Coulter meneó la cabeza. Por lo visto, no le dolía en absoluto, porque lo hizo durante varios segundos, mientras miraba la casa humeante.
—Bien, y tú estabas aquí, pero ¿por qué? —insistió—. No tengo clara esa parte, Dexter.
Pues claro que no tenía clara esa parte. Yo había hecho todo lo posible por evitar contestar a las preguntas sobre esa cuestión, mientras me aferraba la cabeza, parpadeaba y jadeaba como si me acosara un dolor terrible cada vez que alguien mencionaba el tema. Sabía que tarde o temprano tendría que aportar una respuesta satisfactoria, y la parte delicada era lo de «satisfactoria». Podía decir que había ido a ver a mi abuelita enferma, pero el problema de dar ese tipo de respuestas a la policía es que suelen comprobarlas, y ay, Dexter no tenía abuelita enferma, ni ninguna otra razón plausible para estar en este lugar cuando la casa estalló, y experimentaba la potente sensación de que aducir una coincidencia no me llevaría muy lejos.
Y durante todo el rato transcurrido desde que me había levantado de la calzada, trastabillado hasta un árbol para apoyarme en él admirando la forma en que todavía podían moverse mis extremidades (durante todo ese tiempo me estuvieron curando, y luego tuve que esperar a que Coulter llegara), durante todos esos largos minutos convertidos en horas, no había logrado inventar algo que sonara mínimamente creíble. Y como Coulter me estaba mirando muy fijamente, comprendí que mi tiempo se había terminado.
—Pues ¿qué? —preguntó—. ¿Por qué estabas aquí? ¿Viniste a recoger la colada? ¿Te dedicas a repartir pizzas en tus ratos libres? ¿Qué?
Fue una de las mayores sorpresas de un día muy perturbador oír a Coulter revelar una tenue pátina de ingenio. Le había considerado un cretino y un descerebrado, incapaz de hacer algo más que redactar el informe de un accidente, pero aquí estaba soltando divertidos comentarios en un tono inexpresivo muy profesional, y si era capaz de eso, tenía que dar por sentado que hasta contaba con la posibilidad de sumar dos y dos y conseguirme a mí como resultado. Estaba en un aprieto. Puse mi astucia a trabajar y decidí seguir la táctica tradicional de contar una gran mentira envuelta en una pequeña verdad.
—Escucha, detective —repliqué, en un tono quejumbroso y algo vacilante del que me sentí muy orgulloso. Después, cerré los ojos y respiré hondo, algo digno de un Oscar, si queréis saber mi opinión—. Lo siento, todavía estoy un poco aturdido. Dicen que padezco una conmoción cerebral de carácter leve.
—¿Eso fue antes de que llegaras aquí, Dex? —preguntó Coulter—. ¿O puedes recordar por qué estabas aquí?
—Me acuerdo —contesté de mala gana—. Es que…
—No te encuentras muy bien.
—Sí, exacto.
—Lo comprendo —bufó, y durante un demencial e irracional momento pensé que me iba a dejar en paz—. Lo que no comprendo —continuó implacable—, es qué cojones estabas haciendo aquí cuando la puta casa voló por los putos aires.
—No es fácil decirlo —respondí.
—Supongo que no —concedió Coulter—. Porque todavía no lo has hecho. ¿Me lo vas a decir, Dex? —Sacó el dedo de la botella, tomó un sorbo y volvió a meterlo. La botella estaba llena a menos de la mitad, y colgaba como una especie de extraño y embarazoso apéndice biológico. Coulter se secó la boca de nuevo—. He de saberlo —repitió—. Porque me han asegurado que hay un cuerpo ahí dentro.
Un seísmo de escasa intensidad descendió por mi columna vertebral, desde mi cráneo hasta los talones.
—¿Un cuerpo? —pregunté con mi habitual ingenio incisivo.
—Sí. Un cuerpo.
—Eso es, o sea… ¿Muerto?
Coulter asintió, mientras me contemplaba con jovialidad distante, y me di cuenta con terrible sorpresa de que habíamos invertido los papeles, y ahora era yo el estúpido.
