Donna Leon - La chica de sus sueños

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Ariana, una niña gitana de tan sólo diez años, aparece muerta en el canal, en posesión de un reloj de hombre y un anillo de boda. Tendida en las losas del muelle, Ariana parece una princesa de cuento, un halo de pelo dorado enmarca su rostro, una carita que Brunetti comienza a ver en sueños. Para investigar el caso Brunetti se infiltra en la comunidad gitana, los romaníes, en lenguaje oficial de la policía italiana, que vive acampada cerca del Dolo. Pero los niños romaníes enviados a robar a las ricas casas venecianas no existen oficialmente, y para resolver el caso Brunetti tiene que luchar con el prejuicio institucional, una rígida burocracia y sus propios remordimientos de conciencia.

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La perspectiva de la pizza se desvaneció cuando, al abrir la puerta, vio a Paola entrar en la sala portando una enorme ensaladera. Ello significaba que uno de los chicos, sin duda, en un momento de optimismo suicida, había decidido almorzar en la terraza. Sin pararse a cerrar la puerta, Brunetti dio tres pasos por el pasillo y, asomando la cabeza a la sala, gritó a los tres miembros de su familia, que ya estaban sentados fuera, esperándolo:

– Mi silla, en el sol.

En esta época del año, el sol empezaba a hacer acto de presencia en la terraza durante un rato, que iba prolongándose a medida que avanzaba la estación. Pero, en estas primeras semanas de primavera, daba sólo en un extremo y apenas dos horas, una antes y una después del mediodía astronómico, de manera que en la zona soleada cabía una única silla y, como Brunetti consideraba que era no sólo prematuro sino temerario comer a la intemperie en estas fechas, siempre reclamaba para sí aquel sitio de privilegio.

Después de hacer valer su derecho una vez más, el padre de familia volvió sobre sus pasos y cerró la puerta. Desde la sala, donde había estado dando el sol durante buena parte de la mañana, oyó arrastrar sillas en la terraza.

Su sitio, en la cabecera de la mesa, quedaba de espaldas al sol. Fue hacia él y, al pasar, oprimió el hombro de su hija. Chiara llevaba un fino jersey, y Raffi, sólo una camisa de algodón, mientras que Paola se había puesto, encima del jersey, un chaleco de pluma que, según creía recordar Brunetti, pertenecía a Raffi. ¿Cómo unos padres tan frioleros habían podido traer al mundo estas dos tropicales criaturas?

Se agradecía el sol en la espalda. Paola tomó el plato de Chiara y, del gran bol situado en el centro de la mesa, le sirvió fusili con aceitunas negras y mozzarella . Aún era un poco pronto para ensaladas, pero a Brunetti ésta le recreaba la vista y el olfato. Paola dejó el plato delante de Chiara y le pasó una pequeña fuente de hojas de albahaca, de las que Chiara tomó un par y las desmenuzó sobre la pasta.

Paola sirvió entonces a Raffi y a Brunetti, que también picaron albahaca en la pasta y, por último, se sirvió a sí misma. Antes de sentarse, dejó la cuchara a un lado y tapó la ensaladera con un plato.

Buon appetito -dijo sentándose.

Brunetti tomó unos bocados, saboreándolos con todo el cuerpo. La última vez que habían comido esa ensalada era a finales del verano, y destapó una botella del Masi rosato para acompañarla. Se preguntó si no sería pronto para un rosato , y entonces vio la botella que estaba encima de la mesa y reconoció el color y la etiqueta.

– Después hay calamari ripieni -dijo Paola, sin duda para ayudarles a decidir si repetían de pasta. Chiara, que la víspera había decidido añadir el pescado y el marisco a la lista de cosas que, en su calidad de vegetariana, no debía comer, optó por más pasta, lo mismo que Raffi, quien sin duda despacharía también la ración de calamari de su hermana sin merma de apetito ni remordimiento de conciencia. Brunetti se sirvió una copa de vino y asumió la expresión del hombre que jamás pensaría en quitar el alimento de la boca a sus hijos hambrientos.

Chiara ayudó a llevar los platos a la cocina y volvió con una fuente de zanahorias y guisantes, mientras Paola sacaba una bandeja de calamari , y a Brunetti le pareció oler la zanahoria, el puerro y quién sabe si los langostinos picados del relleno. La conversación era general y monotemática: escuela, escuela y escuela, en la que Brunetti introdujo una variación al decir que aquella mañana había visto a la contessa , que le había dado cariñosos saludos para todos. Paola volvió hacia él una mirada larga al oírlo, pero los chicos no encontraron en la noticia nada de particular.

