Brunetti se sentó en el banco, dejando un espacio entre Morandi y él.
El anciano se echó una mano al bolsillo y sacó papel de fumar y tabaco. Descuidadamente, dejando caer hebras de tabaco en los pantalones y en los zapatos, consiguió liar un cigarrillo y encenderlo. Dio tres profundas caladas y se recostó, ignorando los pájaros que, a su vez, ignoraron el tabaco caído a su alrededor. Levantaron la vista hacia él, pero su indignado piar no impresionó a Morandi. Dio una calada tras otra, hasta que su cabeza quedó envuelta en una nube y lo acometió otro acceso de tos. Cuando el ataque cesó, arrojó con desagrado el cigarrillo y se volvió hacia Brunetti.-Maria no me deja fumar en casa -dijo, en un tono casi de orgullo.
– ¿Por su salud?
El anciano se volvió hacia él, con el rostro desprovisto de emoción ante esa idea.
– Oh, ojalá -murmuró, y se apresuró a apartar la vista.
Morandi miró alrededor, abarcando la totalidad del campo, como si buscara a alguien que se preocupara de si fumaba o no. Se volvió para prestar atención a Brunetti, y dijo:
– Tiene que devolverme la llave, signore.
Se esforzó en emplear un tono razonable, pero sólo consiguió reflejar su desesperación. Su expresión era seria; trató de componer una sonrisa amistosa, pero luego dejó que se borrara.
– ¿Cuántos quedan?
Morandi entrecerró los ojos e inició una pregunta:
– ¿Qué es lo que usted…?
Pero desistió de su intento y se detuvo. Se cogió las manos, las puso entre los muslos y se inclinó hacia delante. Entonces se dio cuenta de la presencia de los pájaros, los cuales, sin demostrar temor, acercándose más a saltitos, empezaron a piar ante aquel rostro que les resultaba familiar. Él rebuscó en la chaqueta y sacó unos pellizcos de granos, que dejó caer entre sus pies. Los pájaros los picotearon ávidamente.
Con la cabeza todavía inclinada y la atención puesta, al parecer, en los pájaros, dijo:
– Siete.
– ¿Sabe lo que son?
– No -reconoció el anciano, rechazando la idea-. He ido a galerías y a museos para tratar de ver otros. Ahora entro gratis, por mi edad. Pero no puedo recordar lo que veo, y los nombres no me dicen nada. -Desdobló las manos y las separó, como para indicar su ignorancia y confusión-. Así que no tengo más remedio que confiar en el hombre que me dice lo que son.
– Y cuánto valen.
Morandi asintió.
– Sí. Él estuvo de paciente cuando Maria aún trabajaba en el hospital. Me habló de él. Lo recordé cuando… cuando tuve que venderlos.
– ¿Se fía de él?
Morandi se lo quedó mirando, y Brunetti percibió un destello de inteligencia cuando el anciano dijo:
– ¿Acaso tengo elección?
– Supongo que podría acudir a otro -sugirió Brunetti.
– Son una mafia -replicó Morandi con absoluta seguridad-. Vayas a uno o a otro, da lo mismo. Todos te engañan.
– Pero quizá alguien lo engañaría menos.
Morandi rechazó esta posibilidad con un encogimiento de hombros.
– A estas alturas todos saben quién soy y a quién pertenezco.
Hablaba como si estuviera seguro de que aquello era cierto.
– ¿Y qué pasará cuando se acaben? -preguntó Brunetti.
Morandi bajó la cabeza para contemplar los pájaros, que seguían reuniéndose alrededor de sus pies, mirando arriba, en demanda de alimento.
– Entonces se habrán acabado. -Su voz sonó resignada. Brunetti aguardó y, finalmente, el anciano dijo-: Podrían bastar para cubrir dos años.
– ¿Y luego? -preguntó Brunetti, con la tenacidad de un perro de presa.
El anciano alzó los hombros, al tiempo que emitía un ruidoso suspiro.
– ¿Quién sabe lo que pasará dentro de dos años?
– ¿Qué le ha dicho el médico? -se interesó Brunetti, señalando con un movimiento de cabeza la casa di cura.
– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Morandi, volviendo a su anterior aspereza.
