Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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Me desplacé hacia la derecha, casi corriendo, para sorprenderle por detrás, rodeando el extremo posterior de la furgoneta. En silencio, con cautela, mientras notaba que las alas oscuras se extendían a mi alrededor, crucé el espacio que me separaba de la furgoneta, rodeé el extremo posterior y me detuve cuando vi la figura arrodillada junto a la puerta.

Giró la cara y me vio.

—¿Qué pasa? —preguntó el hombre. Tendría unos cincuenta años, era negro y, sin la menor duda, no era Weiss.

—Oh —contesté, con mi habitual ingenio—. Hola.

—Esos malditos críos han puesto pegamento en el candado —protestó, y se volvió hacia la puerta.

—¿En qué estarían pensando? —pregunté cortésmente. Pero nunca conseguí averiguarlo, porque en la calle que corría delante de la puerta principal, oí unos bocinazos, seguidos de un crujido metálico. Y mucho más cerca, dentro de mi cabeza para ser exacto, una voz que susurraba, ¡Estúpido! Y sin pararme a pensar cómo sabía que el accidente se había producido cuando Weiss embistió el coche de Rita, salté la valla, pasé al otro lado y me puse a cruzar corriendo el campo de juegos.

—¡Eh! —gritó el hombre del candado, pero por una vez no me importaron mis modales y no esperé a saber qué quería.

Por supuesto, Weiss no iba a cortar el candado. Por supuesto, no tenía necesidad. Por supuesto, no tenía que entrar en la escuela para intentar ser más listo o vencer a cientos de cautelosos profesores y niños en estado salvaje. Le bastaba con esperar fuera, en el tráfico, como un tiburón nadando al borde de los arrecifes a la espera de que Nemo saliera. Por supuesto.

Corrí lo más veloz que pude. El campo parecía un poco irregular, pero la hierba era corta y estaba bien podada, y pude imprimir a mis pies un buen ritmo. Me estaba felicitando por estar en bastante buena forma para correr a toda velocidad, cuando alcé los ojos un momento para ver lo que estaba pasando. No fue una buena idea. Mi pie tropezó en algo casi al instante y caí cabeza abajo a una velocidad maravillosa. Formé una bola y di una voltereta y media, antes de caer de bruces sobre algo aterronado. Me puse en pie de un salto y volví a correr, con una ligera cojera debido a un tobillo torcido y una vaga imagen de un montículo de hormigas rojas, aplastado ahora por mi acto de cañón humano.

Más cerca ahora. Voces alzadas a causa de la alarma y el pánico en la calle, y después un grito de dolor. No veía más que un montón de coches y un grupo de personas que se esforzaban por mirar algo que había en mitad de la carretera. Entré por la pequeña puerta de la valla, subí a la acera y rodeé la fachada de la escuela. Tuve que ir más despacio para abrirme paso entre la multitud de críos, profesores y padres, congregados en el punto de recogida delante de la puerta, pero al final conseguí salir a la calle. Corrí los últimos treinta o cuarenta metros, hasta el lugar donde el tráfico se había detenido y fundido alrededor de dos coches que formaban una masa caótica. Uno era el Honda color bronce de Weiss. El otro coche era el de Rita.

No había ni rastro de Weiss, pero Rita estaba apoyada contra el parachoques delantero de su coche con expresión aturdida, sujetando a Cody con una mano y a Astor con la otra. Al verles juntos, sanos y salvos, recorrí sin prisas los últimos pasos. Ella me miró sin cambiar de expresión.

—Dexter. ¿Qué haces aquí?

—Pasaba por el barrio. ¡ Ay! —Y el «ay» no sólo fue un toque de genio. Docenas de hormigas rojas, que al parecer había recogido al caer, empezaron a picarme al mismo tiempo, como obedeciendo a una señal telepática—. ¿Estáis todos bien? —pregunté, al tiempo que me arrancaba frenéticamente la camisa.

Me la pasé por la cabeza y vi que los tres me miraban con preocupación y cierta irritación.

—¿Te encuentras tú bien? —me preguntó a su vez Astor—. Porque acabas de quitarte la camisa en mitad de la calle.

—Hormigas rojas —expliqué—. En la espalda.

Me la azoté con la camisa, cosa que no sirvió de nada.

