Donna Leon - Testamento mortal

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Al regresar de viaje, una joven traductora encuentra muerta a su vecina de abajo. La víctima es una señora mayor, encantadora y sin enemigo aparente. En la casa está todo en orden pero unas gotas de sangre junto a la cabeza del cadáver llaman su atención y decide llamar a la policía, de esta manera el caso queda en manos de Brunetti. El informe forense determina que la mujer tuvo un ataque al corazón y la sangre obedece a que al caer al suelo se golpeó la cabeza, pero hay ligerísimos indicios de violencia. Aunque nada apunta a un delito criminal, Brunetti tiene una intuición, no sabe qué es lo que no cuadra, pero no se conforma con esta explicación e investiga. El famoso comisario deberá descubrir si se trata de una muerte natural o hay algo criminal en ella.

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– ¿Por qué tienen que decir la verdad? -preguntó mientras entraba, con voz áspera y desolada.

Brunetti se apresuró a ponerse en pie y tomar al hombre por el brazo. Sosteniéndolo, lo condujo hacia el sofá, que tenía un relleno excesivo. Morandi se sentó en el centro, cerró el puño derecho y golpeó con él varias veces el asiento junto a él.

– Médicos. Al infierno con todos ellos. Hijos de perra todos.

Con cada frase su rostro se volvía más veteado y el puño golpeaba el mullido asiento, y con cada frase se iba pareciendo más al hombre que Brunetti había visto en la habitación de la signora Sartori.

Finalmente, agotado, se recostó en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Brunetti regresó a su silla, cerró la revista y la volvió a colocar en la mesa. Esperó, preguntándose qué Morandi sería el que abriera los ojos, el san Francisco de corazón tierno o el enfurecido enemigo de los médicos y de los burócratas.

Pasó el tiempo, y Brunetti lo dedicó a construir un escenario. Morandi esperaba que la policía se presentara y diera con él tras la muerte de la signora Altavilla: ¿y por qué razón que no fuera la culpa? Recordando aquellos morados, Brunetti dirigió la mirada a las manos de Morandi: anchas y gruesas, las manos de un obrero. Si la visión de un extraño en la habitación de la signora Sartori o la idea de que un médico le dijera la verdad lo catapultaba a semejante acceso de ira, ¿cómo era probable que respondiera a…, a qué, exactamente? ¿Qué forma había adoptado la peligrosa honradez de la signora Altavilla? ¿Lo animó a que confesara su intervención en el engaño a Madame Reynard, sin considerar su efecto sobre la signora Sartori?

La mente de Brunetti se desplazó a una pared. Oddio!, ¿y si el testamento de Madame Reynard no hubiera sido falsificado? ¿Y si la caligrafía fuera sin duda la suya, y realmente hubiera querido dejárselo todo a su abogado quien, ciertamente, se había mostrado tan cortés y servicial como el mismo Lucifer? El hecho de que Cuccetti fuera un embustero y un ladrón a los ojos de media Venecia no significaba nada si, con sinceridad, la anciana hubiera querido legarle sus bienes. ¿Acaso tan sólo el bien debe ser recompensado?

¿Por qué, entonces, el piso, y de dónde procedían el Dillis, los Tiepolos y el Salathé? Brunetti miró al anciano, que parecía haberse quedado dormido, y a él lo invadió el deseo de agarrarlo por los hombros y zarandearlo hasta que dijera la verdad.

27

Silenciosamente, como para no molestar al durmiente, Brunetti sacó del bolsillo el llavero de la signora Altavilla, que había recogido en el cuarto de pruebas antes de abandonar la questura. Lo sostuvo entre las manos, utilizó la uña del pulgar para abrir el anillo metálico, y luego deslizó la tercera llave -la que no encajaba en ninguna cerradura- hacia la estrecha abertura. Tiró de ella despacio, despacio, hasta que se soltó sobre su mano. Inclinándose, depositó la llave en el muslo derecho de Morandi, y luego volvió a guardarse el llavero en el bolsillo, cruzó los brazos y se recostó en la silla.

