Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– Ahorremos tiempo, commissario, y dígame qué desea.

– Deseo saber qué le vendió y en cuánto estaba valorado.

Con una sonrisa que hubiera sido coqueta de haberla dirigido a una mujer, el comerciante preguntó:

– ¿No quiere saber cuánto le pagué?

Brunetti notó la urgencia por despacharlo cuanto antes, pero Turchetti ignoraba que, dado que Morandi había ingresado tan regularmente el dinero en su cuenta, Brunetti ya sabía cuánto le pagó. Tal vez a un comerciante de arte le resultaba inconcebible que una persona que le vendía algo ingresara la cantidad obtenida en el banco.

– No, signore -respondió Brunetti, negando a Turchetti su título-; sólo en cuánto estaban valoradas las piezas.

– ¿Puedo hacer un cálculo? -preguntó abiertamente Turchetti, como si estuviera fatigado de aquel juego.

Ya no se preocupó de hacer referencia a sus «archivos». Brunetti se había criado oyendo a los curas hablar de indulgencias, de modo que sabía bien cuán flexible era la interpretación del valor de algo.

– Con entera libertad -lo animó Brunetti.

– El Dillis estaba valorado en unos cuarenta mil; el Salathé, en un poco menos.

– ¿Y los otros? -indagó Brunetti, echando un vistazo a los nombres de los profesores de historia y de geometría de Chiara.

– Había algunos grabados: de Tiepolo, que no valdrían más de diez o doce. Creo que los grabados eran seis o siete.

– ¿No le ofreció un precio por el lote?

– No -negó Turchetti, incapaz de disimular su irritación-. Insistió en traérmelos de uno en uno. -Luego, incapaz esta vez de disimular su satisfacción por un trabajo bien hecho, añadió-: Creía que obtendría más por ese procedimiento.

Su tono dio a entender que mucho más. Brunetti se negó a darle la satisfacción de una respuesta, y preguntó:

– ¿Qué más?

– ¿Quiere saberlo todo? -preguntó a su vez Turchetti, con una sorpresa cuidadosamente orquestada y otra sonrisa coqueta.

Con estudiada lentitud, Brunetti insertó el bolígrafo en el cuaderno y lo cerró. Miró a Turchetti y dijo:

– Quizá no me he expresado con bastante claridad, signore. -Sus labios dibujaron algo que no se proponía ser una sonrisa-. Tengo una lista, con cantidades y fechas, y deseo saber qué dio él a cambio del dinero que recibió.

– Y yo doy por supuesto que usted dispone de autorización para solicitar esa información.

Todas las sonrisas cesaron.

– No sólo puedo obtenerla si la pido, sino que cuento también con el interés de mi cuñado.

Turchetti no pudo ocultar su sorpresa, ni tampoco disimular su incomodidad.

– ¿Qué significa eso?

– Que sólo tengo que insinuarle que la procedencia de algunas de las piezas de esta galería es dudosa, y estoy seguro de que llamará a todos sus amigos para preguntarles si han oído algo de eso. -Aguardó un momento y añadió-: Y supongo que ellos, a su vez, llamarán a sus amigos. Y así sucesivamente. -Brunetti volvió a sonreír y reabrió su cuaderno. Se inclinó sobre él y preguntó-: ¿Qué más?

Turchetti, con una precisión que Brunetti consideró ejemplar, le proporcionó una lista de dibujos y grabados, fechas aproximadas y valoraciones. Brunetti tomó nota, utilizando el espacio a la derecha de los nombres de los profesores de Chiara, y luego pasando a una página en blanco para completar la lista. Cuando Turchetti acabó, Brunetti no se molestó en preguntarle si lo había mencionado todo.

Cerró el cuaderno, lo guardó en el bolsillo, junto con el bolígrafo, y luego se puso en pie.

– ¿Los ha vendido todos? -preguntó, aunque no era necesario, pues pertenecían a quien los tuviera, y aun en el caso de que la ley pudiera recuperarlos, ¿a quién pertenecerían ahora?

– No. Quedan dos.

