Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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– ¿Aparte de que nunca somos lo bastante buenos con los demás? -preguntó Brunetti.

– Eso por supuesto.

Brunetti aceptó la exhortación que encerraban estas palabras y asintió. Advirtió que la fatiga había entrado en la habitación y se había instalado en los ojos y la boca del anciano.

– Me gustaría saber en qué medida merece confianza -dijo Brunetti de pronto.

El anciano se agitó en la butaca. Era tan frágil que sólo tuvo que mover unos huesos y la tela que los cubría.

– Creo que no merece desconfianza, hijo. -Y, añadió con señales de íntimo regocijo-: Aunque, a mi edad, digo eso de casi todo el mundo a casi todo el mundo.

Brunetti no pudo resistir la tentación de preguntar:

– ¿A no ser que venga de Roma?

El anciano sacerdote se puso serio y asintió.

– Entonces aceptaré su consejo -dijo Brunetti poniéndose en pie-. Y se lo agradezco.

CAPÍTULO 7

Camino de la questura , Brunetti iba pensando en lo que había dicho el sacerdote. Los muchos años de batallar no sólo con el crimen sino con los avatares de la vida habían anulado su capacidad para confiar instintivamente en los demás. Quizá esta confianza era, como la fe de la contessa , algo por lo que cada cual podía optar libremente.

Al llegar a este punto de sus reflexiones, tuvo que reconocer en justicia que nada de lo que había visto u oído inducía a desconfiar de Antonin. En realidad, lo único que había hecho aquel buen hombre era acudir al entierro de la madre de un viejo amigo, a darle una bendición. ¿Qué impedía a Brunetti considerar esto un acto de pura generosidad? En suma: años atrás, Antonin le era antipático y después se había hecho cura.

No obstante la fe de su madre, el anticlericalismo formaba parte de la estructura genética de Brunetti: su padre sólo decía pestes del clero, actitud que respondía al desprecio por el poder que su experiencia de la guerra había hecho nacer en él. La madre nunca discutía las ideas de su marido aunque tampoco defendía al clero, a pesar de que ella tenía buenas palabras para todo el mundo, incluso, una vez, para un político. Estos pensamientos lo acompañaron durante todo el camino al trabajo.

Tal como temía, Brunetti encontró en su mesa los frutos de la asistencia del vicequestore Giuseppe Patta a la conferencia de Berlín, transmitidos, seguramente, por teléfono desde su habitación del Adlon. La «alerta anticrimen» de la semana siguiente estaría dedicada a la Mafia, con el fin, y cómo no, de extirparla de raíz, objetivo que el país había estado persiguiendo, con distinto grado de laxitud, durante más de un siglo.

Brunetti leyó el mensaje de Patta, enviado probablemente por correo electrónico a la questura por la signorina Elettra desde su habitación de Abano Terme.

Nos hallamos en estado de guerra: debemos considerarnos en guerra con la Mafia, a la que hay que tratar como un Estado dentro de otros Estados.

Todos nuestros efectivos deben ser movilizados.

Intensificar al máximo la colaboración entre agencias.

1. Nombrar agentes de enlace.

2. Ministerio del Interior, Carabinieri , Guardia di Finanza : entablar y mantener contactos.

3. Cursar solicitud de fondos especiales con arreglo a la Legge 41 bis.

4. Incentivar dinámica intercultural.

Al llegar a este punto, Brunetti dejó de leer, preguntándose por el significado de «dinámica intercultural». Su larga experiencia le había enseñado que los habitantes del Véneto ven las cosas con una perspectiva distinta de los de Sicilia, pero no creía que ello supusiera un abismo que hubiera que salvar con un lo-que-fuere intercultural. Por otra parte, a Patta no se le habrían ocultado las ventajas de disponer de unos potenciales «fondos especiales».

