– Desde luego -dijo Patta-. Son ideas de envergadura, proyectos de gran calado. Ya es hora de que esta ciudad salga de su modorra y se incorpore al resto de Europa, ¿no cree?
– Indiscutiblemente -respondió Brunetti con la mejor de sus sonrisas, recordando al poeta que había dicho que era bueno que existiera el puente que unía a Venecia con el continente, o Europa estaría aislada-. ¿Y la financiación será europea? -preguntó.
– Sí -respondió Patta no sin orgullo-. Es uno de los beneficios que me he traído de la conferencia. -Miraba a Brunetti, ávido de aprobación.
Esta vez la sonrisa de Brunetti era auténtica, la que produce haber resuelto un problema. Dinero europeo, fondos del Gobierno, un aluvión de dinero de las arcas de una Bruselas generosa y prodigiosamente indiferente, la prodigalidad de los burócratas.
– Muy acertado -dijo Brunetti, admirando la habilidad del vicequestore -. No me cabe duda de que Alvise es la elección perfecta.
La sonrisa de Patta se ensanchó aún más.
– No dejaré de decir al teniente que usted aplaude su elección.
La sonrisa de Brunetti no habría sido más gentil de ser sincera.
La consternación de la signorina Elettra al enterarse del nombramiento de Alvise fue total, reacción que se generalizó cuando, en días sucesivos, la noticia corrió por la questura . «Alvise, jefe de una unidad operativa», «Alvise, jefe de una unidad operativa»: quienes la oían tenían que repetir la frase, lo mismo que aquel muchacho cuando se enteró de que Midas tenía orejas de asno. No obstante, al final de la semana siguiente, aún no se sabía, en concreto, cuáles eran las tareas y ni siquiera el carácter de la unidad: el personal contenía la respiración observando a Alvise pisar con titubeos los primeros peldaños de la escalera del éxito.
Con frecuencia, se le veía en compañía del teniente Scarpa, y se le oía tutear a su superior, confianza que no se habría tolerado a ninguno de los restantes miembros de la rama uniformada que, por otra parte, tampoco la deseaban. Curiosamente, el de ordinario locuaz Alvise se mostraba reservado acerca de sus nuevas funciones y reacio -quizá por ignorancia- a hablar de la naturaleza y objetivos de la unidad operativa. Él y Scarpa pasaban mucho tiempo juntos en el despachito del teniente, revisando papeles, y este último, hablando por el telefonino . Reticencia y discreción, que nunca fueron conceptos que se asociaran a Alvise, pronto se convirtieron en los rasgos característicos de su comportamiento.
Pero en la questura las novedades pronto dejaban de serlo y, al cabo de varios días, el personal volvió a desentenderse de Alvise y de sus actividades. Brunetti, sin embargo, estaba intrigado por la cuestión del dinero de Bruselas y sentía curiosidad por averiguar adónde iría a parar. Puesto que el proyecto estaba bajo la supervisión de Scarpa, no le cabía la menor duda de que sería el teniente quien decidiera su destino, y sólo se preguntaba a quién y a qué fin sería asignado.
Daba la impresión de que Berlín había despertado una inusitada actividad en Patta, de cuyo despacho brotaba un caudaloso torrente de memorándums, recordatorios, notas y sugerencias. Sus peticiones de datos estadísticos sobre el crimen y sus autores generaban olas de informes y, como Patta, hombre de la vieja escuela, no utilizaba el correo electrónico, una marea de papeles subía y bajaba la escalera, entrando y saliendo de los despachos de la questura . Hasta que, con la misma brusquedad con que había llegado, aquella marea de palabras se retiró, las aguas volvieron a su cauce, y Alvise siguió siendo la única novedad, al frente de su unidad operativa de un solo hombre.
Durante ese tiempo, el propio Brunetti optó también por olvidar la petición de don Antonin. Ni siquiera la noche en que él y Paola cenaron en casa de los padres de ella, que se iban a Palermo, preguntó a la contessa si había averiguado algo. Tampoco su suegra se refirió a su petición.
Al día siguiente a la cena, un lluvioso jueves, Brunetti llegaba a la questura a las ocho y media de la mañana cuando vio salir a Vianello, andando deprisa y poniéndose la chaqueta.
