Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– ¿Es usted el hombre de las pensiones? -preguntó Morandi. Brunetti creyó percibir una esperanza renacida y supo que oía cortesía en su voz.

Sin responder a la pregunta, dijo:

– Me gustaría hablar de nuevo con usted, signor Morandi.

– ¿Sobre la pensión de Maria?

– Entre otras cosas -contestó Brunetti con suavidad.

Esperó la pregunta recelosa: cuáles podían ser esas otras cosas. Pero no llegó. En su lugar, Morandi quiso saber:

– ¿Dónde podemos hablar? ¿Quiere que vaya a su oficina?

– No, signor Morandi. No deseo que se moleste. Quizá podríamos encontrarnos en algún lugar cerca de donde está usted.

– Vivo detrás de San Marco -dijo, ignorante de que Brunetti sabía mucho más acerca de su casa que su mera situación-. Pero tengo que estar en la casa di cura a las cinco y media. ¿Tal vez podríamos reunimos cerca de allí?

– ¿En el campo? -sugirió Brunetti.

– Bueno. Gracias, signore -dijo el anciano-. ¿Dentro de quince minutos?

– De acuerdo.

Brunetti colgó. Quedaba bastante tiempo, de modo que primero bajó al cuarto de pruebas y luego emprendió la marcha hacia el campo. El sol de finales de otoño le dio en la parte posterior de la cabeza, como si lo saludara.

El anciano estaba sentado en uno de los bancos frente a la casa di cura, inclinado hacia delante, doblado por la cintura, lanzando algo a una reducida bandada de gorriones que danzaba alrededor de sus pies. Oh, Dios, ¿iba a caer Brunetti en la seducción de unas pocas migas de pan arrojadas a unos pájaros hambrientos? Se blindó y se acercó al hombre.

Morandi lo oyó llegar, echó a los pájaros el resto de lo que tenía en las manos, y se puso en pie. Sonrió, borrado o ignorado todo recuerdo de su primer encuentro, y alargó la mano. Brunetti se la estrechó y quedó sorprendido por lo débil del apretón. Bajando la mirada, pudo ver la piel sonrosada de la cabeza brillar a través de los mechones de pelo oscuro pegados a aquélla.

– ¿Nos sentamos? -propuso Brunetti.

El anciano se inclinó, apoyándose con una mano, y fue descendiendo despacio hasta sentarse en el banco. Brunetti dejó un espacio entre ambos y también se sentó, y los pájaros se congregaron a los pies de Morandi. Automáticamente se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó algunos granos, que arrojó al campo. Sobresaltados por el movimiento de su brazo, algunos pájaros emprendieron el vuelo, sólo para aterrizar en medio de los granos, a la vez que llegaban los que habían decidido correr. No rivalizaban ni disputaban, sino que todos se dedicaban a comer cuanto podían.

Morandi miró a Brunetti y dijo:

– Vengo casi todos los días, así que ya me conocen. -Mientras hablaba, los pájaros empezaron a acercarse, pero él se recostó y cruzó los brazos sobre el pecho-. Basta. Ahora tengo que hablar con este caballero.

Los pájaros piaron en son de protesta, esperaron un momento y luego lo abandonaron en grupo al advertir la llegada de una mujer de pelo blanco al otro lado del campo.

– Creo que debería decírselo, signor Morandi -empezó Brunetti, considerando que era mejor limpiar su conciencia-. No he venido por la pensión.

– ¿Quiere decir que no va a tener un aumento? -preguntó, inclinándose adelante y volviéndose hacia Brunetti.

– No había equivocación. Ya está recibiendo su pensión por esos años.

– ¿Así que no habrá aumento? -insistió Morandi, negándose a creer lo que oía.

Brunetti negó con la cabeza.

– Me temo que no, signore.

Los hombros de Morandi cayeron, y luego se enderezó, apoyado en el respaldo del banco. Miró a través del campo, veteado por el sol de tarde, pero a Brunetti le pareció como si el anciano mirase a través de un páramo, de un desierto.

