Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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Ahora la droga había desaparecido, o así lo creía la policía. Con ella se habían ido de la zona muchos de sus antiguos residentes, sustituidos por otros que no sólo no eran pobres sino tampoco venecianos. Estuvo demorando la visita dos días y al fin se decidió, entre divertido y avergonzado de su insistencia en considerar la expedición una empresa importante.

En campo San Cassiano, como no sentía la necesidad de apresurarse, decidió entrar a ver la Crucifixión del Tintoretto. A Brunetti siempre le había llamado la atención la cara de aburrimiento que tenía ese Cristo, clavado simétricamente en la cruz, delante de una reja de lanzas perpendiculares que dividen el cuadro por la mitad. Cristo te daba la impresión de haber acabado por reconocer la verdad de las advertencias de que esa historia de hacerse hombre no podía acabar bien, y parecía deseoso de volver a sus quehaceres de Dios. Brunetti paseó la mirada por las estaciones del Via Crucis de la pared del fondo, donde el Cristo de la sepultura tenía todo el aspecto de ser un hombre dormido que, de un momento a otro, fuera a levantarse de un salto gritando: «¡Sorpresa!» Qué pocos de aquellos pintores debían de haber estudiado atentamente a los muertos y observado su terrible vulnerabilidad. A Brunetti siempre le había impresionado el desamparo de los muertos, la rigidez de sus miembros, incapaces de defenderse y hasta de cubrir su desnudez.

Al cabo de un rato salió de la iglesia. El sol le cayó sobre los hombros como una bendición. En campo Santa Maria Mater Domini, miró al interior de una escalera que se veía por una ventana, y recordó el apartamento que Paola y él, recién casados, visitaron en aquella casa, y cómo los asustó tanto espacio y tanto precio. Dejándose guiar por el instinto, siguió adelante.

Bajó por Ponte del Forner, pasando por delante del único sitio de la ciudad en el que alguien todavía se molestaba en reparar las planchas eléctricas y salió a campo San Giacomo dell'Orio. Miró el reloj y vio que aún tenía tiempo de entrar en la iglesia, en la que no había estado desde hacía años.

En la misma puerta, a mano derecha, encontró una estructura de madera que parecía una cabina de votación en un libro infantil. Dentro estaba una joven de cabello oscuro, inclinada sobre un libro. Una lista de lo que parecían ser precios estaba pegada a la derecha de la ventanilla y un cordón de terciopelo rojo separaba la entrada del resto de la iglesia.

– Dos cincuenta, por favor -dijo la muchacha levantando la cabeza.

– ¿Residentes también? -preguntó Brunetti, sin conseguir que la voz no le vibrara de indignación. Al fin y al cabo, esto era una iglesia.

– Residentes gratis. ¿Puedo ver su carta d'identità ?

Sin tratar de disimular su creciente irritación, Brunetti sacó la cartera, la abrió y buscó el documento. Entonces recordó que lo había dejado en el despacho, para que le hiciera la fotocopia que debía adjuntar a la solicitud de renovación del permiso para portar armas.

Sacó la credencial y la pasó por debajo del cristal.

– ¿Qué es eso? -preguntó la muchacha. Tenía una voz átona y una cara agradable, incluso bonita.

– Mi credencial de policía. Comisario.

– Lo siento -dijo ella con lo que sin duda quería ser una sonrisa-. Pero necesita la carta d'identità . -Deslizó el documento hacia él, volvió a mirarlo y añadió-: Que sea válida.

Años de permanecer de pie delante de la mesa de Patta le habían permitido adquirir la habilidad de leer cabeza abajo, y descubrió que la muchacha leía Washington Square .

– ¿Lo lee para la escuela?

Ella, desconcertada, miró la credencial, luego el libro, comprendió y dijo:

– Sí. Un Curso sobre la Novela Norteamericana.

– Ah -dijo Brunetti, deduciendo que debía de ser alumna de Paola. Recogió la credencial y la metió en la cartera, que luego guardó en el bolsillo de atrás. Una alumna de la clase de Paola.

