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Donna Leon: Testamento mortal

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Donna Leon Testamento mortal

Testamento mortal: краткое содержание, описание и аннотация

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– Maria no es estúpida -dijo Morandi.

– Estoy seguro de que no lo es.

– Sabía que la llave era importante, aunque ignoraba la razón. Así que la cogió y se la dio a ella.

– ¿Eso le consta?

Morandi asintió.

– ¿Se lo dijo ella?

– Sí.

– ¿Cuándo? ¿Por qué?

– Al principio no quiso decirme nada. Pero -ya le he dicho a usted que ella era incapaz de mentir- al cabo de un rato admitió que ella la había cogido. Aunque no quiso aclarar qué hizo con ella.

– ¿Y cómo lo averiguó usted?

Morandi miró la fachada del edificio, como un marinero en busca de un faro. Frunció la boca, emitió un sonido animal de dolor y luego se inclinó de nuevo hacia delante y se llevó las manos a la cara. Esta vez prorrumpió en sollozos, repentinos y entrecortados, perdida toda esperanza de felicidad futura.

Brunetti no pudo soportarlo. Se puso en pie, se acercó a la iglesia y se plantó frente a la lápida que informaba de que aquella fue la iglesia donde bautizaron a Vivaldi. Pasaron los minutos. Creyó que aún podía oír los sollozos, pero no se atrevió a volverse y mirar.

Después de leer la inscripción una vez más, Brunetti regresó al banco y volvió a sentarse.

Morandi, de pronto, agarró la muñeca de Brunetti.

– Le pegué.

Su rostro se cubrió de manchas y enrojeció. Le cayeron dos mechones a ambos lados de la nariz. Hipó con una pena residual, y luego repitió, como si la confesión lo purgara:

– Le pegué. Nunca lo había hecho, en todos los años que llevábamos juntos. -Brunetti apartó la mirada y oyó decir al anciano-: Y entonces me dijo que le había dado la llave a ella.

Tiró de la muñeca de Brunetti hasta que éste se volvió y se puso frente a él.

– Debe entenderlo. Tenía que conseguir la llave. A menos que uno la tenga, no le permiten el acceso a la caja, y yo debía pagar la casa di cura. O ella se vería obligada a ir a un centro público. Pero yo no podía decirle eso, porque entonces se lo hubiera tenido que contar todo. -Su presa se hizo más intensa, como para añadir más significado a lo que iba a decirle. Empezó a hablar, tosió, y luego, en un susurro-: Y entonces ya no me respetaría más.

La mente de Brunetti evocó en un destello el relato de la signora Orsoni sobre la justificación que dio su cuñado por sus actos violentos contra su mujer. Y ahora estaba escuchando la misma historia. Pero mediaba un abismo entre ellas. ¿O no? Con la mano derecha se desprendió de los dedos de Morandi, uno por uno, que le aferraban la muñeca. Para reforzar la acción, tomó la mano del hombre y se la colocó encima de su muslo.

– ¿Qué pasó cuando fue a ver a la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.

El anciano pareció desconcertado.

– Ya se lo dije. Le pedí la llave.

Como si fuera consciente de su desaliño, se pasó las manos por la cara, retirando el cabello que colgaba sobre el cuello de su chaqueta.

– ¿Se la pidió?

Morandi no exteriorizó sorpresa alguna ni ante las palabras ni ante el tono en que Brunetti las repitió.

– De acuerdo -reconoció, de mala gana-. Le dije que me diera la llave.

– ¿O algo más?

Aquello lo sobresaltó.

– No hubo nada más. Ella tenía la llave y yo quería que me la diera. Si se negaba, yo no podía hacer nada.

– Podía haberla zarandeado -sugirió Brunetti.

El rostro de Morandi reflejó desconcierto y confusión. A Brunetti le parecieron auténticos.

– ¡Pero es una mujer!

Brunetti se contuvo y no dijo que la signora Sartori también era una mujer, y que eso no le había impedido golpearla. En cambio, con voz calma, volvió a preguntar:

– ¿Qué pasó?

Morandi miró de nuevo al suelo, y Brunetti lo vio sonrojarse a causa de la vergüenza.

