Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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– ¿Y? -preguntó Brunetti, curioso por averiguar por qué Paola los había llevado a todos a cenar con el tal Snagsby, quienquiera que fuese.

– Existe cierto parecido genérico entre él y el hombre al que acabamos de escuchar, el hermano Leonardo, si realmente se llama así -respondió Paola, y Brunetti recordó que ni la signora Sambo ni ninguno de los presentes había mencionado el nombre del orador en toda la sesión-. Nada de lo que ha dicho es excepcional, son los mismos lugares comunes que puedes leer en los editoriales de Famiglia Cristiana -prosiguió Paola, y Brunetti se preguntó desde cuándo leía ella esta revista-. Pero son las cosas que le gusta oír a la gente, desde luego.

– ¿Por qué? -preguntó Vianello, que miró al camarero señalando las cuatro copas.

– Porque no les obligan a hacer algo -respondió Paola-. Sólo tienen que «sentir» el bien, y eso les hace suponerse acreedores al mérito de haber hecho algo. -Su voz se impregnó de desdén al añadir-: Es tan terriblemente americano.

– ¿Por qué americano? -preguntó Nadia alargando la mano hacia una de las nuevas copas que el camarero había dejado en el mostrador.

– Porque esa gente piensa que basta con sentir las cosas. Han llegado a creer que es más importante sentir que hacer, o que viene a ser lo mismo, o, en todo caso, que tan encomiable es lo uno como lo otro. ¿Qué ha dicho siempre ese fantasma de Presidente que tienen ahora? «Siento vuestro dolor.» Como si eso sirviera de algo. Hasta un cerdo se moriría de asco. -Paola tomó su copa y bebió un buen trago-. Lo único que necesitas es tener buenos sentimientos -prosiguió-. Porque los sentimientos están de moda. Y ya puedes presumir de sensibilidad. Así no tienes que «hacer» nada. Sólo exhibir tus preciosos sentimientos y la gente se romperá las manos aplaudiéndote y alabándote por tener los mismos sentimientos que tiene cualquier criatura normal.

Brunetti rara vez había visto a Paola reaccionar con tanta vehemencia.

– Bueno, bueno -dijo en tono apaciguador, tomando un sorbo de prosecco .

Ella volvió la cabeza vivamente con ojos de sorpresa. Pero entonces él la vio recapacitar y tomar otro buen trago antes de decir:

– Debe de haberme afectado el estar expuesta a tanta bondad -dijo-. Esa bondad se me sube a la cabeza y hace aflorar lo peor de mi carácter.

Todos rieron y la conversación se hizo general.

– A mí me pone nerviosa que la gente no use palabras concretas al hablar -dijo Nadia.

– Por eso nunca escucha a los políticos -dijo Vianello rodeándola con el brazo y atrayéndola hacia sí.

– ¿Es así como la seduces, Lorenzo? -preguntó Paola-. ¿Le lees una lista de palabras cada mañana?

Brunetti miró a Vianello, que dijo:

– Yo tampoco soy un gran admirador de los predicadores, y menos de los que procuran que lo que te dicen no suene a sermón.

– Pero él no predicaba, ¿verdad? -preguntó Nadia-. En realidad no.

– No -dijo Brunetti-. En absoluto. Pero me parece que no deberíamos olvidar que estaba viendo a cuatro personas desconocidas, y quizá por eso ha decidido mantenerse en un tono suave y general hasta averiguar quiénes éramos.

– ¿Y soy yo la que pasa por tener una pobre opinión de la naturaleza humana? -preguntó Paola.

– Es sólo una posibilidad -dijo Brunetti-. Me han dicho que después de la charla suele haber una colecta o, por lo menos, la gente le entrega sobres, pero esta noche no ha sido así.

– Por lo menos, mientras estábamos allí nosotros -dijo Nadia.

– Cierto -reconoció Brunetti.

– ¿Qué hacemos entonces? -preguntó Paola. Y, mirando a Brunetti, añadió-: Si me pides que vuelva, nuestro matrimonio podría estar en peligro.

