Jeff Lindsay - Dexter por decisión propia

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Dexter por decisión propia: краткое содержание, описание и аннотация

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Psicópata desde la infancia, Dexter Morgan fue instruido por su padre en el arte del camuflaje: el forense diurno de la policía de Miami deja paso, cuando cae la noche, al asesino en serie de aquellos criminales que han escapado a la acción de la justicia. Pero haber conseguido el disfraz perfecto le va a servir de poco.
Al regreso de su luna de miel parisina, Dexter debe investigar la aparición de una serie de cadáveres dispuestos como obscenas obras de arte. Y, cuando su hermana es salvajemente atacada por el asesino, nuestro lunático favorito se verá luchando por salvar aquello que tanto le había complicado la vida: su propia familia.
En el cuarto episodio de su entrañable personaje, Jeff Lindsay vuelve a mostrarse tan sangriento como ingenioso. Y los fans de la serie televisiva disfrutarán aún más, ya que estas aventuras siguen caminos paralelos pero diferentes a los de la pequeña pantalla.

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La base de datos del registro de coches es una de las herramientas más básicas del trabajo policial, tanto en la realidad como en la ficción, y acudí a ella con cierta sensación de vergüenza. Me parecía demasiado fácil, salido de un drama televisivo para descerebrados. Si me permitía encontrar a Weiss, por supuesto, superaría la sensación de que esto era casi una engañifa, pero de momento deseaba encontrar una pista que condujera a algo más inteligente. De todos modos, trabajamos con las herramientas que nos proporcionan, y confiamos en que, después, alguien nos pida críticas constructivas.

Al cabo de tan sólo un cuarto de hora había peinado toda la base de datos del estado de Florida, y encontrado tres vehículos pequeños de color bronce con las letras OGA en su matrícula. Uno de ellos estaba registrado en Kissimmee, que se me antojó bastante lejos. Otro era un Rambler de 1963, y estoy convencido de que me habría fijado en algo tan característico.

Eso dejaba el número tres, un Honda de 1995, registrado a nombre de Kenneth A. Wimble, en la calle Noventa y Ocho Noroeste de Miami Shores. La dirección se encontraba en una zona de casas modestas, y estaba relativamente cerca del Design District donde habían apuñalado a Deborah. No sería un paseo muy largo, pues, por ejemplo, si la policía acudía a tu pequeño nido de la Catorce Noreste, podías huir con facilidad por la puerta de atrás y recorrer unas cuantas manzanas hasta encontrar un coche vacío.

Pero después, ¿qué? Si eres Weiss, ¿adónde llevas ese coche? A mí me parecía que lo llevarías muy lejos de donde lo robaste. Por lo tanto, el último lugar del mundo donde estaría sería en la casa de la calle Noventa y Ocho Noroeste.

A menos que existiera alguna relación entre Weiss y Wimble. Sería de lo más natural pedir prestado el coche a un amigo. Sólo para una carnicería de nada, colega. Te lo devuelvo dentro de un par de horas.

Aunque parezca extravagante, no tenemos un Registro Nacional de Quiénes Son Tus Amigos. Cabría pensar que debería ser un apartado vital de la Ley Patriótica, aprobada por el Congreso. Eso facilitaría mi trabajo. Pero no hubo suerte. Si Weiss y Wimble eran amiguetes, tendría que averiguarlo a la brava, mediante una visita en persona. Era pura diligencia, en cualquier caso, pero primero vería si podía descubrir algo acerca de Kenneth A. Wimble.

Una rápida comprobación de la base de datos mostró que no tenía antecedentes penales, al menos bajo ese nombre. El pago de los servicios públicos estaba al día, aunque se había retrasado en el pago de la factura de propano algunas veces. Cuando investigué en los registros de Hacienda, descubrí que era autónomo, y como ocupación constaba montador de vídeos.

Las coincidencias siempre son posibles. Cosas extrañas e improbables ocurren cada día, y las aceptamos y nos limitamos a rascarnos la cabeza como palurdos en la gran ciudad, y decimos: «Vaya, qué raro». Pero esto parecía mucho más que una simple coincidencia. Había estado siguiendo a un escritor que había dejado un rastro de vídeo, y ahora la pista me conducía hasta un profesional del vídeo. Y como siempre llega un momento y un lugar en que el investigador avezado ha de aceptar el hecho de que se ha topado con algo que, probablemente, no es una coincidencia, murmuré «ajá» para mis adentros. También pensé que sonaba muy profesional.