– ¿Le pegó? -preguntó Brunetti, refrenándose para no añadir «también».

Manteniendo la vista en el suelo, como un niño que tratara de eludir una reprimenda, Morandi sacudió la cabeza varias veces. Brunetti se negó a permitirse que lo manipulara el silencio del otro, y repitió la pregunta:

– ¿Le pegó?

Morandi habló tan bajo que casi resultó inaudible.

– Realmente no.

– ¿Qué significa eso?

– La agarré -explicó, lanzó una mirada a Brunetti y volvió a mirar el pavimento. De nuevo Brunetti tomó una decisión sobre aquel silencio-. Me dijo que me fuera, que nada de lo que yo pudiera decir haría que me diera la llave. Y entonces se dirigió a la puerta.

– ¿Qué iba a hacer ella con la llave?

Morandi levantó una cara pálida hacia Brunetti.

– No lo sé. No lo dijo.

La imaginación de Brunetti pugnó con su conocimiento de la ley. La única persona que tenía derecho a abrir la caja era el poseedor de la llave, acompañado por un representante del banco provisto de una segunda llave. Para que la utilizara otra persona era necesaria una orden judicial, y para conseguir ésta hacía falta la prueba de un delito. Pero después de tantos años, aquello ya no era un delito.

Morandi pudo haber dicho en el banco que la había perdido. Hubiera llevado tiempo, pero al cabo le habrían permitido el acceso a la caja y a su contenido. La posesión de la llave carecía de significado: no otorgaba poder ni autoridad a la persona que la poseía; la persona autorizada podía abrir la caja. La signora Altavilla ignoraba eso y, al parecer, también Morandi. Intimidaciones inútiles. Amenazas inútiles.

Incansable, Brunetti preguntó:

– ¿Qué pasó?

Transcurrió un buen rato, y Morandi no tenía ninguna obligación de responder, pero él tampoco sabía eso, así que explicó:

– Fue hacia la puerta y yo traté de detenerla. -Mientras hablaba, Morandi levantó las manos, colocándolas delante de él y encogiendo los dedos-. La llamé por su nombre, y cuando se volvió le puse las manos en los hombros, pero cuando vi su cara, recordé mi promesa… -Miró a Brunetti-. Yo empezaba a retirar las manos, pero ella se liberó, fue a la puerta y la abrió.

– ¿Y usted?

Con voz aún más tenue y suave, Morandi dijo:

– Me sentí muy avergonzado de mí mismo. Primero le pegué a Maria y luego le puse las manos encima a esa otra mujer. Ni siquiera la conocía, y allí estaba yo, sujetándola por los hombros.

– ¿Eso es todo lo que hizo? -insistió Brunetti.

Morandi se cubrió los ojos con una mano.

– Estaba tan avergonzado que ni siquiera pude disculparme. Ella me abrió la puerta y me dijo que me fuera, así que yo no podía hacer otra cosa. -Tendió una mano hacia Brunetti, pero al recordar lo sucedido cuando lo había tocado antes, la retiró-. ¿Puedo decirle algo?

– Sí.

– Rompí a llorar en la escalera, mientras bajaba. Golpeé a Maria y luego asusté a aquella pobre mujer. Tuve que quedarme al otro lado de la puerta hasta que dejé de llorar. Aquella vez, cuando pegué a Maria, prometí que nunca volvería a cometer una mala acción, nunca en mi vida, pero allí estaba yo, cometiendo de nuevo una mala acción.

»De manera que reflexioné: "Si amo a Maria tanto como digo que la amo, nunca en mi vida volveré a hacer algo así. " -Se detuvo al oír sus propias palabras, miró a Brunetti, le dirigió una sonrisa cohibida y añadió-: No es que me quede mucha vida. -La sonrisa se borró y continuó-: Y me dije que nunca más mentiría y que nunca haría una sola cosa que a Maria no le gustara.

– ¿Por qué?

– Ya le he dicho por qué. Por lo muy avergonzado que estaba de lo que hice.

– Pero ¿qué creyó que pasaría si cumplía lo prometido?

Morandi se puso la punta del índice derecho en el muslo y se lo golpeó repetidamente, esperando cada vez que desapareciera la leve sensación antes de golpear de nuevo.

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