Al ver a Chiara alargar la mano hacia la bandeja de los calamares, Paola distrajo a Raffi con la pregunta de si él y Sara Paganuzzi aún pensaban ir al cine aquella noche y si querría comer algo antes de salir. Raffi respondió que el cine había sido sustituido por una traducción del griego que Sara tenía que terminar, y que aquella noche él iría a su casa, a cenar y ayudarla en el trabajo.

Paola preguntó cuál era el texto, lo que dio lugar a un cambio de impresiones sobre el atolondramiento y la insensatez de la Guerra del Peloponeso, lo bastante interesante para ambos como para no darse cuenta de que Chiara y Brunetti acababan con los calamares. Ni observaron que Brunetti tapaba el plato de Chiara con el suyo vacío.

Derrotada Atenas y destruidas las murallas, Raffi acabó con las verduras y preguntó qué había de postre.

Pero ya el sol había desaparecido no sólo de la espalda de Brunetti sino del cielo, que se había cubierto rápidamente de nubes llegadas del este.

Paola se levantó, recogió los platos y dijo que de postre sólo había fruta y que podían comerla dentro. Brunetti no se lo hizo repetir, echó la silla hacia atrás, agarró la fuente de la verdura y la botella de vino y se fue a la cocina. Después de permanecer tanto rato expuesto a las veleidades de la primavera, sentía frío en todo el cuerpo y no le apetecía la fruta. Paola dijo que prepararía café mientras fregaba los cacharros y lo envió a la sala a leer el periódico.

Allí lo encontró al cabo de veinte minutos, contemplando los tejados y el cielo, con el periódico en el regazo, sin abrir. En primera plana, el titular del día pregonaba nuevos detalles sobre la reciente captura de uno de los jefes de la Mafia.

Ella se paró detrás del sofá, con una taza de café en cada mano y preguntó:

– ¿Leyendo la crónica de vuestro triunfo?

Brunetti cerró los ojos.

– Eso es -respondió-. Un triunfo.

– Basta con eso para que uno se plantee seriamente emigrar, ¿no?

– Cuarenta y tres años buscándolo, y lo encuentran a dos kilómetros de su casa. -Él levantó una mano y la dejó caer en el periódico, con una palmada de impotencia-. Cuarenta y tres años, y los políticos entonan himnos de alabanzas a la policía. Un triunfo.

– Quizá en realidad quieren decir triunfo para el poder de la Mafia -sugirió Paola-. Sería más fácil que el Gobierno, sencillamente, les diera el derecho de nombrar a su propio ministro. -Tras una pausa de reflexión, preguntó-: ¿Cómo podría llamarse? ¿Ministro del Poder Alternativo? ¿Ministro de Extorsión?

Dejó el café en la mesa y se sentó al lado de su marido.

A pesar de saber que no debía decir tal cosa, Brunetti preguntó:

– ¿Qué te hace pensar que no?

– ¿No qué?

– Que no tienen su propio ministro.

Ella le lanzó una mirada de súbita alarma, al comprender que acababa de oír algo que él no debía haber dicho. No respondió, y su silencio se hizo tan elocuente que él se sintió obligado a continuar:

– Se alzan voces -dijo inclinándose a tomar la taza.

– ¿Voces?

Brunetti asintió y tomó un sorbo de café, sin mirarla.

Paola interpretó correctamente la señal de que había que cambiar de tema, y preguntó:

– ¿Qué dice mi madre?

– Aquel cura amigo de Sergio que vino al entierro, Antonin Scallon, me ha pedido que me informe sobre cierta persona.

– Guido, ¿es que ahora trabajas para el Opus Dei? -preguntó ella con fingido horror.

A Brunetti le llevó varios minutos explicar el motivo de la visita de Antonin y, mientras hablaba, notaba que se sentía incómodo al referir aquel episodio. Allí había algo que no encajaba ni con lo que él recordaba de Antonin ni con su propio instinto: no podía creer en los motivos que Antonin atribuía a los personajes de la historia ni en las explicaciones dadas por el propio Antonin para justificar su visita.

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