– Porque parecía usted muy preocupado. Antes, cuando habló de eso.
– ¿Y eso basta para que usted quiera enterarse? -preguntó Morandi, como si fuera un antropólogo que se enfrenta a una forma de conducta enteramente nueva.
– Parece una mujer que ha tenido muchos contratiempos en su vida -se arriesgó a decir Brunetti-. Espero que no tenga más.
Los ojos de Morandi se dirigieron a las ventanas del segundo piso de la casa di cura , ventanas que Brunetti pensó podían ser las del comedor donde vio por primera vez a la signora Sartori.
– Hay más y más contratiempos, y luego se acaban y ya no hay nada más. -Se volvió hacia Brunetti-. ¿No es así?
– No lo sé -fue lo mejor que se le ocurrió a Brunetti, aunque se tomó algún tiempo para hablar-. Espero que ella tenga cierta paz.
Morandi sonrió ante esa última palabra, pero no era algo agradable de ver.
– No la hemos conocido desde que nos mudamos.
– ¿A San Marco?
Asintió, y uno de los mechones se desprendió y se desplazó hasta apoyarse en su vecino.
– Antes las cosas iban muy bien. Trabajábamos, conversábamos y creo que ella era feliz.
– Y usted ¿no lo era?
– Oh -exclamó, y esta vez la sonrisa fue real-. Nunca había sido tan feliz en mi vida.
– ¿Y entonces?
– Entonces Cuccetti me ofreció la casa. Nosotros vivíamos en alquiler, en Castello. Cuarenta y un metros cuadrados, planta baja. Allí estábamos como una lata de sardinas -explicó, con la mente retrocediendo sin duda a aquel reducido espacio. Luego, con otra sonrisa, añadió-: Pero éramos unas sardinas felices.
Volvió a inspirar profundamente, tomando aire a través de las ventanas de la nariz y enderezándose de nuevo.
– Entonces habló de la casa que podríamos tener. Más de cien metros. Piso alto, dos baños. Sonaba tan maravilloso como si fuera un castillo.
Miró a Brunetti como si quisiera que aquel hombre, que no tenía idea de qué significaba vivir en un apartamento de cuarenta y un metros, imaginara lo que eso representaba para unas personas como ellos. Brunetti asintió.
– Así que le dije que lo haría. Y recurrí a Maria porque Cuccetti dijo que necesitaba dos testigos. Y entonces pensé en los dibujos que tenía la vieja. Le había hablado de ellos a Maria. -Ladeó la barbilla y formuló una verdadera pregunta-: ¿Cree que lo que hice estuvo mal? ¿Que fui codicioso por decirle que quería los dibujos?
– No lo sé, signor Morandi. No puedo emitir un juicio sobre eso.
– Maria sabe que desde entonces todo fue mal. Pero no sabe por qué -dijo el anciano, cuya desesperación era perceptible-. Así que no importa lo que yo piense sobre eso o lo que usted haga. Ella sabe que algo malo ocurrió.
Morandi sacudió la cabeza y luego continuó con su cabeceo, como si cada movimiento renovara su culpa por lo que hizo.
– ¿Qué pasó cuando fue a casa de la signora Altavilla? -preguntó Brunetti.
Dejó de mover la cabeza. Se quedó mirando a Brunetti y, de repente, cruzó los brazos sobre el pecho, como para dar a entender que ya tenía bastante de aquello y no quería continuar. Pero sorprendió a Brunetti cuando dijo:
– Fui a hablar con ella, a tratar de hacerle entender que necesitaba la llave. No podía hablarle de los dibujos. Se lo hubiera contado a Maria, y ella se habría enterado de lo que hice.
– ¿No lo sabía?
– Oh, no, nada -se apresuró a replicar-. Nunca los vio. Nunca estuvieron en casa. Cuando Cuccetti me los dio, los llevé directamente al banco, y yo pagaba en efectivo, una vez al año, por la caja. No había manera de que Maria pudiera conocer su existencia.
La mera posibilidad infundía temor en su voz.
– Pero ¿sabía que tenía usted la llave? -preguntó Brunetti, pensando que, con el transcurso de los años, con seguridad ella habría averiguado para qué era la llave.
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