa y volvió a secarse la boca—. La misma escuela donde encontramos a ese jefe de Lobatos, ¿eh?
—Exacto.
—Pero tú ya estabas aquí cuando pasó, ¿eh? —añadió, con una expresión inocente de falsa sorpresa—. ¿Cómo es eso?
Yo estaba convencido de que decir a Coulter que había tenido una corazonada no le impulsaría a estrechar mi mano y felicitarme. De modo que puse en marcha una vez más mi ingenio legendario.
—Se me ocurrió dar una sorpresa a Rita y a los niños —me oí decir.
Coulter asintió, como si lo considerara muy verosímil.
—Una sorpresa —repitió—. Creo que alguien se te adelantó.
—Sí —reconocí con cautela—. Eso parece.
Tomó otro largo lingotazo de gaseosa, pero esta vez no se secó la boca. Se volvió y miró hacia la carretera principal, donde la grúa estaba llevándose el coche de Weiss.
—¿Tienes idea de quién pudo hacer esto a tu mujer y los chicos? —me preguntó sin mirarme.
—No. Supuse que había sido un… ya sabes. ¿Un accidente?
—Hum —balbuceó, y ahora me estaba mirando fijamente—. Un accidente. Joder, a mí ni siquiera se me había ocurrido. Porque es la misma escuela donde mataron a ese tío de los Lobatos. Y tú también estás aquí otra vez. Vaya. Un accidente. ¿De veras? ¿Tú crees?
—Yo… Es que… ¿Por qué no?
He practicado durante toda mi vida, y mi expresión de sorpresa era estupenda, pero Coulter no parecía muy convencido.
—Ese tío, Donkeywit —dijo.
—Doncevic —rectifiqué.
—Da igual. —Se encogió de hombros—. Parece que ha desaparecido. ¿Sabes algo al respecto?
—¿Por qué iba a saber algo? —pregunté, con la mejor expresión de estupor que conseguí.
—No pagó la fianza, huyó de casa de su novio y desapareció. ¿Por qué?
—La verdad es que no lo sé.
—¿Lees de vez en cuando, Dexter? —preguntó, y su forma de utilizar mi nombre de pila me preocupó. Sonó como si estuviera hablando con un sospechoso. Y lo estaba haciendo, pero todavía albergaba esperanzas de que no me considerara uno.
—¿Leer? Hum, no mucho, no. ¿Por qué?
—A mí me gusta leer —dijo, y después, como si cambiara de tema, continuó—: Una vez es casualidad, dos es coincidencia, tres, acción enemiga.
—¿Perdón? —Me había perdido en aquello de «a mí me gusta leer».
—Es de Goldfinger , ¿sabes? Cuando le espeta a James Bond, me he topado contigo tres veces donde no debías estar, así que no es una coincidencia. —Bebió, se secó la boca y me vio sudar—. Me encanta ese libro. Debo haberlo leído tres, cuatro veces.
—Yo no lo he leído —señalé cortésmente.
—De modo que estabas aquí. Y estabas en la casa que saltó por los aires. Y ya son dos veces que estás donde no deberías. ¿Y debo suponer que es una coincidencia?
—¿Qué otra cosa podría ser?
Me miró sin pestañear. Después, tomó otro sorbo de su Mountain Dew.
—No sé —aventuró por fin—. Pero sé lo que diría Goldfinger si hubiera una tercera vez.
—Bien, confiemos en que no la haya —repliqué, y esta vez lo dije muy en serio.
—Sí. —Asintió, metió el dedo en la boca de la botella de gaseosa y se levantó—. Confiemos en que no. —Dio media vuelta, rodeó de nuevo su coche, subió y se marchó.
Si hubiera sido un observador más devoto de las debilidades humanas, me habría llevado una gran alegría al descubrir profundidades inéditas en el detective Coulter. ¡Era maravilloso descubrir que se trataba de un devoto de las artes literarias! Pero esta alegría del descubrimiento quedaba disminuida por el hecho de que yo no albergaba el menor interés por lo que Coulter hiciera en sus ratos libres, siempre que lo hiciera lejos de mí. Apenas había conseguido que el sargento Doakes levantara su vigilancia perpetua de Dexter, y ahora venía Coulter a ocupar su sitio. Era como si yo fuera la víctima de una extraña y siniestra persecución de Dexter llevada a cabo por una secta tibetana. Siempre que el antiguo lama que odiaba a Dexter moría, nacía uno nuevo que le sustituía.
Pero no podía hacer gran cosa al respecto en aquel momento. Estaba a punto de convertirme en una obra de arte de primera categoría, un problema mucho más acuciante. Subí al coche, puse en marcha el motor y me fui a casa.
Cuando llegué, tuve que quedarme fuera y llamar con los nudillos durante varios minutos, puesto que Rita había decidido pasar la cadena de seguridad de la puerta. Supongo que tuve suerte de que no la hubiera atrancado con el sofá y la nevera. Tal vez se debiera a que necesitaba utilizar el sofá. Se había acurrucado en él con sus dos hijos apretados contra ella, uno a cada lado, y después de dejarme entrar (más bien a regañadientes), volvió a adoptar su postura anterior, con un brazo protector alrededor de cada niño. Cody y Astor exhibían una expresión casi idéntica de aburrimiento e irritación. Por lo visto, consideraban que encogerse de terror en la sala de estar no era la mejor forma de pasar el tiempo.
—Has tardado mucho —protestó Rita, mientras volvía a pasar la cadena.
—Tuve que hablar con un detective.
—Bien, pero… —opuso, mientras se embutía en el sofá entre los dos niños—. Quiero decir, estábamos preocupados.
—No estábamos preocupados —terció Astor, al tiempo que ponía los ojos en blanco.
—Porque ese hombre podría estar en cualquier sitio —insistió Rita—. Podría estar ahí fuera, ahora mismo.
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