Brunetti concentró la atención en la carpeta, cada día más abultada, en la que se acumulaban las declaraciones de los testigos de una reyerta con arma blanca que se había producido la semana anterior delante de un bar de la riva de la Giudecca. La pelea había terminado con dos heridos en el hospital, uno con un pulmón perforado por un cuchillo de descamar pescado y el otro con una herida en un ojo, causada por el mismo cuchillo, que probablemente lo dejaría tuerto.

Según las declaraciones de cuatro testigos, durante un altercado verbal, uno de los hombres sacó el cuchillo para agredir al otro, pero el cuchillo cayó al suelo y el otro hombre lo recogió y se sirvió de él. Las declaraciones discrepaban en lo concerniente a la propiedad del cuchillo y la secuencia de la reyerta. El hermano y el primo de uno de los hombres, que se encontraban en el bar en el momento de la pelea, insistían en que su pariente había sido atacado, mientras el cuñado y un amigo del otro decían que éste había sido víctima de una agresión no provocada. Por lo tanto, las declaraciones de unos y otros estaban en tela de juicio. En el mango del cuchillo estaban las huellas de los dos hombres, y en la hoja, sangre de ambos. Seis de los clientes del bar, vecinos de la Giudecca, no recordaban haber visto ni oído nada, y dos trabajadores albaneses que habían entrado a tomar una cerveza, habían desaparecido después del primer interrogatorio y antes de que se les pidieran papeles.

Leído el último papel, Brunetti levantó la cabeza, pensando en la similitud que existía entre la dinámica cultural de la Giudecca y la que se atribuye a Sicilia.

Vianello apareció en la puerta del despacho.

– ¿Sabes algo de esa pelea? -preguntó Brunetti, usando las páginas del informe para indicar una silla al inspector.

– ¿Esos dos idiotas que acabaron en el hospital?

– Sí.

– Uno trabajaba en Porto Marghera, de estibador, pero lo echaron.

– ¿Por qué? -preguntó Brunetti.

– Por lo de siempre: mucho vino y poco seso, y mucha merma en la mercancía que descargaba.

– ¿Cuál de los dos?

– El que ha perdido el ojo -respondió Vianello-. Carlo Ruffo. Una vez hablé con él.

– ¿Estás seguro? -preguntó Brunetti. El informe médico del expediente sólo decía que el ojo estaba en peligro-. Me refiero a lo del ojo.

– Eso parece. Ha pillado una infección en el hospital, y lo último es que no creían poder salvárselo. Y parece que la infección se ha extendido al otro ojo.

– ¿Entonces se quedará ciego? -preguntó Brunetti.

– Ciego y violento.

– Extraña combinación.

– Eso no detuvo a Sansón -dijo Vianello, sorprendiendo a Brunetti con la referencia-. Conozco a ese tipo. Ni aun ciego, ni sordo, ni mudo, dejaría de ser violento.

– ¿Crees que empezó él?

Vianello se encogió de hombros con elocuencia.

– Si no él, fue el otro. A fin de cuentas, viene a ser lo mismo.

– ¿También es violento el otro?

– Eso dicen, sólo que él se desahoga con su mujer y sus hijos.

Brunetti observó, al cabo de un momento:

– Lo dices como si fuera de dominio público.

– Lo es, en la Giudecca.

– ¿Y nadie dice nada?

Vianello volvió a alzar los hombros.

– Imaginan que no es asunto suyo, es su mentalidad. También piensan que nosotros no podríamos hacer nada, y probablemente es la verdad. -Vianello puso una pierna encima de la otra echando el cuerpo hacia atrás-. Si yo le levantara la mano a Nadia, antes de dos segundos ella me habría clavado a la pared de la cocina con el cuchillo del pan. -Reflexionó unos instantes y agregó-: Quizá otras mujeres deberían reaccionar así.

Brunetti no deseaba seguir con el tema y preguntó:

– ¿Tienes algún favorito para propietario del cuchillo?

– Supongo que era Ruffo. Siempre llevaba uno, o eso me han dicho.

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