—Un hombre nos embistió con su coche —me informó Rita—. Intentó llevarse a los niños.

—Sí, lo sé —dije, mientras me contorsionaba e intentaba deshacerme de las hormigas rojas.

—¿Qué quiere decir que lo sabías? —preguntó Rita.

—Huyó —anunció una voz detrás de nosotros—. Se movió con mucha rapidez, teniendo en cuenta las circunstancias. —Me volví mientras vapuleaba a una hormiga y vi a un policía uniformado, jadeante tras haber intentado dar caza a Weiss, por lo visto. Era un tipo joven, en bastante buena forma, y la placa con su nombre decía Lear. Se había detenido y me estaba mirando—. Aquí no se puede ir vestido de esa manera, amigo.

—Hormigas rojas —comenté—. Rita, ¿quieres echarme una mano, por favor?

—¿Conoce a este individuo? —preguntó el policía a Rita.

—Mi marido —contestó ella, mientras soltaba las manos de los niños a regañadientes, y empezó a darme palmadas en la espalda.

—Bien —repuso Lear—, en cualquier caso el tipo huyó. Llegó a la U.S. 1 y se dirigió a los muelles. Di parte, lanzarán una orden de busca y captura, pero… —Se encogió de hombros—. Debo decir que corría como una exhalación, pese a llevar un lápiz clavado en la pierna.

—Mi lápiz —precisó Cody, con su extraña y poco frecuente sonrisa.

—Y yo le di una patada muy fuerte en la ingle —observó Astor.

Miré a los dos a través de mi nube roja de dolor producida por las mordeduras de hormigas. Parecían muy complacidos consigo mismos, y la verdad era que yo también estaba complacido. Weiss lo había intentado…, pero ellos habían resistido. Mis pequeños depredadores. Casi fue suficiente para paliar el dolor de las mordeduras. Pero sólo casi, sobre todo porque Rita estaba golpeando las mordeduras tanto como a las hormigas, lo cual aumentaba mi dolor.

—Tienen un par de auténticos Lobatos —dijo el agente Lear, y miró a Cody y a Astor con una expresión de aprobación mezclada con cierta preocupación.

—Sólo Cody —comentó Astor—. Y sólo ha ido a una reunión.

El agente Lear abrió la boca, se dio cuenta de que no tenía nada que decir y volvió a cerrarla. Se volvió hacia mí.

—La grúa llegará dentro de un par de minutos. Y los de urgencias querrán echar un vistazo, sólo para asegurarse de que todos están bien.

—Estamos bien —aseguró Astor.

—Bien —continuó Lear—, si quiere quedarse con su familia, puede que consiga poner el tráfico en marcha de nuevo.

—Creo que no habrá problema —repliqué. Lear miró a Rita con una ceja enarcada, y ella asintió.

—Sí. Por supuesto.

—De acuerdo —dijo el agente—. Supongo que los federales querrán hablar con usted. Quiero decir, sobre el intento de secuestro.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Rita, como si oír aquella palabra consiguiera que todo fuera real.

—Creo que el tipo estaba como una chota —aventuré esperanzado. Al fin y al cabo, ya tenía bastantes problemas para que, encima, el FBI se pusiera a investigar mi vida familiar.

Lear no se inmutó. Me miró muy serio.

—¡Se trataba de un se-cues-tro! —exclamó—. De sus hijos. —Me miró un momento para asegurarse de que conocía la palabra, y después se volvió y agitó un dedo en dirección a Rita—. Procure que la gente de urgencias les eche un vistazo a todos. —Volvió a mirarme impasible—. Y sería mejor que usted se vistiera, ¿no cree?

Dio media vuelta, cruzó la calle y empezó a hacer gestos a los coches, en un intento de lograr que el tráfico se moviera de nuevo.

—Creo que las tengo todas —anunció Rita, al tiempo que propinaba la última palmada a mi espalda—. Dame tu camisa. —La cogió, la agitó vigorosamente y me la devolvió—. Será mejor que te la pongas —insistió, aunque era incapaz de imaginar por qué, de repente, toda Miami estaba tan obsesionada con mi desnudo parcial. Me puse la camisa, después de lanzar una suspicaz mirada al interior, en busca de hormigas rojas rezagadas.

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