—Sí, exacto. Porque estaba dentro de la casa cuando hizo patapúm, de modo que debemos suponer que está muerto. Además, no podía huir, atado como estaba. ¿Quién crees que ataría a un tipo cuando la casa iba a volar por los aires así?
—Er, hum… Debió ser el asesino —tartamudeé.
—¡Ajá! —exclamó Coulter—. Así que crees que el asesino le asesinó, ¿eh?
—Hum, sí —contesté, y pese a que la cabeza me dolía cada vez más, me di cuenta de lo estúpido y poco convincente que sonaba.
—Ajá. Pero tú no, ¿verdad? Quiero decir, tú no ataste al tipo y tiraste luego un Cohiba o algo por el estilo, ¿verdad?
—Escucha, vi que ese tipo se marchaba en su coche mientras la casa volaba.
—¿Y quién era ese tío, Dex? O sea, ¿tienes un nombre o algo? Porque eso nos sería de mucha ayuda.
Tal vez se debiera a que la conmoción se estaba extendiendo, pero tenía la impresión de que un terrible entumecimiento se había apoderado de mí. Coulter sospechaba algo, y si bien yo era relativamente inocente en este caso, cualquier tipo de investigación estaba destinada a tener incómodos resultados para Dexter. Los ojos de Coulter no abandonaban mi rostro, y no había parpadeado, y tenía que decirle algo, pero incluso con una conmoción cerebral de escasa importancia sabía que no podía revelarle el nombre de Weiss.
—El coche… estaba registrado a nombre de Kenneth Wimble —dije vacilante.
Coulter asintió.
—Que también es propietario de la casa.
—Sí, exacto.
Siguió asintiendo como un autómata, como si fuera lógico.
—Claro. O sea, tú crees que Wimble ata a ese tío, en su propia casa, después la vuela y se marcha en su coche, tal vez a un lugar de veraneo en Carolina del Norte, por ejemplo.
Una vez más cruzó por mi mente la idea de que aquel hombre era más listo de lo que yo había sospechado, y no fue una conclusión agradable. Pensaba que me las estaba viendo con Bob Esponja, y resulta que era Colombo, y ocultaba una mente mucho más aguda de lo que delataba su apariencia desastrosa. Yo, que había llevado disfraz toda mi vida, me había dejado engañar por un disfraz mejor, y cuando vi el brillo de una inteligencia antes oculta en los ojos de Coulter, me di cuenta de que Dexter corría peligro. Esto iba a exigir mucha habilidad e inteligencia, y ni siquiera sabía si sería suficiente.
—No sé adonde fue —concedí, reconocí que no era un gran principio, pero no se me ocurrió otra cosa.
—Claro que no. Y tampoco sabes quién es, ¿verdad? Porque me lo dirías si lo supieras.
—Sí, te lo diría.
—Pero no tienes ni idea.
—No.
—Vale, pues, ¿por qué no me dices qué estabas haciendo aquí? —preguntó.
Una vez completado el círculo, volvíamos a la pregunta crucial, y si la contestaba bien, todo quedaría perdonado, y si no respondía de una forma que contentara a mi amigo repentinamente listo, existía una posibilidad muy real de que insistiera hasta hacer descarrilar el Expreso Dexter. Yo estaba hundido hasta la cintura en el retrete sin una cuerda, y mi cerebro me dolía, mientras intentaba ponerse en plena forma a través de la niebla sin conseguirlo.
—Es… Es… —Bajé la vista y luego la desvié hacia la izquierda, en busca de las palabras adecuadas para llevar a cabo una terrible y embarazosa admisión—. Es mi hermana —confesé por fin.
—¿Quién es? —preguntó Coulter.
—Deborah —dije—. Tu compañera, Deborah Morgan. Está en la UCI por culpa de este tipo, y yo…
Enmudecí de una manera muy convincente y esperé a ver si él llenaba los espacios en blanco, o si sus inteligentes comentarios habían sido obra de la casualidad.
—Lo sabía —admitió. Tomó otro sorbo de gaseosa, metió el dedo en la boca de la botella y dejó que colgara de nuevo—. ¿Cómo localizaste a este tipo?
—Esta mañana, en la escuela de enseñanza primaria. Estaba grabando un vídeo desde su coche y me fijé en la matrícula. Seguí su rastro hasta aquí.
Читать дальше