Sacó un puñado de monedas, que revolvió hasta encontrar las adecuadas y las puso en la taquilla. La muchacha las recogió, arrancó un boleto y lo pasó por debajo del cristal.

Grazie -dijo volviendo a la lectura.

Prego -respondió él, entrando en la iglesia por la abertura del cordón.

Salió al cabo de veinte minutos y, dando la vuelta a la iglesia, se dirigió al restaurante. Siguiendo las indicaciones de Antonin, entró en la calle de la izquierda, se detuvo frente a la primera puerta de mano izquierda y leyó los nombres que figuraban al lado de los timbres. Allí estaba: Sambo, el segundo desde abajo.

Brunetti titubeó un momento, miró el reloj y pulsó el timbre. Al cabo de un momento, contestó una voz de mujer:

– ¿Sí?

Brunetti habló en veneciano:

– ¿Puede decirme, signora , si es la casa en la que se reúnen los amigos del hermano Leonardo?

Era audible la ansiedad del tono, pero las causas podían ser múltiples.

– Sí, es aquí. ¿Desea usted unirse a nosotros?

– Vivamente, signora .

– Nos reunimos los martes -dijo ella, y agregó rápidamente-: Disculpe que no le invite a subir, pero es la hora de la comida de los niños.

– Yo soy el que debe pedir disculpas, signora . Sé lo que es eso, y no la molesto más. ¿Puede decirme a qué hora empieza la reunión?

– A las siete y media. Así la gente puede estar en su casa a la hora de cenar.

– Comprendo. Está bien -respondió Brunetti-. Ahora vaya a dar de comer a sus hijos, signora . Por favor. Hasta el martes -dijo Brunetti en el tono más amable de que era capaz, y dio media vuelta. A su espalda, sonó una voz metálica que preguntaba:

– ¿Su nombre, signore ?

Brunetti emitió un sonido indescifrable terminado en «etti». No quería mentir, todavía. Tiempo habría para eso el martes.

CAPÍTULO 9

Vianello y Brunetti se encontraron frente a la Banca di Roma, debajo del reloj, a las siete y cuarto del martes, acompañados por sus respectivas esposas, que habían mostrado, si no entusiasmo, por lo menos, la suficiente curiosidad para avenirse a asistir a la reunión.

Después de que las mujeres intercambiaran besos, los cuatro se alejaron de Rialto, camino de San Giacomo dell'Orio. Las mujeres iban detrás de Vianello y Brunetti, mirando escaparates y haciendo comentarios tanto sobre los artículos expuestos como, al igual que todos los venecianos, sobre los cambios que se habían producido en el carácter de las tiendas durante los últimos años, orientados a satisfacer los gustos de los turistas.

– Ellos, por lo menos, siguen aquí -dijo Paola parándose frente al escaparate de Mascari para admirar los frutos secos.

Nadia, por lo menos un palmo más baja y bastante más ancha que Paola, dijo:

– Mi madre todavía habla de cuando te envolvían la compra en papel de periódico. Ahora vive en Dolo con mi hermano, pero aún pide los higos de Mascari. No los come, si no reconoce el papel. -Meneando la cabeza con resignación, reanudó la marcha detrás de los hombres, que ya se habían perdido de vista.

Al salir a campo San Giacomo dell'Orio, ellos se pararon a esperarlas y los matrimonios se emparejaron. Brunetti los condujo hacia la callejuela y se paró delante de la puerta de la casa. Llamó al timbre de Sambo y, sin que mediara pregunta alguna, la puerta se abrió con un zumbido. No se advertía nada especial en la entrada: suelo de mármol blanco y naranja, arrimaderos de madera oscura, un poco deteriorados por la humedad y mala iluminación.

En lo alto del segundo tramo de escaleras, salía al rellano un murmullo de voces. Brunetti, sin saber si llamar con los nudillos a la puerta abierta, se asomó al recibidor y gritó:

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