Consideró impertinente mirar al hombre dormido, de modo que volvió la vista hacia la ventana y al muro en la orilla opuesta del canal, mientras pensaba en los monos. Recientemente había leído un artículo que trataba de unos experimentos ideados para estudiar el sentido innato de la justicia en una especie de mono que Brunetti no podía recordar. Cuando cada miembro del grupo se acostumbraba a recibir la misma recompensa por la misma acción, los demás monos se enfadaban si uno recibía más que sus iguales. Aunque la causa de su agitación no era más que la diferencia entre un trozo de pepino y un grano de uva, a Brunetti le pareció que reaccionaban de una manera muy humana: la recompensa inmerecida era ofensiva incluso para los que no perdían nada con ella. Añádase a esto la presunción de engaño o robo por parte del ganador del grano de uva, y el sentimiento de agravio se reforzaba. En el caso del avvocato Cuccetti, sólo se contaba con la presunción de robo; nada más, aunque había sido recompensado con algo que superaba considerablemente un grano de uva. Había pasado bastante tiempo, sin embargo, y no habría consecuencias legales aun en el caso de que la presunción se confirmara. Aunque se pudiera probar que había robado el grano de uva, no había que devolverlo.

Morandi no se sorprendió por la llegada de un policía: pensaba que la policía debía presentarse por lo que había hecho. ¿Debido al testamento de Madame Reynard? ¿Porque fue a ver a la signora Altavilla? ¿Porque trató de razonar contra su tremenda honradez? ¿O porque la agarró por los hombros y trató de hacerla entrar en razón? ¿O la derribó, habiendo visto o no el radiador?

De vez en cuando pulsaban el timbre, y la tolteca iba a abrir la puerta, pero quienes llegaban estaban preocupados por otras cosas y no se molestaban en mirar hacia la habitación. De haberlo hecho, ¿qué hubieran visto? A otro de los residentes en el establecimiento, rendido a causa de las preocupaciones del día. ¿Y era su hijo el que estaba sentado con él?

– ¿Qué es lo que desea? -preguntó el anciano con voz mortecina.

Brunetti miró a Morandi y vio que estaba completamente despierto y que tenía la llave en una mano. La frotó entre el pulgar y el índice, como si fuera una moneda y comprobara si era o no falsa.

– Me gustaría que me hablara de la llave.

– O sea, que la tenía ella -dijo Morandi con tranquila resignación.

– Sí.

El anciano sacudió la cabeza con un gesto de evidente contrariedad.

– Estaba seguro de que la tenía, pero me dijo que no estaba allí.

– Y no estaba.

– ¿Qué?

– Se la había dado a otra persona.

– ¿A su hijo?

– A una amiga.

– Oh -exclamó Morandi, resignado, y luego añadió-: Debió habérmela dado.

– ¿Usted se la pidió?

– Desde luego. Por eso fui allí, para recuperarla.

– ¿Pero?

– Pero no quiso dármela. Dijo que sabía lo que era y que no era justo que yo la tuviera, ni que los tuviera.

– Comprendo. ¿Se lo dijo a ella la signora Sartori?

Al anciano le sobrevino un estremecimiento como los que Brunetti había visto en los perros. Empezó por la cabeza y, gradualmente, afectó a los hombros y los brazos. Otros dos mechones de pelo se desprendieron de la cabeza y cayeron sobre la solapa de la americana. Brunetti no supo si trataba de sacudirse la pregunta que le había formulado o la respuesta a ella. Dejó de moverse, pero siguió sin hablar.

– Supongo que la signora Sartori debió decírselo -comentó Brunetti resignadamente, como si hubiera seguido una compleja sucesión de pensamientos y aquella fuera la única conclusión a que podía llegarse.

– ¿Decirle qué? -preguntó el anciano, y su modo de hablar se hizo más lento a causa de la fatiga, no de la sospecha.

– Lo que usted y la signora Sartori hicieron.

Como si de pronto fuera consciente del desorden de su pelo, Morandi alzó una mano y volvió a colocar delicadamente en su sitio los mechones rebeldes, cubriendo con ellos, uno por uno, la cúpula sonrosada de su cabeza. Les dio unos golpecitos para fijarlos en su lugar, y luego mantuvo la mano sobre ellos, como si esperase alguna señal de que habían quedado adheridos a la superficie.

Bajó la mano y dijo, sin mirar a Brunetti mientras hablaba:

– No debió habérselo dicho. O sea, Maria. Pero desde que ella…, desde que le pasó eso, no ha sido cuidadosa con lo que dice, y ella… -Su voz se fue apagando, volvió a ponerse el pelo en su sitio con unos golpecitos, aunque no era necesario, y se quedó mirando a Brunetti, como si esperase alguna respuesta a sus palabras. Finalmente dijo-: Ella desbarra.

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