– ¿Qué sucede? -preguntó Brunetti.
– No lo sé -respondió el inspector, asiéndolo del brazo y llevándolo hacia el muelle, donde Foa, el piloto, estaba en la cubierta de una lancha de la policía, soltando el amarre. Al ver a Brunetti, el agente se llevó la mano a la visera, pero habló a Vianello.
– ¿Adónde, Lorenzo?
– Hacia arriba, al palazzo Benzon -respondió Vianello.
El piloto les dio la mano para ayudarles a subir a bordo, se volvió hacia el timón y separó la lancha del muelle. Cuando al llegar al Bacino, viró a la derecha, Brunetti y Vianello ya habían bajado a la cabina, para guarecerse de la lluvia.
– ¿Qué hay? -preguntó Brunetti, con la voz tensa por el nerviosismo que irradiaba el otro hombre.
– Han visto un cadáver en el agua.
– ¿Ahí arriba?
– Sí.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Se ha recibido la llamada hace sólo unos minutos. Era un pasajero del Uno, desde Sant'Angelo. El hombre estaba en cubierta y, cuando llegaban al palazzo Volpi, vio algo en el agua, cerca de la escalera. Ha dicho que parecía un cadáver.
– ¿Y ha llamado aquí?
– No; ha llamado al novecientos once, pero los carabinieri no tenían lancha disponible y nos han llamado a nosotros.
– ¿Lo ha visto alguien más?
Vianello miró por la ventanilla de su lado; la lluvia arreciaba y un viento del norte la lanzaba contra el cristal.
– Ha dicho que él estaba fuera. -No creyó necesario añadir que pocos viajarían fuera con semejante tiempo.
– Ya -dijo Brunetti-. ¿Y qué se sabe de los carabinieri ?
– Han dicho que enviarían una lancha lo antes posible.
De pronto, a Brunetti le pareció que en la cabina le faltaba el aire, y se levantó, abrió la puerta y se quedó en el primer peldaño, parcialmente resguardado de la lluvia. Pasaron por delante del palazzo Mocenigo, el imbarcadero de Sant'Angelo y dejaron atrás la escalera que bajaba hasta el agua, a la izquierda del palazzo Benzon.
Brunetti pensó que sería preferible parar el motor, pero, antes de que pudiera decirlo, Foa ya lo había hecho, y la lancha siguió avanzando hacia la escalera. El silencio duró apenas unos segundos, hasta que Foa volvió a arrancar el motor dando marcha atrás, para frenar la embarcación, que se paró a pocos metros de la escalera que subía al muelle.
El piloto se acercó al costado de la lancha y se inclinó sobre la borda. Al poco rato, levantó un brazo señalando el agua. Brunetti, seguido de cerca por Vianello, salió a la lluvia. Los dos se acercaron a Foa mirando hacia donde señalaba el piloto.
A la izquierda de la escalera, a un metro aproximadamente, flotaba una forma difusa. La lluvia que acribillaba el agua desdibujaba el contorno de lo que tanto podía ser una bolsa de plástico como un periódico. Pero, a poca distancia, flotaba algo más. Un pie.
Vieron el pie, pequeño, unido a un tobillo.
– Lléveme a la calle Traghetto -dijo Brunetti al piloto-. Daré la vuelta andando.
Sin decir palabra, el piloto retrocedió, salió al canal y detuvo la lancha al pie de la escalera de la calle siguiente. La marea estaba baja, dejando ver los dos escalones de acceso al muelle cubiertos de algas. Brunetti podía elegir entre saltar al muelle, que estaría resbaladizo por la lluvia, o pisar las algas, sosteniéndose en el brazo de Vianello. Optó por esto último y, al notar que el pie derecho le resbalaba y golpeaba con la contrahuella del escalón, sintió pánico. Su cuerpo se venció hacia adelante, pero Vianello lo agarró con fuerza salvándolo de caer al agua. Brunetti buscó el equilibrio con la mano derecha, que también se escurrió y chocó con la contrahuella. Sintió la lluvia en la espalda al trepar al muelle. Una vez en tierra, se quedó quieto hasta que se le calmó el temblor de las rodillas.
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