Brunetti advirtió que Turchetti se disponía a decir algo, se obligaba a detenerse, pero al cabo cedió al impulso:

– ¿Por qué? ¿Tengo que darle uno a usted?

Brunetti se volvió y abandonó la galería.

26

Bien, bien, bien. Brunetti desanduvo el camino hacia el puente. El Dillis estaba valorado en cuarenta mil, y el pobre bobo de Morandi obtuvo cuatro mil. ¿Y por qué estaba él pensando en Morandi como un pobre o bobo? ¿Porque el Salathé valía casi tanto y permitió que Turchetti le pagara tres mil?

Brunetti era consciente de que, con independencia de la rectitud de su propio sistema ético, seguía encontrando difícil explicar aquello, incluso ante sí mismo. Había leído a los autores griegos y romanos y sabía lo que pensaban de la justicia, de lo recto y lo equivocado, del bien común y del bien personal, y había leído también a los Padres de la Iglesia y sabía lo que dijeron. Conocía las reglas, pero se encontraba, en cada situación concreta, enredado en lo específico de lo que les ocurría a las personas, a favor o en contra de ellas, debido a lo que pensaban o sentían, y no necesariamente de acuerdo con las reglas previstas para juzgar las cosas.

En otro tiempo Morandi fue un matón, pero Brunetti vio la mirada protectora que dirigió a la solitaria mujer al otro lado de la habitación, y por eso no pudo creer que Morandi se propusiera evitar que hablara con él, sino que trató de impedir que alguien perturbara la paz que pudiera quedarle a la anciana.

Esperó el Número Dos y observó a las personas cruzar el puente. Las embarcaciones pasaban en ambos sentidos, una de ellas cargada hasta la borda de los enseres, y acaso de las esperanzas, de una familia entera que se mudaba de casa. ¿A Castello? ¿O giraría a la izquierda y, de vuelta, se dirigiría a San Marco? Un perro negro peludo estaba subido en una mesa precariamente equilibrada sobre un montón de cajas de cartón en la proa de la embarcación, con el hocico apuntando adelante con tanta audacia como un mascarón. Cuánto les gustaban los barcos a los perros. ¿Era por estar al aire libre y por la riqueza de olores que se sucedían? No podía recordar si los perros veían a larga distancia o sólo muy de cerca, o quizá eso difería según la raza a la que pertenecieran. Bien, aquél no era de ninguna raza concreta: tenía tanto de bergamasco como de labrador, tanto de spaniel como de sabueso. Resultaba evidente que era feliz, y quizá eso era todo cuanto necesitaba ser un perro, y era todo cuanto necesitaba saber Brunetti acerca de un perro.

La llegada del vaporetto interrumpió sus reflexiones, pero no apartó a Morandi de su mente. «La gente no cambia.» ¿Cuántas veces le había oído a su madre decir eso? Ella nunca estudió psicología. De hecho, nunca estudió mucho en general, pero eso no le impidió tener una mente lógica, incluso sutil. Ante un ejemplo de conducta infrecuente, a menudo señalaba que aquello era una mera manifestación del verdadero carácter de cada cual, y cuando recordaba a las personas acontecimientos del pasado, a menudo se demostraba que ella tenía razón.

Con frecuencia las personas nos sorprendían con el mal que causaban -reflexionó- cuando algún impulso oscuro cruzaba la raya y las llevaba a ellas y a otros a la perdición. Y entonces, qué fácil era encontrar en el pasado los síntomas inadvertidos de su maldad. ¿Cómo, pues, hallar los síntomas inadvertidos de la bondad?

Cuando llegó a su despacho, probó de nuevo con la guía telefónica y encontró que en ella figuraba Morandi. No hubo contestación hasta la octava llamada, cuando una voz de hombre informó de que no estaba en casa pero podía ser localizado en su telefonino. Brunetti copió el número y marcó inmediatamente.

– Si -respondió una voz de hombre.

– Signor Morandi?

– Sì. Chi è?

– Buenas tardes, signor Morandi. Soy Guido Brunetti. Hablamos hace dos días en la habitación de la signora Sartori.

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