– Siento haber despertado sus esperanzas.

El anciano se inclinó a un lado y puso una mano en el brazo de Brunetti. Le dio un leve apretón y dijo:

– No se preocupe, hijo. Las cosas nunca han ido bien desde que empezó a cobrar la pensión, pero al menos esta vez podíamos tener una pequeña esperanza.

Miró a Brunetti y trató de sonreír. Allí estaban las mismas venas rotas, la misma nariz estropeada y el pelo ridículo, pero Brunetti se preguntaba qué se había hecho del hombre al que había visto en la casa di cura, pues seguro que no era el mismo. El enojo, el miedo o lo que quiera que fuese había desaparecido. Allí, a la luz del sol, Morandi era un anciano tranquilo en el banco de un parque. Quizá, a la manera de un guardaespaldas, Morandi reaccionaba sólo en defensa de aquello que tenía la misión de proteger, y para el resto se contentaba con sentarse y echar semillas a los pajaritos.

¿Qué hacer entonces con sus antecedentes penales? ¿Cuántos años se necesitaban para que unos antecedentes dejaran de tener importancia? Morandi lo sorprendió al preguntar:

– ¿Es usted policía?

– Sí. ¿Cómo lo ha sabido?

Morandi se encogió de hombros.

– Cuando lo vi en la habitación fue lo primero que pensé, y ahora que me dice que no estaba allí por lo de la pensión, lo he vuelto a pensar.

– ¿Por qué creyó usted que era policía? -quiso saber Brunetti.

El anciano lo miró.

– Pensaba que ustedes vendrían. Tarde o temprano -dijo, expresándose en plural. Volvió a encogerse de hombros y apoyó las manos abiertas en los muslos-. Pero no creí que les llevara tanto tiempo.

– ¿Por qué? ¿Cuánto ha durado?

– Desde que ella murió.

– ¿Y por qué creía usted que vendríamos?

Morandi se miró el dorso de los dedos, luego miró a Brunetti y después otra vez sus manos. Con una voz mucho más baja, dijo:

– Por lo que hice.

Dicho esto, tensó los codos, adelantó los brazos y se agarró los muslos. No se disponía a ponerse en pie. Brunetti pudo ver que miraba al suelo. De pronto los pájaros volvieron, se lo quedaron mirando y piaron insistentemente. Brunetti pensó que el hombre no los veía.

Con visible esfuerzo, el anciano se incorporó y luego se apoyó de nuevo en el respaldo del banco. Miró el reloj y, bruscamente, se levantó. Brunetti lo imitó.

– Es hora. Tengo que ir a verla. Su médico llega a las cinco, y las hermanas me dijeron que podría verla después de que él hablara con ella. Pero sólo unos pocos minutos. Así ella no tendrá que preocuparse por nada de lo que él le diga.

Se volvió y caminó en dirección a la casa di cura, al otro lado del campo. El edificio sólo disponía de una puerta, la principal, de modo que Brunetti podía esperar fácilmente en el campo, pero echó a andar junto a Morandi, el cual pareció no darse cuenta; o si se dio, no se preocupó.

Esta vez, por deferencia a la edad del otro, Brunetti tomó el ascensor, aunque los odiaba y se sentía atrapado en su interior. La tolteca esperaba frente al ascensor, sonrió a Morandi, dirigió una inclinación de cabeza a Brunetti y tomó al anciano del brazo para conducirlo a través de la puerta de la residencia, pasillo adelante.

Brunetti se dirigió a una salita de espera desde la que se veía la puerta principal. Se sentó en una silla precaria y cogió la única revista - Famiglia cristiana - que había en una mesa. En un momento dado se encontró ante la necesidad de elegir entre leer la lección semanal de catecismo del papa o la receta de una empanada de queso y jamón. En el momento en que los ingredientes se ponían en el horno, oyó unos pasos que entraban en la habitación.

Un mechón de cabello de Morandi colgaba suelto y serpeaba hasta la hombrera de su chaqueta. Se quedó mirando a Brunetti con ojos aturdidos.

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