– ¿Peligro, peligro? -preguntó él.

Brunetti la vio fruncir los labios mientras meditaba la respuesta.

– No tanto, supongo -admitió ella finalmente-. Aunque quizá la idea de volver me hiciera beberme a media tarde el jerez de cocinar.

– Eso ya lo haces -dijo él poniendo fin a la discusión acerca del hermano Leonardo.

CAPÍTULO 11

Al día siguiente, Brunetti apenas se había sentado a su mesa cuando recibió una llamada de la signorina Elettra, recién regresada de Abano, quien le comunicó que el vicequestore , también de regreso del seminario de Berlín sobre el crimen organizado, deseaba cambiar impresiones con él. La fórmula «cambiar impresiones» sonó de un modo extraño en los oídos de Brunetti. Su tono neutro y mesurado estaba exento de la ácida agresividad habitual en Patta pero tampoco sugería la falsa afabilidad que utilizaba el vicequestore cuando quería pedir un favor.

La curiosidad llevó a Brunetti a la escalera y al despacho de la signorina Elettra. Enseguida notó un cambio, pero tardó un momento en darse cuenta de lo que era: encima de la mesa, donde él se había acostumbrado a ver la voluminosa consola del ordenador, estaba ahora una delgada pantalla negra. El amplio teclado gris había sido sustituido por un fino rectángulo negro en el que unas teclas lisas parecían tratar de hacerse invisibles.

La vestimenta elegida por la signorina Elettra en el día de su reincorporación armonizaba con el teclado: jersey de lana con dibujo en gris y negro, idéntico, recordó Brunetti, al que Paola le había señalado la semana anterior en el escaparate de Loro Piana, y pantalón negro del que asomaban las puntas de unos zapatos salón de charol negro, afiladas como estoques.

– ¿Tiene idea de qué impresiones desea cambiar? -preguntó Brunetti a modo de saludo.

La signorina Elettra desvió la atención de la pantalla. Brunetti vio borrarse la sonrisa de sus labios, para dejar paso a una expresión atenta y formal.

– Creo que el vicequestore se interesa por el tema de la «multi-cultural sensitivity», comisario -respondió ella.

– ¿Berlín? -preguntó Brunetti.

– Eso deduzco, de las notas que me ha dado para el informe al questore sobre la conferencia.

– ¿«Multi-cultural sensitivity»?

– Precisamente.

– ¿Tiene eso algún significado en nuestro idioma? -preguntó Brunetti.

Con gesto ausente, ella asió un lápiz por la punta y golpeó con la goma uno de los papeles que tenía encima de la mesa.

– Por las notas que me ha dado, supongo que significa que se dictarán nuevas directrices sobre el comportamiento de los agentes en situaciones en las que intervengan extracomunitari .

– ¿Todos los extranjeros en general o sólo los extracomunitari ? -preguntó Brunetti.

– Ni europeos ni norteamericanos. Creo que la expresión que se utilizaba antes era «tercermundistas» o «pobres».

– Que ha sido sustituida por extracomunitari .

– Exactamente.

– Entiendo -dijo Brunetti, que se preguntaba si el papel que estaba debajo de la goma del lápiz formaba parte del informe de Patta-. ¿Esta sensibilidad ha de configurarse de una manera concreta?

– Creo que se refiera a la forma en que el agente que efectúa el arresto debe dirigirse al arrestado -dijo ella con voz átona.

– Ah -repuso Brunetti, reduciendo su respuesta a un simple ruido.

– La filosofía imperante parece ser… -empezó ella recalcando la palabra «filosofía» como si la colgara de la pared para hacerle unos cuantos disparos-…la de que los miembros de los grupos minoritarios son víctimas de una postura de… -Se interrumpió y se acercó el papel-. Sí, aquí está -prosiguió usando la goma para señalar el centro de la hoja-: «…una postura de indebida agresividad verbal por parte del agente» -terminó.

– ¿Qué es una postura verbal? -preguntó Brunetti.

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