Wimble estaba implicado en el asunto, relacionado con Weiss en la confección y envío de vídeos y, por tanto, probablemente en la disposición de los cuerpos y, por fin, en el asesinato de Roger Deutsch. De modo que cuando Deborah llamó a la puerta, Weiss huyó a casa de su otro socio, Wimble. Un escondite, un pequeño coche color bronce prestado, y que siga la fiesta.

Bien, Dexter. Sube al coche y vámonos. Sabemos dónde está, y ha llegado el momento de pillarle, antes de que decida publicar mi nombre y foto en la primera plana del Miami Herald . Larguémonos. Movámonos.

¿Dexter? ¿Estás ahí, colega?

Estaba ahí. Pero descubrí de repente, cosa rara, que echaba mucho de menos a Deborah. Esto era justo lo que debía hacer por ella. Al fin y al cabo, era de día, y ésos no eran los Dominios de Dexter. Dexter necesita oscuridad para renacer a la verdadera vida que bulle en su interior. Luz solar y cacería no casan entre sí. Con la placa de Deborah, habría podido esconderme a la vista de todo el mundo, pero sin ella… No estaba nervioso, por supuesto, pero sí un poco inquieto.

Pero no había otra alternativa. Deborah estaba tendida en una cama de hospital, Weiss y su querido amigo Wimble se estaban riendo de mí en una casa de la calle Noventa y Ocho, y Dexter vacilaba por culpa de la luz diurna. Y eso no estaba bien.

Así que levántate, respira, estírate. Una vez más en la brecha, querido Dexter. Levántate y anda. Y así lo hice, fui a buscar mi coche, pero no podía sacudirme de encima aquella extraña sensación de inquietud.

Dicha sensación me acompañó durante todo el trayecto hasta la calle Noventa y Ocho Noreste, aún abriéndome paso entre el ritmo homicida del tráfico. Algo no iba bien, y Dexter se dirigía hacia ello. Pero como no contaba con nada más concreto que eso, continué mi camino, mientras me preguntaba qué estaba martirizando la esquina inferior de mi cerebro. ¿Era sólo miedo a la luz del día? ¿O mi inconsciente me estaba diciendo que había pasado por alto algo importante, algo que estaba a punto de abalanzarse sobre mí y morderme? Lo repasé todo en mi cabeza, una y otra vez, y siempre obtuve el mismo resultado, y lo único que se repetía era la idea de que todo era muy sencillo, perfectamente relacionado, coherente, lógico y correcto, y no tenía otra alternativa que actuar con la mayor celeridad posible. Entonces, ¿por qué debía preocuparme? ¿Cuándo goza alguien de alguna posibilidad real, aparte de poder decir de vez en cuando, en esos escasos días buenos que nos tocan, que prefiero helado a pastel?

De todos modos, sentí que unos dedos invisibles cosquilleaban mi cuello cuando aparqué, al otro lado de la calle y a mitad de la manzana de la casa de Wimble. Durante varios largos minutos no hice otra cosa que contemplar la casa desde mi asiento del coche.

El coche de color bronce estaba aparcado delante. No había señales de vida, ni siquiera un montón de miembros apilados ante el bordillo, a la espera de que los recogieran. Nada en absoluto, salvo una casa silenciosa en un barrio corriente de Miami, que se cocía bajo el sol de mediodía.

Cuanto más continuaba sentado en el coche con el motor apagado, más me daba cuenta que yo también me estaba cociendo, y si me quedaba ahí unos minutos más, vería que una corteza oscura y quebradiza se iba formando sobre mi piel. Pese a los temblores de duda que me asaltaban, tenía que hacer algo, mientras aún quedara aire respirable en la cabina.

Bajé y me quedé parpadeando bajo el calor y la luz durante varios segundos, y después bajé por la calle, alejándome de casa de Wimble. Con movimientos lentos y despreocupados di una vuelta a la manzana, y observé la casa desde la parte posterior. No había mucho que ver. Una hilera de setos a través de una valla de tela metálica que la ocultaba desde la siguiente manzana. Seguí rodeando la manzana, crucé la calle y regresé al coche.

Y me quedé parado de nuevo, parpadeando bajo el resplandor del sol, mientras notaba el sudor resbalar por mi columna vertebral, por mi frente, hasta meterse en los ojos. Sabía que no podía continuar inmóvil allí mucho más sin llamar la atención. Tenía que hacer algo. O acercarme a la casa, o volver al coche, ir a casa y esperar a verme en los telediarios de la noche. Pero con aquella vocecita irritante que seguía susurrando en mi cerebro que algo no iba bien, me quedé un poco más, hasta que algo pequeño y quebradizo se partió en mi interior, y dije por fin, estupendo. Vamos a ello, sea lo que sea. Cualquier cosa es mejor que quedarme aquí contando las gotas de sudor mientras caen.

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